La última vez que Caroline Darian tuvo un contacto normal con su padre fue el 1 de noviembre de 2020. Era domingo. Ella había publicado una foto de su hijo en Facebook, y él había comentado: «Buena suerte para este comienzo de curso tan especial. Tu abuelo que te quiere». Al día siguiente, su madre, Gisèle Pelicot, llamó a casa para decir que Dominique, su marido, iba a entrar en prisión: «Lo descubrieron filmando bajo las faldas de tres mujeres en un supermercado. Permaneció detenido cuarenta y ocho horas y después lo soltaron. Mientras tanto, la policía inspeccionó su teléfono móvil, varias tarjetas SIM, su videocámara y el ordenador portátil. Los hechos son mucho más graves».Tardarían mucho en descubrir la verdadera magnitud del crimen, que forma parte ya de la historia de Francia. Su padre había drogado a su madre sin su consentimiento durante al menos diez años para violarla y para que otros hombres la violasen. Los invitaba a través de una web de citas, donde presumía de su cóctel químico. No les pedía dinero, solo poder filmarlos. Tras un juicio abierto a petición de la víctima, el juez condenó a Dominique Pelicot a veinte años de prisión, la pena más alta en estos casos. Otros cuarenta y seis hombres fueron declarados culpables de violación, otros dos por intento de violación y dos más por agresión sexual. Durante la investigación policial, también se descubrió que Dominique tenía fotos de su hija en su móvil, aparentemente inconsciente.Caroline Darian lo cuenta todo en ‘Y dejé de llamarte papá’ (Seix Barral), una crónica detallada y en primera persona del caso que sacudió Francia y destrozó su familia. «Lo empecé a escribir tres semanas después de descubrir los hechos. Empecé a escribir lo que yo había vivido en el hospital psiquiátrico, esas cuarenta y ocho horas en las que estuve en un lugar en el que nunca debería haber estado», dice al otro lado de la pantalla.—¿Le ha ayudado escribir este libro? ¿Ha servido de algo ponerle palabras a este dolor?—Sí, por supuesto. Me ha ayudado muchísimo, me ha permitido superar mi pena, la pérdida de mi padre. Porque esto es un duelo. Un duelo obligatorio.—¿Ha consultado el texto con su familia, con sus hermanos, con su madre? ¿Le pusieron algún límite?—No, no. Primero escribí durante dieciséis meses, en tiempo real, y después se me ofreció la posibilidad de publicar. Para ellos fue complicado saber que iba a difundir este relato, que iba a abrir una puerta de nuestra intimidad. Pero todos, tanto mis hermanos como mi madre, han respetado mi decisión, porque entendieron que era una necesidad. Yo necesitaba escribir para salvarme. Era una necesidad urgente. Creo que fue instinto de supervivencia. —Su madre pidió que el juicio fuera público. ¿Cree que fue una buena decisión? —Yo fui la primera que le dije que era importante que este procedimiento no tuviera lugar a puerta cerrada. Porque si se hubiera hecho a puerta cerrada hubiera sido demasiado cómodo para todos los acusados, incluyendo a Dominique. Yo estaba convencida desde el inicio que había que abrir las puertas del tribunal. Pero fue ella quien tomó esta decisión. Y no fue una decisión fácil, porque suponía dar visibilidad a una tragedia familiar que nos ha cambiado la vida a todos. Pero ha sido una decisión muy importante para que la vergüenza cambiara de bando. «Era importante que el juicio fuera público para que la vergüenza cambiara de bando»—¿Cree que el juicio ha cambiado la forma en la que vemos los casos de violencia sexual? —Ya no miramos a los agresores sexuales como monstruos desconocidos. Ha cambiado el imaginario colectivo. Creo que la sociedad ha entendido que los agresores sexuales son el señor de a pie. Puede ser cualquier persona. Y de cualquier estrato socioeconómico. No es algo que esté reservado a un determinado círculo. Por desgracia, encontramos agresores sexuales en todas las clases de la sociedad. Es algo transversal.