El relato de Jaime Bayly: Renuncio a ser tu padre

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Cuando era un adolescente, mi sueño era alejarme de mi padre. No me interesaba salir con chicas, ni bailar en las fiestas de moda, ni vestirme como un dandi con ropa importada. Yo solo quería estar lejos de mi padre. Por eso robaba dinero a mi padre y joyas a mi madre y me escapaba a vivir en hoteles en el centro de la ciudad, a pesar de que era menor de edad. Por eso terminé viviendo en casa de mis abuelos. Primero en casa de mis abuelos paternos, donde me soportaron apenas un mes y luego me echaron. Luego, por fin felizmente, en casa de mis abuelos maternos, donde me quedé varios años.Yo todavía estaba en el colegio, en tercero de secundaria. Mi abuelo materno me enseñó a fumar, a tomar whiskey, a manejar su auto. Me enseñó a odiar a los curas y los militares. Me enseñó a ir al cine para ver películas de adultos donde salían mujeres desnudas. Me enseñó a ver el culo de las mujeres, relamiéndose. Me enseñó a odiar sin culpa a los enemigos. Me enseñó que el rencor era una forma de resistencia.Mi abuelo me salvó de mi padre. Mi abuelo fue mi padre, el padre que yo elegí. Mi padre renunció a ser mi padre, desertó de ser mi padre, se hartó de ser mi padre. Mi padre no me quería, no podía quererme, porque yo no era como él, no podía ser como él, no quería ser como él. Mi padre me parecía el tipo más odioso del mundo: tonto, ignorante, acomplejado, espeso, prepotente, despótico. Adulaba a los más fuertes y se cebaba en los más débiles. Era insoportable. Era incapaz de burlarse de sí mismo, reírse de sus vicios y debilidades.Cuando empecé a escribir en un periódico, mi padre, lejos de enorgullecerse, era mezquino conmigo en las contadas ocasiones que nos veíamos, muy a mi pesar. No le gustaban mis reportajes, ni mis columnas de opinión, ni mi foto con mirada de intelectual precoz, acompañando esas columnas. Le daba vergüenza que yo escribiera en el periódico. Me exigía que firmara con mi apellido materno para que no me confundieran con él. Le parecía un deshonor que yo llevara su nombre y que ese nombre saliera impreso en el periódico, pero no aludiendo a él, sino a mí, un quinceañero imberbe.Mi abuelo materno, sin embargo, no se perdía mis artículos en el periódico. Los leía con una lupa grande, los recortaba, los subrayaba y me daba sus opiniones sobre ellos. Estaba orgulloso de mí. Quería recuperar la hacienda que le habían confiscado los militares con la bendición de los curas. Me pedía que lo ayudara a recuperar su hacienda, desde mi columna en el periódico. Pero el presidente del país no tenía los pantalones bien puestos y al director del periódico ese cargo le quedaba grande.La vida misma se vengó de mi padre, de las palizas que me dio, los insultos que me enrostró, las humillaciones a las que me sometió en presencia de sus mejores amigos, todos riéndose de mí porque yo no podía ser tan macho como ellos, tan borracho y pistolero como ellos. De pronto yo empecé a salir en la televisión, hablando de política, entrevistando a los políticos. Y entonces mi padre, que ya sufría cuando yo escribía en el periódico, ahora tenía que soportar de mala gana que yo, su hijo mayor, su hijo delicado, su hijo intelectual, su hijo que no quería matar animales, fuese una presencia constante, llamativa y al parecer exitosa en el canal de televisión más importante del país. De pronto, yo era el famoso, y estaba en boca de todos, y ganaba un buen dinero. De pronto, con dieciocho años, ya era mayor de edad y no necesitaba a mi padre en modo alguno. Y él tenía que tragarse el sapo crudo de mi fama. Y la gente le preguntaba si él, que llevaba mi nombre, era mi padre. Y él, que me detestaba, no podía negarlo. La vida lo castigó haciéndome famoso. La vida lo rebajó a ser el padre del famoso de la televisión. La vida le arrebató el poder del cual había abusado y me lo dio a mí.Y entonces yo usé ese poder para vengarme de mi padre. Por lo pronto, ya casi no lo veía, y eso era un alivio. Luego dejé de vivir en