Es como si por Miquel Navarro (Mislata, Valencia, 1945) no pasaran los años. Ríe. Constantemente. Como un chicuelo. Lo hace a borbotones. Como el agua que tanto le sedujo en las albercas de su infancia, punto de partida de su decisión de ser artista. Agua que corría por unos territorios (ahora, en parte devastados por la terrible DANA), a los que volvió para habitar después de haber conocido medio mundo. En realidad, casi todo es circular en este autor, capital en los 80 para entender la evolución de la plástica española. Todo es movimiento: en vertical (como sus tótems, sus guerreros, sus cactus), y en horizontal (sus enigmáticas ciudades). En breve, el valenciano cumplirá 80 años. Eso será en 2025, cuando espera convertir su Fundación en museo. Noticias relacionadas estandar Si ARTE Cildo Meireles: «La capacidad de seducción del arte es algo irrenunciable para mí» Javier Díaz-Guardiola estandar Si ARTE Ai Weiwei: «Soy más un perdedor que un soñador» Javier Díaz-Guardiola—Lo primero que tengo que preguntarle, ya que vive en el campo, en Mislata, es si le afectó de alguna manera la DANA.—Los que vivimos en la parte del río nuevo, la capital y el norte de la localidad, no nos hemos visto afectados porque el plan sur nos protegió. Por eso es tan importante invertir en infraestructuras. En mi casa de la montaña sí que tengo algún daño. Pero no he perdido la vida. Mi pérdida, poco a poco se irá reponiendo. El camino desapareció por tramos, cayeron piedras de tres toneladas… Pero ya están arreglándolo. —Lo importante es que lo puede contar. —La salud es lo más importante. Tengo amigos que lo han perdido todo. Eso es horrible. Uno de mis colaboradores, el que me hace funciones de secretariado, ha perdido todo su laboratorio fotográfico, su archivo. Para mí es como si hubieras perdido toda tu identidad. Eso también es difícil de asimilar.—¿Por qué, una persona que tanto ha viajado, que tanto ha estudiado la ciudad, decidió retirarse al pueblo y al barrio que le vio nacer?—Básicamente, porque en un momento determinado llegas a la conclusión de que lo más cercano es lo más universal. Aún así, yo he procurado conocer todo lo que tenía al alcance. Viví largas temporadas de mi juventud en Nueva York, en París, en México, y he ido y vuelto de muchos destinos lejanos donde he celebrado exposiciones, como Japón. Para mí, somos todos seres humanos, en cualquier latitud. No sentía extrañeza.En perspectiva. En las imágenes, Miquel Navarrojo junto a algunas de sus obras. Debajo, sus herramientos y detalle de una de sus esculturas M. Ponce—Allí fue donde se inició todo, en esos primeros paisajes. Siempre ha dicho que es en la infancia donde nace el Miquel Navarro artista. Cuéntemelo de nuevo.—Esa fue la base de mi discurso de ingreso en la Academia de San Fernando. La base de mi trabajo artístico se cuajó en el juego infantil. Yo, de pequeño, jugaba con el barro, montaba instalaciones, me interesaba mucho el transitar del agua. Vivía en un pueblo conectado a Valencia por un tranvía, así que en diez minutos pasaba del rural a lo urbano. Ese contraste me impresionó mucho. Coleccionaba cromos de Nestlé, y eso hizo que conociera muchos edificios antes de visitarlos. Por eso yo quería conocer el Empire State, el puente de Brooklyn, las pirámides de Egipto… Aunque tampoco hacía falta ir. En el centro de Valencia admiraba edificios que para mí eran rascacielos. Su historia, tan potente, solapa capas íberas, romanas, visigóticas, árabes… Llega al Renacimiento, al Barroco… La naranja y la burguesía la vuelven modernista… —Ahora es aquí donde se plantea convertir el taller en un futuro museo, impulsado desde la Fundación Miquel Navarro que constituyó en 2020.