Treinta años quizá no, pero sé que tres meses caben en un parpadeo. Gregorio Ordóñez fue mi primer pensamiento tras la explosión de la bomba con la que ETA intentó asesinarme. Aquel 1995 tuve, en abril, la suerte que no tuvo Goyo el 23 de enero, cuando dispararon contra él a quemarropa y por la espalda. Luego, no hubo que esperar mucho para vivir las jornadas atroces del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. ETA daba continuidad sangrienta a una feroz campaña que antes había prologado Batasuna, teorizando sobre la «socialización del sufrimiento».Recuerdo muy bien el espantoso ritmo al que caían concejales del Partido Popular en el País Vasco y lo poco que tardaban en cubrir su hueco nuevos candidatos al tiro en la nuca o la bomba-lapa. En aquellos días se despertaron muchas vocaciones políticas. Las de quienes se preguntaban: ¿qué mueve a portarse así a esos concejales? El PP estaba dándole la vuelta a una vieja invocación del terrorismo que lo propone como «propaganda por el hecho». Mi partido siempre podrá decir que, cuando se buscó su exterminio, las adhesiones suscitadas superaron, y mucho, las defecciones padecidas. Al miedo lo derrotó el entusiasmo. Durante esos años, inspirados por el ejemplo de Goyo y tantos otros, muchos españoles quisieron acercarse al proyecto que merecía semejante sacrificio. Esas actitudes forman parte de nuestro mejor acervo; integran un patrimonio irrenunciable de nuestra historia. Por eso, la memoria de los militantes populares asesinados por defender la democracia española no cede a ninguna otra. ¿Credenciales democráticas? Esa ejecutoria la tiene el PP rubricada con sangre.Poco antes de que matasen a Gregorio, el PP había ganado las elecciones europeas en San Sebastián. Goyo se había convertido en un obstáculo enorme para los enemigos de la libertad. Ganaba elecciones y llegó a ser un símbolo porque supo encarnar mejor que nadie un puñado de valores de los que ninguna sociedad decente puede prescindir. El primero de ellos, el coraje cívico. Hablar, y hablar claro, cuando casi todos callan. Señalar responsabilidades criminales y complicidades cobardes sabiendo lo caro que puede costarte. Gregorio sabía muy bien que siendo infinito el valor de la libertad, su precio, a veces, es la vida. Honrar su memoria, treinta años después, será emular su insobornable inconformismo, su apego a la sinceridad más exigente. Y eso mueve a plantear preguntas incómodas y a enfrentar la realidad sin velos.ETA ya no mata. Muy cierto, y los primeros en constatarlo fueron todas sus víctimas potenciales. O sea, todos los que en el País Vasco han hecho política no nacionalista ni asimilada. Al respecto, recuerdo lo que respondió Pilar Ruiz Albisu, madre de Joseba Pagazaurtundúa, cuando alguien le dijo: «llevamos tres años y medio sin muertos», conminándole a una menor exigencia moral para afrontar las postrimerías de ETA. Ella respondió: «yo llevo tres años y medio con uno». Su familia, sus amigos, sus compañeros de partido, llevamos recordando a Gregorio treinta años. Su recuerdo no prescribe. Nos emplaza para deducir el significado auténtico de su sacrificio. Porque la muerte de Gregorio, como la de todas las víctimas asesinadas por ETA, tiene un significado político que no podemos desatender. No fueron víctimas de un grupo de vesánicos, sino de una banda terrorista. ETA no mataba por enajenación, sin propósito ulterior; mataba para desmoralizar a la sociedad en su conjunto y provocar el desistimiento y la claudicación del Gobierno de turno . El miedo, el terror, estaba puesto al servicio de un fin muy concreto: doblegar voluntades para imponer una pretensión política nacionalista y totalitaria.Hoy ETA no mata. Son legales la coalición y el partido de los entonces cómplices políticos del terrorismo. Sin dejar de ser quienes eran, sin haber roto con la trayectoria histórica de ETA, ni haber condenado uno solo de los asesinatos de la banda. Nos dicen, sin embargo, que