Simon Armitage (West Yorkshire, Inglaterra, 1963) ha estado en muchos sitios y ha vuelto de todos para contarlo: de un cara a cara con un preso, del estallido de la heroína en el Manchester de los noventa, de sus suburbios, de la adolescencia, del post punk, de su trabajo como agente de la condicional, de la miseria, del humor, de la ironía, del cinismo, del desencanto, de la inocencia; también de la televisión, de la radio, del entierro de Isabel II y de un viaje en taxi con Dennis Bergkamp a Turquía para jugar un partido con el Arsenal. Esto último nunca ocurrió, pero da igual: el bardo no necesita que las cosas ocurran para invocarlas. Por eso sus porteros fuman mientras juegan al fútbol (como Szczesny, que llegó después) y en algún lugar hay un forense declarando marido y mujer a un par de cadáveres, felices para la eternidad. Él nunca estudió literatura, y sin embargo hoy vive como el más célebre y celebrado de los poetas de su país, coronado por varias universidades y hasta por aquella Reina que fue inmortal hasta que se demostró lo contrario. «Sí, soy miembro de la Casa Real», confirma, divertido, antes de contar que ahora se entretiene con los cancioneros medievales.Armitage mira por debajo de un flequillo de otro tiempo, tal vez más intenso, y habla con una voz de frecuencia modulada. Se describe como un hombre de campo, pero gasta un aspecto de músico superviviente del asfalto: sabe que, en el fondo, la literatura es una cuestión de estilo, poco más. Como la vida. Acaba de publicar en España ‘Avión de papel’ (Impedimenta, traducido por Jordi Doce), que reúne tres décadas de riesgos y un solo viaje: el que va del yo al poema. Un eterno retorno, de momento.—Es usted un poeta famoso: qué cosa tan rara. —No creo que tenga fama, sino reconocimiento. Y, para mí, la mejor forma de reconocimiento es que te traduzcan: que alguien invierta una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo para que unos poemas que surgieron en un territorio minúsculo del Reino Unido y que nunca soñaron con tener una vida más allá de un reducido grupo de fieles puedan leerse en otro país [deja un silencio]. Una de las mejores cosas de ser escritor, y más aún de ser poeta, es que puedes alcanzar un cierto nivel de reconocimiento sin que te reconozcan por la calle. Que puedes seguir llevando la vida de siempre. Si esto cambiara, seguramente me sería posible seguir haciendo mi trabajo.—Sus poemas están muy pegados a su paisaje más cercano, y a su lenguaje: hay jerga, nombres de marcas… Para ser universal, ¿hay que escribir de tus vecinos? —Algo así, sí. Creo que fue Empson quien dijo: «Piensa con los sabios, pero habla con el vulgo». El reto es hacer poesía con tu propia voz, no pedirla prestada. Ha habido periodos en la historia, sobre todo en Gran Bretaña, en los que el lenguaje poético se consideraba un lenguaje elevado, un lenguaje al que había que llegar, y que muchas veces no era propio. Pero creo que eso ha cambiado y que hoy se espera que la gente use la voz con la que habla como la voz con la que escribe. Y eso puede incluir la jerga, el dialecto y los nombres de marcas. Es una forma de autenticidad, que es lo que uno debería perseguir al escribir.—¿Es eso lo que busca en la poesía?—Busco una versión de mí mismo en el texto, que mis poemas suenen como yo. Claro que no son exactamente yo, sino una versión poetizada, aunque no hay tanta diferencia. Además, dado que la poesía es un artificio, es lo máximo a lo que puedo aspirar.—Antes de vivir de la literatura trabajó durante una década como agente de la condicional en los alrededores de Manchester. ¿Qué recuerda de aquellos años?