—Mi idea es plantear esto como un taller de escultura. Con un discurso museístico, pero sin llegar a ser un museo. Tendrá actividad didáctica y salas para exposiciones temporales a artistas invitados. Quiero que aquí se proyecten mis películas, que he hecho cine también y es una faceta más desconocida…—¿En qué momento se empieza a pensar en ‘el día después’?—Creo que obra mía hay mucha por todos los sitios. El IVAM cuenta con una importante donación de más de 500 piezas. También en grandes museos del mundo. Y lo de la fundación lo hago sobre todo para que haya una visión más concreta sobre mi labor, con un hilo conductor que se pueda seguir. Las herencias a veces son un poco complicadas…—Ha trabajado con el concepto de vida y muerte toda su trayectoria. ¿Cambia la idea de la muerte con los años?—A mí, la muerte, que tampoco la deseo, no me da miedo. Por educación, soy cristiano, pero me considero agnóstico. No sé si hay o no un dios, pero tampoco me lo planteo. Conecto más con lo cósmico, pero tampoco me aclaro. No me quiero complicar la vida con la muerte. Lo que tenga que ser será. Hay quien dice que te mueres y te conviertes en energía. Yo hago bromas con eso…—¿A qué se refiere?—¡Tanta energía, tanta energía! Al final acabarás codeándote con la de Tutankamon. Y le podremos hablar sobre el gran entierro que tuvo. ¡Eso sí que era oro, oro! [Ríe fuerte].—Era Guillermo Pérez Villalta el que me decía que si algo bueno tiene la vejez es que le había agudizado el sentido del placer, de todos los placeres. ¿Qué tiene de bueno envejecer para usted?—Yo, de hacerme mayor valoro la sabiduría alcanzada. Y hay momentos, no sé como explicarlo, que estando en el presente, siento que me sitúo a la vez en el pasado y en el futuro. Tengo esa cosa proustiana en torno al recuerdo que hace que no me quede en la nostalgia. Soy un tío del presente, muy activo, que, sin quererlo, me transporto a un futuro. No sé por qué regla de tres pasa esto, pero me pasa. Y últimamente disfruto mucho cocinando. A nivel artístico, no paro de trabajar, estoy haciendo nuevas esculturas, nuevos collages, grabados… Todas las aristas. Navarro con una de sus proyecciones en cine. En el resto de imágenes, algunas de sus obras M. Ponce—¿La edad hace que a uno le dé más igual lo que piensen los demás?—Un poquito sí. Pero yo el trabajo siempre me lo he planteado con seriedad y sentido autocrítico. No puedo evitarlo. Ante una obra, cuando la estoy ejecutando, respondo a una gran emoción y tengo que estar a la altura, ser capaz de manifestarla de la forma más precisa a través del trabajo. Para mí, todo lo que hago, por mi autocrítica, sé que me da pie a hacer algo más, otra pieza. Es ese gusanillo de que aún puedes hacerlo mejor, o corrigiendo esto o lo otro. La creatividad es un hilo que se recoge.—¿Ha destruido o guardado mucha obra precisamente por ese sentido crítico tan marcado?—Alguna cosa sí que he destruido. Dibujos que no me han gustado, los he roto. La experiencia me dice que tengo que ser menos impulsivo en ese sentido y dejar reposar el trabajo. A veces el momento inmediato no es el mejor para tomar una decisión. Por eso rompo menos…—¿Y por qué acabó como escultor, y no como arquitecto, con ese amor que ha volcado siempre hacia la ciudad?—Acabé como escultor, aunque dibujo mucho. Y mis pinturas siempre tienen volumen. Es inevitable porque yo soy más del mundo físico y tangible. Soy mucho de tocar para creer. Y porque me interesa la sensualidad. Pero eso que no sirva de precedente para que nadie toque mis esculturas. Mis esculturas las toco yo y porque sé cómo hacerlo. De hecho, creo que hay gente que no sabe ni verlas. —¿Y eso?—No sería la primera exposición en la que dejan las copitas de los cocktails de inauguración encima de una. Por eso he prohibido los cocktails en las inauguraciones [ríe].—Ciudades orgánicas: ha explicado muchas veces su paralelismo con el cuerpo. Sin embargo, han sido siempre ciudades deshabitadas.