El sábado antes del minuto 73 no había sucedido nada y después del 82 ya había sucedido todo. Entre medias, nueve minutos en los que el Madrid invocó a sus espíritus, marcó dos goles y hasta pudo marcar un tercero si Bellingham fuera una piraña del Amazonas en lugar de esa cariátide que se empancipó del Erecteion para expandir brazos y asistencias. A partir de ahí, la euforia, las lágrimas y los abrazos. Y un cansancio generalizado por la tensión acumulada y porque sufrimos como perros. Una final cansa hasta si la juegas desde el sofá. A mí en el minuto 88, cuando el gol anulado, se me subió un gemelo y aún no descarto una rotura de fibras tras una celebración contenida en una zona de prensa que era un poquito la pradera de San Isidro, un poquito el Bundestag. Después de eso el Madrid tomó Londres. Y el resto ya se lo imaginan: 30.000 madridistas sin entrada llenando todos los pubs entre el Támesis y Wembley y tiñendo de blanco las ‘fanzone’ junto al London Eye, en Picadilly Circus y, sobre todo, en Trafalgar Square, donde los leones del Almirante Nelson sustituyeron a los de la ‘señá’ Cibeles. Ya saben que las esculturas de esa plaza están hechas con el bronce fundido de los cañones que robaron a nuestra Armada. Así que son de España. Es más, son España. Y los aficionados del Madrid, que lo intuían, convirtieron la fiesta en una recepción en la embajada.Manolo EscobarEn Wembley, mientras tanto, 25.000 madridistas se desgañitaban y sacaban a Kroos a hombros como si fueran a llevárselo desde Londres hasta el Wellington. Vinicius lo miraba desde abajo como si fuera a la vez una ‘Pietá’ a los pies de la cruz y la Magdalena ante un sepulcro abierto. «Otra vez, otra vez», musitaban unos y otros en la grada con las manos tapándose la cara. «Lo hemos hecho otra vez». Y la gente se abrazaba sin apenas conocerse. Los cánticos en las puertas se alternaban, ya saben, el tradicional «¿Cómo no te voy a querer si fuiste campeón de Europa una y otra vez?», el imperialista «Somos los reyes de Europa» y, por supuesto, «¡Que viva España!», de Manolo Escobar, un clásico de estas citas. Al final todos salieron como pudieron de un estadio colapsado en el que las aglomeraciones fueron interminables y, por momentos, agobiantes, sobre todo en las entradas en la boca del metro, única salida de esa ratonera. En este sentido merece la pena reseñar dos cosas. La primera es que es muy complicado organizar una final de la Champions y tanto la UEFA como las autoridades londinenses lo lograron con sobresaliente. La segunda es que ambas aficiones se comportaron, durante todo el fin de semana, como lo que son: aficiones señoras, educadas y con el poso de un enfrentamiento histórico: Dortmund contra Madrid, Prusia contra Castilla, Alemania contra España. No tengo noticia de ni un solo incidente. Y es milagroso.Todas las imágenes de la celebración del Real Madrid ABCNoche de bodasDe ahí a los aeropuertos en una noche de clima desapacible, como todas. En algunos casos, hubo un paso previo por el hotel. En otros ni siquiera porque Londres estaba repleto. Heathrow, Gatwick, Luton y Stansted se convirtieron en réplicas de la estación de metro de Cuatro Caminos, concitando un paisanaje variopinto, a saber: padres recién duchados con sus hijos en perfecto estado de revista, cuadrillas de jóvenes con la camiseta del Madrid y los ojos inyectados en sangre, familias como recién salidas de misa en los Jerónimos, aficionados que hicieron noche en el purgatorio de las terminales, resacas como la playa del Sardinero, niños como querubines de Murillo, novias un poco enfadadas por algún gasto excesivo que me puedo imaginar, un club de fans de Fernando Sanz y bufandas en recuerdo de lo del sábado dando vueltas alrededor de cuellos afónicos, en recuerdo de lo mismo. Y los alemanes, claro. Compartían cara de cansancio, pero era un cansancio diferente. El cansancio de los españoles era un cansancio de final feliz, de noche de bodas, un cansancio que merece la pena y que se irá mañana a la hora de comer. El de los alemanes era otra cosa, un cansancio de última oportunidad, de «hoy como ayer, mañana como hoy y siempre igual» que no se va tan fácilmente porque deja ojeras de las que aparecen un día y ya no se van nunca.Y la magia. Cuando salimos de Londres estábamos en el amanecer de un día de otoño, un día como para cazar faisanes en los Cotswolds con dos Beagles y una americana de tweed. Pero cuando llegamos a Madrid era la hora del vermú de un domingo veraniego, un día como para irse a La Latina a por una ración de boquerones en vinagre. «A Cibeles directos», decían unos. «Al Bernabéu, vamos, vamos», decían otros. En el control de pasaportes, se cantaba el himno por última vez y la Policía sonreía, como orgullosa de sus fronteras. Y la vida siguió con la extraña sensación de que lo que hemos vivido no es del todo real. Al fin y al cabo, los cuentos con final feliz no existen y el Madrid empieza a parecer el Correcaminos ganando al Coyote en todos los capítulos. Nos vamos a casa con la sensación de que antes del sábado no había sucedido nada, que después del domingo ya había sucedido todo y que, entre medias, hemos visto a los hechiceros de la tribu dando vueltas a la pócima para decirles a los dioses del madridismo que ya está, que volvemos con otra y que nos ayuden a guardar estos recuerdos porque un día habremos de contárselos a los que lleguen. Y me temo que eso es todo.
![Historia por hacer Historia por hacer](https://ayuser.org/wp-content/uploads/2024/06/celebracion-madrid-RBOoUKXBiKEcVVMotwtfO0H-758x531@diario_abc-civBNK.webp)
Leave a Reply