—Era un trabajo social, de asesoramiento: intentaba ayudar a la gente a mejorar sus vidas, a mantenerse fuera de la cárcel. En aquella época [años noventa] hubo una gran explosión de heroína en Manchester, así que había mucho trabajo relacionado con las drogas, y eso era muy deprimente y alarmante. Trabajé en prisiones durante un tiempo… Era muy duro, muy triste. Creo que la escritura fue un antídoto, una vía de escape: escribía durante las noches, durante los fines de semana, durante las vacaciones. Pero, inevitablemente, aquellas escenas y situaciones, y el lenguaje del trabajo, acabaron llegando a los poemas. Quizá fue una forma de intentar explicarme a mí mismo lo que estaba haciendo.—¿Hasta qué punto ha marcado su obra? Ha escrito poemas sobre adictos, sobre ‘dealers’, sobre el síndrome de abstinencia… —De alguna forma, sigo trabajando con las personas desfavorecidas, pero a través de mis textos, incluso los que escribo para la radio o la televisión. Me refiero a personas que, por ejemplo, han sufrido estrés postraumático tras su experiencia en las fuerzas armadas, gente a la que le han quitado a sus hijos, gente que ha tenido graves problemas con alcohol y drogas, gente que ha está en prisión… He escrito poemas basados en sus testimonios, utilizando sus palabras, su vocabulario, su fraseo. «Fue Empson quien dijo: piensa con los sabios, pero habla con el vulgo. El reto es hacer poesía con tu propia voz, no pedirla prestada»—¿Cree que la poesía puede ser útil? —¿Para la sociedad?—Sí. —No creo que vaya a cambiar nunca la vida y la mente de millones de personas, porque no es una forma de arte mayoritaria, pero hay momentos en la vida de un país o un individuo en los que los poemas actúan como himnos o plegarias. Y en esos momentos, creo, podría decirse que la poesía es útil. —Ha escrito nuevas versiones de clásicos, ‘Sir Gawain y el Caballero Verde’ o ‘La muerte del Rey Arturo’, además de dos adaptaciones dramatizadas de la ‘Odisea’, de Homero. ¿Es una forma de mantener viva la tradición?—Sí, pero yo no soy cardiocirujano: no pongo al texto en una mesa de operaciones [ríe]. Diría que es una forma de democratizar los clásicos. Porque si no se actualizan, caen en manos de académicos y eruditos y acaban convirtiéndose en objetos de análisis literario y nada más. Creo que cada generación necesita refrescarlos, actualizar su voz para que lleguen al lector medio.—Hay mucho humor en su poesía, mucha ironía. —Bueno, es que soy graciosísimo [y sonríe]. Creo que el humor funciona en poesía porque es inesperado. Pero mi humor suele ser bastante oscuro, sombrío, irónico. Es una forma de acercarme al lector. La risa nos iguala. —Da la sensación de que a veces escribe contra la solemnidad. —Sí [y vuelve a sonreír]. Y escribo contra lo absurdo de la vida. Cuanto más seria se pone la gente, más divertida me parece. Pienso eso de los políticos, de los teóricos, de la gente de la iglesia y de casi cualquier persona. Cuando se ponen súper serios empiezo a reírme. Creo que la poesía, en general, tiene como propósito servir de remedio a eso, y de algún modo, contrarrestar la pomposidad.—Escribe algo similar en ‘Portero con cigarrillo’: «Hacedme caso y quitaos importancia». —[Asiente] El portero representa muchas de mis opiniones. Y también creo que los poetas son, probablemente, los porteros de la literatura. Atacan desde atrás. Son los guardianes. —Le dedica varios poemas al fútbol. —Soy seguidor del Manchester United desde hace cuarenta y siete años. Y del Huddersfield, que es el equipo de mi ciudad. Está en tercera división.—Pero el único jugador que menciona con nombre y apellidos en esta antología es Dennis Bergkamp, que jugaba en el Arsenal. —Pero es por su historia: Bergkamp tenía miedo a volar. Siempre me ha parecido increíble que alguien que hablaba tan bien como él, que era tan reflexivo, tuviera fobia a los aviones… Llegó a ir a Turquía en coche para jugar. Increíble: alguien de su clase y calidad. Ese poema lo incluí en un libro lleno de poemas absurdos. «Cuanto más seria se pone la gente, más divertida me parece»—En otro de sus poemas dice: «No tengo convicciones: es mi mayor condena. / Nada que me incite a gritar o aullar, nada / por lo que montar un escándalo o armar la de San Quintín». ¿Escribe desde la ataraxia?