—Sí. Eso me viene por influencia de la Metafísica. Es para marcar un punto de intemporalidad en el trabajo. Sé que es muy atrevido por mi parte decir que mis ciudades son intemporales, pero pretendo que trasmitan la sensación de cierta arqueología intemporal. Son pasado, presente y futuro a la vez. Si meto a un individuo en ese escenario, el belén ya no funciona. —¿Usted monta belenes?—Cuando era pequeñito. Ahora no. Me he hecho mayor… Calvo Serraller se asustaba cuando yo le decía que mis ciudades son como belenes. No los son, pero sí son paisajes escultóricos. Y eso es lo que es un belén: un paisaje escultórico. Lo que más me gustaba a mí era dotarlos de agua, hacer ríos, cascadas. Y ahí sí que metía figuritas, porque ahí sí que había que marcar una temporalidad. —Sin embargo yo recuerdo series fotográficas suyas en las que sí introducía desnudos entre las partes de sus ciudades. —De esas imágenes tengo muchas, lo que ocurre es que no lo puedo enseñar. —¿Por?—Tengo una colección tremenda de esas imágenes. Algunas se han visto, en Bancaja en Valencia, en Málaga en el CAC, donde no eran fotos sino guerreros luchando pintados en acrílico. —¿Es el pudor lo que hace que no muestre ese trabajo?—A mí esas fotos no me dan pudor. —¿Entonces por qué no las enseña?—Porque les producen pudor a los demás [ríe]. A estas alturas, ya me contarás conmigo. Mira: si yo algo he tenido claro desde bien pequeño es mi identidad sexual. Nunca he sido traidor a mi definición. Es de lo más claro que he tenido. Muchas veces me preguntan: «¿Cómo es posible que tengas una creatividad tan personal?», a lo que respondo que es porque nunca me dio miedo ahondar dentro de mí. Yo vengo de una dictadura, y eso tampoco me cohartó. —Ha habido en lo suyo una tendencia a la verticalidad: los totems, la estatuaria pública… ¿Qué le seduce de la misma?—Tiene mucho que ver con cierta espiritualidad. No siempre tiene que ver con algo fálico. Pienso en los obeliscos egipcios, pensados para captar los rayos del sol que les enviaban los dioses… De hecho, ahora que me quedo pensando, también he introducido en las obras muchos elementos femeninos, vaginas. De hecho, una ciudad para mí es una cobija, un útero materno. Y cuando hablo del sexo femenino, generalmente eso me lleva a hablar de maternidad. Te confieso que yo también me he acostado con mujeres. Pero me gusta más lo otro [ríe a carcajadas]. ¡A ver cómo arreglas todo esto que te estoy contando!… Tú te apañarás…—Usted vive en horizontal, sin embargo. De hecho, su casa tiene un subterráneo…—Eso es en el estudio. Apareció un subterráneo allí. Los rascacielos son muy bonitos pero poco prácticos. Para vivir, tanta escalera o tanto ascensor no me gusta. Yo los recomiendo cuando la ciudad ya no da para acoger a más habitantes. Entonces me parecen pragmáticos. Pero yo no viviría en uno de ellos nunca. Autocrítica. El artista revisa las plantas de su jardín. En las otras imágenes, detalles de sus obra y sus materiales M. Ponce—Hablaba de espiritualidad: ¿En qué cree Miquel Navarro?—En el arte. En el arte y en la libertad de expresión, que es fuente de conocimiento y sabiduría. Solo cuando está a su servicio me interesa. También creo en la cultura, que no es lo mismo, es algo mucho más amplio. Me considero un poeta y un lírico, quizás con una veta filosófica, de la imagen. —También le ha seducido el cine. Tiene cinco cortometrajes…—Son muy especiales porque mezclo la obra plástica con guiones, a veces hay actores, pero siempre está la obra presente. Me lo hago yo todo, hasta la cámara. Ahora tengo más ayudas. Pero yo tengo que ‘ver’ la composición. Yo soy el que pone el foco. Con la foto hago lo mismo: las hago yo, aunque me pongan el trípode otros. Y las ilumino yo: me gusta hacerlo de izquierda a derecha. —Fue en su entrada en San Fernando que volvió a hacer referencia a la infancia, y su admiración por Julio González, Beuys y Chirico. ¿Cómo ve ahora su infancia y a estos autores desde esta otra atalaya?