El doctor parecía regocijarse por hallar en un madrileño un mal propio de las gentes de costa. Porque los doctores sienten una felicidad inconfesable en los males de otros si son poco comunes y celebran el hallazgo de fracturas poco vistas u otros caprichos de la enfermedad que les hacen felices, como el que encuentra un billete en un abrigo. «Usted padece de oído de surfista. Por la exposición frecuente al agua muy fría, el hueso alrededor del conducto auditivo crece, de manera que el canal se estrecha y termina por cerrarse. Es una enfermedad infrecuente en el interior». « Soy de San Sebastián », le respondí algo ofendido por la suposición. ¿Por quién me había tomado? Había en mí un orgullo de padecer una enfermedad marina, allí en el quicio de asfalto de la M-30. Pensé que el de costa siempre se ha sentido superior al de secano, un tipo que no conoce de corrientes, de vientos, de peces y que casi no sabe ni nadar. Es cierto que ahora, uno del Bierzo te gana los 500 metros mariposa, pero eso es otro tema. Mi doctor hablaba de plazos de la operación, de umbrales de sordera, entre otros detalles, y yo allí sentado, sonreía pensando en los baños con la tabla en enero, en aquel día en que volcamos el velero en plena nevada frente al Aquarium, y la pesca submarina en primavera con el agua dando calambre en las sienes como una Taser. Y el día en que naufragamos en la Concha y el Optimist parecía la balsa de la Medusa y el baño con el tiburón blanco en Gansbaai en el cabo de Buena Esperanza y la aventura en la costa de los Esqueletos , tan solitaria, en que nos empujaba hacia las rocas un mar como de la UIP. A Madrid va uno a que le dejen en paz y a olvidar el mar y toda su gama de azules, pero en la ciudad se despliegan todas las formas de la nostalgia del agua. En el Retiro sueñan con los mares del Sur los novios, los malos poetas y los exploradores fracasados. Abren piscinas con entrenamiento para travesías en aguas abiertas, olas artificiales, centros de buceo con tanques más profundos que la Fosa de las Marianas , academias de navegación en las que las fiscalistas sueñan con el estrecho de Ormuz y acuarios con números de delfines que parecen de Aranda de Duero . En el verano, cruzan los pasos de cebra hombres en chancletas tan fuera de contexto como Koldo en una sacristía y el mar abierto -‘itsas zabalean’ en euskera, literalmente ‘en lo abierto del mar-, son seis días y cinco noches en un apartamento turístico en el que se admiten mascotas. «El oído de surfista es, probablemente, lo último que me quede del océano además de esta nostalgia marina»Aquí se va secando en un proceso deconstructivo que consiste en olvidar el mar. El oído de surfista es, probablemente, lo último que me quede del océano además de esta nostalgia marina, las tablas de surf en el garaje y los planes que nunca se cumplen. Paloma, la mediana, ya me ha pintado tres dibujos de playas, como diciendo. Estos huesos recrecidos en el oído eran, de alguna manera, mi pata de marfil de Ahab, el pendiente en la oreja después de doblar Hornos y la cicatriz del abordaje en Trafalgar . El oído de surfista otorgaba un prestigio marítimo que ahora pierdo, quirúrgicamente, como tantas cosas. Al cierre de la edición, me habrán puesto una oreja de secano y en adelante escucharé como si fuera de Valladolid.
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