—Yo tengo muchas convicciones, algunas son controvertidas y todas son contradictorias, pero no siempre siento la necesidad de expresarlas en poemas. Creo que cuando escribí esos versos estaba cansado de lo que yo llamaría el ‘poema protesta de tostadora de hotel’. Ese tipo de poemas en el que introduces el tema por un extremo y sale por el otro perfectamente dorado, al punto. Estaba intentando demostrar que no es necesario estar involucrado en grandes acontecimientos históricos para experimentar algo interesante. La mayoría de las personas en sus vidas experimentan un éxtasis increíble o un dolor terrible a menudo por cosas más cotidianas. —¿Hay algún tema que la poesía no pueda tocar? —No lo creo. Aunque diría que la poesía ya no se lleva muy bien con el elogio. Somos una civilización cínica, por eso el lenguaje de la burla, el menosprecio o la ironía nos resulta más natural. Alabar algo de forma genuina y sincera a menudo nos parece demasiado sentimental. Los límites están más en el tono que en el tema. Si dijeras: «Nadie puede escribir un poema sobre este tema», al día siguiente recibirías mil poemas sobre eso. —¿Alguna vez se lo han dicho?—Hay gente que me reta, y eso me gusta porque dispara mi imaginación a lugares insospechados. Recuerdo que una amiga me dijo: ¿puedes escribir un poema con cualquier título que te dé? Y le respondí: claro que puedo. Y me dio este título: ‘Cheesers of Nazareth’ [en lugar de ‘Jesus of Nazareth’]. Así que escribí un poema sobre una tienda de quesos cristiana que acababa de abrir en el barrio.—¿Hay algo de juego en la escritura?—No necesariamente. Yo he escrito poemas serios, graves. Por ejemplo, sobre la invasión rusa de Ucrania, hace dos años ya [lo tituló ‘Resistencia’ y empezaba así: «Es la guerra otra vez: una familia / carga a su familia fuera de una casa destrozada / bajo un techo en llamas»]. Lo que sí creo es que, en cierto modo, cuando escribes siempre estás en una especie de competición con el lenguaje y contigo mismo para ver a dónde puedes llegar. Digámoslo así: si el tema es el problema, el poema es la solución. Es como un rompecabezas. —Los críticos describen su poesía como «muy urbana». —Es interesante, porque sigo viviendo en un pueblo. Soy una persona de campo. Pero claro, en Gran Bretaña siempre estás cerca de una ciudad. Yo vivo a veinticinco millas de Manchester. Y a veinticinco millas de Leeds. Y a veinticinco millas de Sheffield. Todavía hoy, cuando voy a la ciudad, siento que hay algo exótico en todo ese jaleo. Y un semáforo es una cosa increíble. «Cuando escribes siempre estás en una especie de competición con el lenguaje. Si el tema es el problema, el poema es la solución»—Su traductor, Jordi Doce, asegura que Joy Division y The Smiths han sido tan importantes en su formación como Ted Hughes. —Así es, sin duda. Quizá no lingüísticamente, pero sí en cuanto a actitud y estilo. Me gusta pensar que mis poemas ocupan una posición en relación con la poesía que algunos de estos grupos ocupan en relación con la música. —Y más allá de Ted Hughes, ¿cuáles son sus referentes?—Ted es importante porque nació muy cerca de donde yo vivo: es el mismo paisaje. Luego están Philip Larkin, Thom Gunn y los poetas confesionales americanos de la segunda mitad del XX: Robert Lowell, Sylvia Plath, Elizabeth Bishop, Anne Sexton… Me interesa su poesía discursiva, tan cercana a la oralidad. También me marcó Paul Muldoon, un poeta lírico irlandés. Y Robert Frost. Y Tom Hardy. Siempre he pensado que sólo necesitas unos siete u ocho dioses en tu panteón, cuya obra conozcas íntimamente y cuyos puntos de referencia y coordenadas compartas [deja un silencio]. Ahora paso mucho tiempo leyendo poesía medieval, que a menudo es anónima. —Por cierto, ¿qué recuerdos tiene de sus comienzos en la literatura?