casa de mis abuelos, y ahora creo que fue un error, que debí acompañar a mi abuelo hasta su muerte. Pero ganaba mucho dinero, o un dinero que entonces me parecía mucho dinero, y me fui a vivir solo, y empecé a viajar, y me hice más famoso, y me permití el lujo de vivir en los mejores hoteles. Me propuse entonces vengarme del hombre que me había pegado, me había insultado, me había humillado. La venganza consistía en tener éxito en la televisión, un éxito escandaloso, desmesurado, internacional. Y luego en convertirme exactamente en el hombre que yo quería ser, es decir en el hombre que mi padre jamás hubiera querido que yo fuese. Me propuse entonces ser su contrario, su contradicción, su opositor, su némesis, su bestia negra. Y comprendí que la venganza tenía que ser literaria, porque yo solo servía, si acaso, para escribir y para hablar en televisión.Mi padre envejeció y, en apariencia, perdió poder sobre mí. Sin embargo, cuando nos veíamos a la muerte de un obispo, me decía cosas mezquinas, hirientes, de mala leche, dejándome malherido. No le gustaba nada de lo que yo hacía en televisión. Todo lo que yo hacía le parecía torpe, pueril, ridículo, chapucero. No se cortaba en decirme que yo era la vergüenza de la familia, el inútil de la familia, el payaso de la familia. Yo no me atrevía a responder sus vilezas. Le tenía miedo físico. Tenía miedo a que me diera otra paliza. Encajaba los golpes, me revolvía de rabia y preparaba la venganza, que habría de ser literaria. Mi abuelo, en cambio, no se perdía mis programas. Le encantaban. Estaba orgulloso de mí. Quería que yo fuese político, y luego presidente, y que yo mismo le devolviese la hacienda que le robaron los militares.Cuando tuve suficiente dinero para vivir varios años de mis ahorros, renuncié a la televisión, me fui del país, me instalé en una ciudad lejana y me dispuse a acometer, lenta y minuciosamente, la venganza. Yo sería por fin quien siempre había soñado ser: un escritor, un escritor que escribía de las cosas que le salían de las vísceras y los cojones, un escritor malherido, pero todavía vivo y de pie, un escritor sin miedo a su padre, sin miedo a nadie. Yo sería por fin un hombre libre, un hombre liberado de los dogmas religiosos y los prejuicios morales, un hombre capaz de perseguir lealmente sus deseos, un hombre valiente para amar como se ama de veras.Entonces escribí la novela sobre mi padre y sobre mi madre y sobre la religión y sobre mí. Escribí la novela sobre el padre matón, borracho, pistolero, abusivo, y sobre la madre beata, sumisa, sollozante, desdichada, y sobre el hijo que odia a su padre y ama a su madre, el hijo atribulado que tiene que irse a la guerra con ellos, una guerra desalmada, sin cuartel, de la que nadie saldrá ileso ni victorioso, una guerra que le permitirá al hijo volver a nacer, redimirse de sus peores derrotas, mudar de piel, reinventarse y transfigurarse en un escritor que no cree en los militares ni en los curas, en las armas ni en los crucifijos, sino en la belleza eterna del arte que no habrá de corromperse.Así como había odiado mis artículos en el periódico y mis programas de televisión, mi padre aborreció también mi primera novela y todas las que escribí después. No dudó en decirme, siempre fumando, siempre borracho, siempre listo para humillarme, que mis libros le parecían una asquerosidad, una basura. De nuevo, estaba avergonzado de ser mi padre, quería renunciar a ser mi padre. Pero ya era tarde, ya no podía. Porque yo había usurpado su nombre, capturado su nombre, convertido su nombre en mi marca registrada, mi negocio itinerante. Y entonces yo no era más el hijo de Jaime Bayly, sino que él se había reducido a los escombros de ser el padre de Jaime Bayly.Por eso, cuando mi padre murió, sentí un alivio profundo, como si de pronto pudiera respirar sin miedo. No derramé una lágrima en sus funerales. Por fin, mi padre se había liberado de mí, del hijo que tanto deploraba, y yo me había liberado de él, del padre que me daba terror.

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