—Lo veo todo muy bien. Da la casualidad de que mi estudio más grande, el que se convertirá en un taller visitable, era en el pasado un almacén de una droguería antigua. ¡Eso era una obra en sí misma de Beuys! Y he conservado dos estanterías con todo lo que contenían. La vinculación con González es evidente. Hay esculturas con referencias claras, porque muchas de ellas se inspiran en las vanguardias de principios del siglo XX. Nunca negué mis influencias. Me gusta el Futurismo, Boccioni. La metafísica de Mario Sironi, De Chirico… —¿Contempla ese futuro museo mostrar parte de su colección personal, obra que no firma usted? —Tengo una colección pequeñita: Esteban Vicente, Julio González, Ángel González, Saura… También compañeros: Carmen Calvo, Campano… —Creo que tiene también una dimensión antropológica destacable.—Eso es porque yo vivía en París y allí hice una colección de elementos muy fálicos, la mayoría [vuelve a reír]. Vivía encima de un anticuario, y como no los vendía, me los regalaba. ¿Ves? En París también son pudorosos… Y tengo alguna máscara bonita. No lo he contado nunca, pero también atesoro alguna imagen religiosa. No por beatería. Y no sufro la enfermedad del coleccionismo esa que se identifica con acaparar compulsivamente un objeto, como el que le gustan las ranas y se quiere hacer con todo lo que le recuerde a una rana. Yo guardo obras porque veo en ellas buenas esculturas. —¿Todo esto llegará al museo?—Todo esto está en mi casa, donde tengo otro estudio… Me estoy acordando que en la casa de campo tengo un buen terreno y allí tengo un museo de escultura al aire libre. Es todo obra mía… Y tengo un divino pastor del barroco porque es una pieza maravillosa; también una virgen castellana de vestir por la misma razón. No creo en la doctrina pero si voy a Roma paso a ver la Capilla Sixtina de mi amigo Miguel Ángel, porque yo amo a Miguel Ángel y amo a todos los artistas. —Aunque este tenía peor carácter que usted.—Sí, ese tenía más mala hostia. Y además era tacaño [ríe]. Pero era muy bueno. —¿Se perdió el ámbito científico a un buen farmacéutico?—Más que farmacéutico, lo que a mí me han atraído siempre han sido los laboratorios, la química. Y he conseguido introducirla en la obra con los materiales, los procesos de soldadura, la fundición… También en la cocina, ¡pura alquimia!—Sigue trabajando. Eso es que no piensa en la retirada.—No, yo no. A mí que la muerte me coja trabajando.—Si pudiera hacerlo, ¿cambiaría algo de su trayectoria?—No. No me quejo de lo logrado. No. Otra cosa es que uno no haya conseguido librarse nunca de las doctrinas. Estas son las que marcan los sentimientos de culpabilidad. Me gusta atreverme, saltarme las reglas. Pero siempre hay un residuo psicológico que te llevan a sentirte culpable de cosas de las que no eres responsable. La mente es muy complicada… Navarro, en su casa en Mislata Mikel Ponce—¿Se siente reconocido?—Sí, claro. Pero es que yo me siento reconocido con que una sola persona me diga que le ha gustado el trabajo. Si preguntas si siento el reconocimiento a nivel internacional, te digo que también. Como te confirmo que yo no llevo los perros atados con longanizas, que vivo de mi trabajo. La gente no sabe que es caro producir una escultura. Y no las pagan como deberían pagarlas. —¿Con qué galería trabaja en la actualidad?—Con Fernández-Braso en Madrid. Allí también lo hacía con Marlborough. Pero con ellos fui yo el que se enfadó y se marchó. Mucho antes de que cerraran. Tengo una edad como para saber defenderme un poco. Trabajo también, en Valencia, con Shiras. Y exposiciones no me faltan. Ahora en Zaragoza, en el puente de Zaha Hadid y el Museo Goya . Otra en proyecto, pero no hablo de ella…—¿Es supersticioso? —Un poquito. Pero lo justo.
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