Lavapiés tiene temblores de flamenco , rumor de fiestas calés, y una realidad que demuestra que antes de que los esnobs vendieran el barrio como la epítome de la multiculturalidad, en ese espacio desde la calle de Atocha a las bajuras del Rastro, todo eso, en suma, era tierra dedicada al bendito arte del flamenco. No les sonaba mal una corrala por bulerías, con un viejo guitarrista al fondo y Madrid haciéndose hacía el sur de la Puerta del Sol, al suroeste de Cascorro.Son muchos los nombres: Enrique Morente, Camarón, Antonio Gades, Paco de Lucía. Tantos que se aturrullan en una memoria que hace ver el barrio con otros ojos. Jacobo Rivero es escritor, experto en minorías, y por eso Rivero, que saca libro en enero sobre el asunto, es el mejor cicerone para poner en negro sobre blanco un barrio y su aportación al flamenco; gracias que eran «los arrabales donde se instaló, a finales del XIX, mucha inmigración andaluza y extremeña, con su música». Antes de empezar el viaje a un enclave con sabor de la propia ciudad, pesan las palabras del flamencólogo y biógrafo de Paco de Lucía, Juan José Téllez, sobre Lavapiés: «Una casa cuna para el flamenco de los andaluces». El propio Téllez insiste: «Definitivamente nada nos hace pensar que el flamenco naciera en Madrid, pero Madrid fue eso, su casa cuna. Durante mucho tiempo. Sobre todo en la posguerra, en los sesenta. Aquel tablao de Los Canasteros, de Manolo Caracol, que dice la Leyenda que le pidió a Franco de rodillas que se lo dejara abierto. O Torres Bermejas, donde se dio a conocer Camarón. Lavapiés, en concreto, siempre fue un barrio mestizo. Y ahí el flamenco tuvo su mascarón de proa formidable con El Candela, El Candela sin Miguel, que era el alma, quien hacía que desde sus catacumbas floreciera el mejor flamenco de su tiempo. En eso que los modernos llaman ‘after hours’. Reinaba Enrique Morente por lo común, pero también se dejaban ver Paco de Lucía y sus hermanos. Era el flamenco en estado puro, salvaje, primitivo, sin filtros. Porque ni Miguel lo tenía, ni El Candela tampoco. También tengo que recordar Casa Patas. Era un tiempo en el que el flamenco de Madrid era tan acogedor y tan hostil al mismo tiempo, como acogedor y hostil pueda serlo hoy en muchos casos. Pero siempre vivo, con el sentimiento claro de quien se bebe a sorbos el tiempo, porque para los flamencos el tiempo no existe».Noticia Relacionada Así fue Córdoba 2024 estandar Si Julio Romero de Torres, temporal y eterno Luis Miranda La celebración del 150 aniversario del pintor permite exposiciones en diálogo con otros autores y dejará para la eternidad la adquisición de la obra ‘Rivalidad’ Y El Candela, que abrirá en breve, con el concepto ampliado y de unos inversores de renombre cerró algo después de la pandemia, y enmudeció al barrio. El Candela fue algo así como el templo golfante de lo jondo en Madrid; lejos de la seriedad de los tablaos. Y es que Lavapiés, entonces, fue un Jerez más reconcentrado que la propia ciudad gaditana, pero con igual duende y esa magia donde el coñac de las botellas se disfraza de noviembre para no infundir sospechas. Bodegas Alfaro es sureña, justo al lado del local de Pablo Iglesias, la Taberna Garibaldi, y guarda memoria de los artistas al sol de Madrid, de los flamencos con las gafas oscuras reconociendo sin reconocer las fiestas pasadas en las horas previas. Ese diálogo sin palabras en que el artista pedía algo para entrar en calor; en épocas pretéritas y en épocas yeyés, que la miseria del cante continua. Allí siguen parando flamencos, se ve un disco de Juan Moneo ‘El Torta’ a quince euros. Estampas que dan, en palabras de Rivero, «lo más parecido a un tabanco jerezano que hay en Madrid», insiste Rivero.Rivero, que el mes que viene publica un libro titulado ‘Candela. Memoria social del flamenco’, aporta la perspectiva mientras guía feliz por su barrio: «Lavapiés y El Rastro fueron un aglutinador para las referencias universales del flamenco». Lavapiés es multicultural según el lema movido y promovido hasta la saciedad, pero también un rescoldo de lo jondo, especialmente de la guitarra. Por eso, Rivero, «amante de las músicas de raíz desde que era pequeño», quiere que el objetivo se detenga en la calle del Amor de Dios, 13.Arriba, Rubén finaliza una