Como sucedió el 1 de octubre de 2017, los Mossos han sido los colaboradores necesarios , e imprescindibles, del último truco de Carles Puigdemont en su regreso a España. Que no fuera detenido antes de acceder al escenario del Arco de Triunfo ha constituido un escándalo policial sin precedentes -o con el precedente único de la pasividad cómplice de la misma policía autonómica también en 2017-; que se le haya permitido, a ojos de todo el mundo, dar su discurso, ha sido una burla a la democracia y al Estado de Derecho. La multitud y el supuesto peligro de dañarla no pueden ser un excusa porque no ha habido más de 2.500 manifestantes -la mayoría de la tercera edad y no precisamente en condiciones de afrontar una batalla campal- y el despliegue de agentes de policía bastaba y sobraba para establecer un cordón seguro y proceder a su detención de una manera tranquila.Sin esta colaboración necesaria del consejero de Interior, Joan Ignasi Elena; del mayor de los Mossos, Eugeni Sallent, y por extensión del gobierno de la Generalitat, el prófugo no habría podido circular por Barcelona hasta llegar al paseo de Lluís Companys; no habría podido subirse a un escenario fuertemente vigilado por los Mossos , y desde luego no habría podido dirigirse a los asistentes. Además, cuando en los minutos siguientes al espectáculo callejero Puigdemont ha desaparecido de la comitiva y los Mossos han dicho tenerlo «localizado» aunque no detenido, han dado otra prueba más de su colaboracionismo . Al cabo de pocos minutos, activando la operación jaula, han asumido que se les había escapado y que no sabían dónde estaba.La cúpula de los Mossos, los agentes implicados en el despliegue y sus responsables políticos, permiten una vez más que Carles Puigdemont se burle con total impunidad de la democracia española. Su destitución no basta. Es imprescindible su procesamiento.
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