—Los de un joven muy inocente e ingenuo que solo escribía por diversión, y que apenas tenía esperanzas de que lo publicaran: solo fantasías. Nunca he tenido una formación literaria, o no después de los dieciocho años. Me rechazaron muchas veces [deja un silencio]. Ahora todos mis manuscritos de juventud están en el archivo de la Universidad de Leeds: fueron escritos a toda prisa, garabateados y sobre el papel rayado de mi trabajo como agente de la condicional. A veces voy allí y echo un vistazo. Es muy raro. Es como ver poemas en un idioma extranjero, uno que he olvidado cómo leer. —¿Cuál fue el punto de inflexión en su carrera? ¿Cuándo empezó a confiar en que podía vivir de la poesía?—No diría que hubo un momento. Fue un crecimiento lento, publicando allí y allá, reseñas, poemas… Lo que sí tuve muy claro desde el principio es que la poesía tenía más posibilidades de las que ofrece un libro, que podía funcionar muy bien en la televisión, la radio o el teatro. Siempre estuve dispuesto a colaborar en esos otros géneros, y eso hizo que mi trabajo fuera más conocido. Sí, eso marcó la diferencia. Pero el resto fue algo gradual. ¿Cuándo empiezas a sentirte poeta? Cuando los demás te llaman poeta. —Esa faceta popular de la poesía, esa poesía narrativa que puede ser leída en la radio, viene de lejos en Gran Bretaña, ¿no?—Siempre ha habido una tendencia narrativa en la poesía británica. La poesía británica tiene la suerte de que todavía existe eso que se llama el lector común, que hay gente que compra libros de poemas, que lee poemas si están en los periódicos, que escucha poesía si está en la radio y que no son especialistas o lectores cultivados. No todos los países tienen eso: en otros lugares, la poesía es un arte muy sesudo, para especialistas y exquisitos. Pero creo que si escribes poemas narrativos siempre vas a tener un público, porque el ser humano es un animal narrativo. «Como Poeta Laureado soy miembro de la Casa Real. Me pagan en botellas de jerez, noventa al año. Pero regalo casi todas»—Desde 2019, es el Poeta Laureado del Reino Unido, uno de los reconocimientos más antiguos que se otorgan en su país. ¿En qué consiste exactamente?—No sabría decirlo [y ríe]. Es un cargo muy misterioso. Todo empezó en el siglo XVII, con el poeta John Dryden. Desde entonces sólo ha habido veintiún poetas laureados: yo soy el vigésimo primero. Aunque ahora es un cargo de diez años, antes era vitalicio… Gracias a este galardón, soy miembro de la Casa Real. No tengo que hacer nada, es algo representativo, pero yo no soy el tipo de persona que pueda quedarse sentada sin más, así que he puesto en marcha grandes proyectos. Por ejemplo, el premio Laurel de Poesía Ecológica, que entregamos desde 2020. Además, todos los años hago una gran gira por las bibliotecas del Reino Unido. También estamos intentando construir un Centro Nacional de Poesía en Leeds. Y hay una especie de acuerdo que me empuja a escribir sobre los grandes eventos de la realeza. De momento he escrito tres: sobre la muerte del Duque de Edimburgo, sobre la muerte de la Reina [«He invocado un lirio para iluminar estas horas, un símbolo de gratitud»] y sobre la coronación de Carlos III. Y también escribo sobre grandes noticias, como la guerra de Ucrania. —Le pagan en botellas de jerez, ¿no?—Sí, sí. Es una tradición antigua asociada al cargo. Cuando me nombraron, fui a Cádiz a visitar sus bodegas y probar todo el jerez que pude. Estuve fuera de mí una semana [y ríe]. Era miércoles, pensaba que no podía beber más, pero llegaban las once y… Sí, me envían unas noventa botellas al año. Pero regalo la mayoría.
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