—Los condenados tenían edades que iban de los veintidós años a los setenta y uno en el momento en que se abrió la investigación. —Esto ha permitido mostrar que un agresor puede ser un buen padre de familia, un buen compañero de trabajo, alguien cercano, alguien próximo en quien confiamos. Y que el peligro también puede venir de dentro. De la esfera privada.—El libro también es una crónica de cómo se maneja la memoria de una vida llena de mentiras. ¿Cómo lidia con el recuerdo de su padre, con sus recuerdos anteriores a 2020?—Evito pensar en mi vida anterior. Los recuerdos de infancia no tienen nada de auténtico, de verdadero. Es como si una parte de mi vida se hubiera ido, como si se hubiera apagado un capítulo de mi vida.—¿No le quedan recuerdos felices de su infancia? —No puedo considerar esos momentos como momentos felices, porque sé que sin duda él siempre ha sido así. —¿Diría que su padre es un monstruo? —No sé si es un monstruo o no, pero es un violador en serie. Y eso es algo muy difícil de aceptar como hija. Además, ¿qué quiere decir ser un monstruo, exactamente? Él mostró un rostro durante muchos que no era la verdad. El verdadero Dominique es alguien que ha coexistido con ese rostro, por debajo. Pero no es un monstruo tal y como representamos a los monstruos en nuestro imaginario colectivo.«Los recuerdos de infancia no tienen nada de auténtico. Es como si se hubiera apagado un capítulo de mi vida»—¿Hablan de Dominique en casa o es un asunto que se evita?—Pienso en Dominique, pero no hablo de él. No quiero otorgarle un espacio que no se merece en mi vida cotidiana. No merece esta atención. —¿Qué piensa del veredicto del juicio? ¿Está conforme? —Creo que la condena que se le ha impuesto a Dominique es justa. En cuanto a los otros cincuenta, la verdad es que me sorprendió bastante, porque las penas no han sido muy severas. Las condenas en general están bastante por debajo de lo que había pedido la fiscalía. —El libro también denuncia la falta de medios para las denunciantes y para las víctimas. La falta de ayuda psicológica, por ejemplo. ¿Qué es lo que está fallando? ¿Qué es lo que falta?—Bueno, para empezar una atención desde el momento que sales por la puerta de la comisaría. No hay ninguna atención, para nada. Cuando se vive un trauma de estas características, encontrarse en un hospital psiquiátrico porque nadie se ha ocupado de ti a la salida de una comisaría, tras una noticia de estas características, es algo bastante dramático. Dejan a las víctimas a su suerte. Y les corresponde a las víctimas buscarse un abogado, una terapeuta y además tener la energía necesaria para iniciar un procedimiento judicial. Hace falta un acompañamiento. —Afirma que los médicos no tienen formación para reconocer a una víctima de sumisión química. ¿Cree que hoy hay más víctimas como Gisèlle Pellicot en Francia que aún no lo saben? —No es que lo crea, es que lo sé. Es algo muy extendido. No tenemos centenares, sino miles de víctimas afectadas por esta plaga. Lo sabemos, hay estadísticas. Esto afecta a mujeres y también afecta a niños, en caso de incestos. Y también afecta a algunos hombres, sobre todo en la comunidad gay. El tema de la sumisión química está muy extendido. Es la herramienta de preferencia para los agresores sexuales, porque no deja marca, y las víctimas incluso pueden ni siquiera ser conscientes.—¿Sigue recibiendo ayuda psicológica? —Por supuesto. Se me está haciendo un seguimiento psicológico. Es indispensable. Forma parte del proceso de terapia, de la reconstrucción, de la reparación. Este es un camino largo.—En el libro cuenta que se llegó a enfadar con su madre mientras estaba la investigación en curso porque ella no creía que usted fuera una víctima de su padre. «Por culpa de mi padre, ahora estoy perdiendo a mi madre», escribe. ¿Cómo es su relación ahora?—Tenemos una relación respetuosa, pero avanzamos por caminos diferentes. No podemos tener todavía hoy la misma perspectiva respecto a lo que hemos vivido. Yo continúo mi compromiso con la causa, intento avanzar, y mi madre también avanza por su lado (…) Yo sé que soy víctima de sumisión química y que él me dejó inconsciente. Estoy segura. Lo único que tengo es mi convencimiento. Desgraciadamente no tengo pruebas. Pero todo lo que hemos visto deja lugar a poca duda. «Mi madre y yo no tenemos la misma perspectiva respecto a lo que hemos vivido. Yo sé que soy víctima de sumisión química y que él me dejó inconsciente» —¿Cree que su padre ha cometido más delitos que aún no conocemos?