ha sido suficiente mencionar en sus estatutos cómo su «compromiso con las vías exclusivamente políticas y democráticas es firme e inequívoco». Para ser admitidos en el juego democrático, a los herederos de ETA les bastó desvincularse de unos asesinatos hipotéticos: los que pudieran cometerse desde el momento preciso en que hacían la declaración que los legalizaba; es decir, se les abrió la puerta sin haber condenado ninguno de los 853 asesinatos efectivamente perpetrados. Quien esté dispuesto a asumir, como implicación inevitable del final del terrorismo, una impunidad histórica, política y penitenciaria de evidencia cotidiana, que lo explique. A poder ser, sin mentiras, sin sentimentalismos hipócritas; hemos sentido ya demasiada vergüenza. Y quien promueva políticamente la ‘memoria’, que se disponga a recordar los hechos tal como fueron y por su orden. Porque recordar hoy a Gregorio es recordar la estrategia de laminación practicada en el País Vasco para eliminar adversarios incómodos del nacionalismo. ¿Cómo hubiera sido el paisaje político vasco de hoy si Gregorio Ordóñez hubiera sido alcalde de San Sebastián? ¿Si Fernando Buesa, Fernando Múgica y tantos otros –imprescindibles todos– no hubieran sido asesinados? Con anterioridad a la campaña de exterminio que Goyo inauguró, ETA había asesinado al senador socialista Enrique Casas y antes aún a varios cargos de UCD; también de Alianza Popular, que concurrió a las elecciones generales y locales de 1979 como Coalición Democrática, y tuvo que retirar sus listas en Guipúzcoa por las amenazas. En enero de 1982 Gregorio ingresó en esa AP que no tenía representación en el Ayuntamiento de su ciudad. En las elecciones siguientes consiguió 9.581 votos y tres concejales, uno de los cuales era él. Tenía 24 años. A su muerte, el PP había sido el partido más votado en San Sebastián en las elecciones autonómicas celebradas tres meses antes.¿Cómo van a condenar la historia criminal de ETA los mismos que le deben la desaparición de sus adversarios más eficaces y, por tanto, su predominio actual? Recordar a Gregorio es también recordar la motivación política de su asesinato. Que implica lo contrario de una atenuación. Según queda recogido en la Ley 29/2011 de reconocimiento y protección integral de las víctimas del terrorismo, «el significado político de las víctimas del terrorismo compromete al Estado en la defensa de todo aquello que el terrorismo pretende eliminar para imponer su proyecto totalitario y excluyente (…); el uso de la violencia para imponer ideas en democracia envenena definitivamente éstas y convierte, medios y fines, en un todo incompatible con la libertad, el pluralismo y la democracia». El terrorismo de ETA obedeció a una estrategia de limpieza ideológica. Y por eso hacer efectiva la derrota de ETA implica derrotar la estrategia reproducida por quienes el Tribunal Supremo llamó sus «testaferros». Por el contrario, blanquear su pasado para obtener mezquinas contrapartidas partidistas es dilapidar el enorme caudal de dignidad ciudadana que representa la memoria de Gregorio y la de todas las víctimas del terrorismo. Ellas son las víctimas referenciales de la democracia española ; porque murieron por la libertad de todos.Honrar en 2025 la memoria de Goyo será comprometernos, por tanto, con una tarea pendiente: la definitiva deslegitimación de las excusas póstumas de ETA. Comprometernos en el desmontaje de todo el aparato argumental que dio justificación ideológica y amparo retórico a la práctica del terror, y ahora inspira la acción política de sus legatarios. ‘Comprometer’ vale aquí en sus dos acepciones. Porque, si el recuerdo de las víctimas asesinadas por ETA reafirma el compromiso de quienes honramos su memoria, también compromete –pone en un compromiso– a quienes siguen traicionándola.SOBRE EL AUTOR José María Aznar fue presidente del Gobierno y es presidente de la Fundación FAES
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