guitarra en su establecimiento de Amor de Dios, 13; abajo, el escritor Jacobo Rivero en Amor de Dios y Carteles de espectáculos flamencos en las Bodegas Alfaro Tania SieiraEn la guitarrería de Rubén, llamada para los papeles Guitarras Pedro de Miguel, siguen tratando la madera como si de una religiosa se tratara. Y sí, le hicieron un instrumento a Paco de Lucía, que recogió su representante, pero, como ellos mismos alegan, «no hay guitarrista en España al que no le hayamos hecho algo». Las guitarras, las cuerdas, siguen vibrando sin vibrar en esa parte del viejo Madrid.Jacobo, entre las cuestas de Lavapiés, se detiene en ‘Casa Patas’, que fue escuela de muchos y no sólo de cantaores, también de una forma de vida y de ir educando a aficionados en todos los palos. Hoy Casa Patas está vacía con su mural andaluz en los cerrojos despintado de color. Aunque no sólo de idos y memorias sin subrayar se construye el Lavapiés de arte y compás, un flamenco le dijo hace poco a Rivero que «lo bueno de Lavapiés es que está abierto a otras músicas»; que en un bar de Lavapiés de otro género pueden poner una bulería, y en El Candela sonaba algo de jazz: la fusión, o la primera fusión. La nostalgia de algo que trascendía el flamenco y era como la RAE de lo ‘jondo’. Se vuelve al local de Amor de Dios, que, como institución «contracultural», opinan que el flamenco es eso mismo; «contracultural» y por ello tiene más predicamento fuera que en España. El reportero interrumpe un ensayo del bailaor de Alfonso Losa y Vanessa Coloma. Se les ve fibrosos, con la sala de ensayo, de las 15 disponibles, mirando a la calle con sol decembrino. Amor de Dios no es una academia de cante, baile y guitarra flamenca: son las tres cosas a la vez. Su historia es amplia, desde el año 1953 y en diferentes sedes, fruto del encuentro entre Antonio el Bailarín y Juan María de Bourio. Su entidad, como sujeto no subvencionado, es «contracultural».La reapertura de El Candela, un hito en la recuperación de la identidad folclórica el barrioY entre carteles de Pepe Marchena (tan denostado por los puristas) y una fotografía campera de Camarón de la Isla, se está ante una academia que es un relicario donde las mejores compañías ensayan en un ambiente que se retroalimenta de arte. Una casa, dicen desde el lugar, que «acoge a todo el que quiera sentir el arte»: No es difícil pensar en cualquier cantaor anciano, con su pensión mínima, recordando en el local de amor de Dios, sobre el mercado de Antón Martín, días de gloria.La mañana de Lavapiés permite, según Jacobo Rivero, nuestro cicerone y joven patriarca cultural de la zona estudiada, ir por zonas donde el callejero es injusto. Para empezar no hay en la plaza General Vara del Rey monumento alguno que recuerde a Camarón de la Isla. En esa zona, y eso que lo aprobó en 2022 la Junta de Distrito, no hay recuerdo alguno al Camarón madrileño. Porque Lavapiés aparece tan repleto de flamenco que no se ve, pero que sale. Por ejemplo en las ya mentadas Bodegas Alfaro, donde todo transporta al sur, donde solo hay que prestar el oído, de forma descuidada, y contemplar que incluso los aficionados, por mucho que las circunstancias hayan menguado sus lugares de reunión, permanecen.Ramón MontoyaSuena sin sonar la guitarra de Ramón Montoya, de quien Jacobo Rivero pide un homenaje en el número 11 de la calle de la Cabeza, donde vivió y desde donde revolucionó el toque, el flamenco. Que es un arte que pasa por genialidades que entran al acervo común, y que, si no hay placa que lo recuerden, pierden la memoria de su creador. Jacobo Rivero se despide, con una chapa de Camarón en el ojal de la chaqueta. Lo saludan en el barrio, y en los diversos epicentros del flamenco saben de la aparición de su libro que pondrá en negro sobre blanco la realidad de un barrio que jugó un papel fundamental en eso que llaman el nuevo flamenco y que es la mezcolanza, sin perder la cara al canon, de la música más internacional del país.Sigue siendo de día en Lavapiés. Por la esquina de El Candela, entre las calles del Olmo y del Olivar, huele a pintura fresca y hay un movimiento de operarios que susurran cómo se reconstruye para la cultura jonda un barrio de Madrid. El Macondo de Jacobo Rivero.
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