—Por supuesto. Es evidente. No creo en absoluto que Dominique Pellicot empezara su andadura criminal en el año 2011. No es posible. —El libro reproduce dos cartas que él consiguió enviar de forma ilegal. ¿Ha vuelto a enviarles cartas?—No, las últimas cartas fueron de hace dos años. Y desde el final del juicio no ha enviado más. Yo creo que ha entendido que no tenía ningún sentido plantearse la más mínima correspondencia. —Nunca pensó en responder, ¿no?—No, y de hecho no podemos responder. Cuando eres parte civil en un procedimiento judicial no puedes ponerte en contacto con el agresor. Por otro lado, no tenía ni tengo ninguna intención ni ganas de ponerme en contacto con él.—Después del caso, ¿ha habido algún cambio político en Francia relacionado con la sumisión química o con la violencia intrafamiliar? —El Gobierno está trabajando en la idea de integrar el consentimiento en la ley. Creo que esto también está vinculado con el caso Pelicot. Y la sumisión química es algo de lo que se habla mucho más. Los poderes públicos tienen más conocimiento sobre el tema. Y la sociedad se interesa mucho más por este tema, mucho más que antaño.—¿Sigue escribiendo, Caroline? —Sí. Estoy escribiendo lo que he vivido durante estos cuatro meses de juicio. Es importante para mí dejar una huella de lo sucedido. Y es importante también reapropiarme de nuestra historia, que ha sido tan observada, desmenuzada y analizada durante estos cuatro meses. —¿Cómo se ha sentido representada en el relato periodístico y mediático?—No sé si los medios realmente han entendido hasta qué punto ha sido difícil para mí no haber sido reconocida como víctima de sumisión química y de abusos por parte de mi padre. «No sé si los medios realmente han entendido hasta qué punto ha sido difícil para mí no haber sido reconocida como víctima de sumisión química»—Al final del libro cuenta que otros testimonios, como ‘El consentimiento’, de Vanessa Springora, y ‘La familia grande’, de Camille Kushner, han servido para desculpabilizar la palabra de las mujeres que han sido víctimas de agresiones. ¿Cree que está habiendo un cambio cultural en este sentido? —Creo que hoy se escucha a las víctimas que tienen la valentía de compartir su trauma y la explosión de sus vidas. Se las escucha mucho más. Y eso ayuda a desculpabilizar a las víctimas, que se sienten mucho más legitimadas a hablar que hace diez o incluso cinco o seis años. Esta es la fuerza de la literatura, también, el poder desplazar la carga mental y la vergüenza. Es una manera de intentar recuperar un cierto grado de nobleza cuando tú no eres responsable de lo que te ha tocado vivir.—Durante este tiempo, ¿ha estado en contacto con otras víctimas? —He recibido muchos testimonios de víctimas después de la publicación de mi libro. El libro ha permitido levantar el velo sobre un hecho respecto al cual la gente no conseguía poner palabras. —Le cito: «Mi vida gira en torno a mi marido, mi hijo, mi trabajo, mis actividades, mis padres, mis hermanos y mis amigos. Todo es absolutamente banal. Pero nadie mide el precio de lo banal hasta que lo pierde». ¿Ha recuperado esas preocupaciones banales? —[Deja un silencio para pensar] Ahora que ha acabado el juicio yo creo que sí: estoy en la vía de la banalidad. Porque durante cuatro años esta banalidad quedó en suspenso totalmente. Pero ahora el juicio ha terminado, Dominique ya ha sido condenado –veremos si finalmente cumple la totalidad de su pena o no– y, en cierto modo, poco a poco voy recuperando una vida normal.—¿Ha cambiado su vida cotidiana toda la exposición pública que ha habido con el juicio? —No, no, intento que no. Intento vivir de la manera más simple y más sencilla posible. Por mí, por mi hijo y por mi marido.
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