Los náufragos de Barajas: viviendo en el aeropuerto

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Los náufragos de Barajas: viviendo en el aeropuerto

El sociólogo francés Marc Augé fijó el concepto urbano del no-lugar. Se refería a espacios de las ciudades en los que confluyen distintas personas, sitios de tránsito en los que, más que vivir, se pasa, se consume. No se modifican, nadie deja rastro de su identidad, sus recuerdos, ni los modifica de ninguna manera: estaciones, centros comerciales, aeropuertos … La gente pasa sin formar comunidad más que de manera casual e instantánea. Pero Augé no conoció a Christian Velez, francés de París, 69 años , 19 de ellos viviendo en aeropuertos .Noticia Relacionada Extranjeros, principales víctimas estandar Si A la caza de taxis pirata en Barajas: «Piden 50 euros por coger un Uber» Amina Ould Una decena de personas captan viajeros en el aeropuerto para pedirles un VTC o llevarles en sus propios cochesBigote blanco alicaído, rostro sonrosado, ojos azules, barba de dos días, el surco nasogeniano le confiere un aire determinado, casi tozudo y el pelo blanco y largo le confiere un aire de rebelde galo. Es Astérix envejecido y quizás derrotado por el tiempo y lo que los quinquis siempre llamaron ‘la puta vida’, ese conjunto de factores, historias, reveses profesionales, malas costumbres y otras gracietas del destino que a veces varan a los hombres en vías muertas como esta en la que nos encontramos. Velez, bronco y duro como un jabalí cano, no parece de esos tipos con los que conviene jugarse los cuartos, pero de pronto se desvela como un hombre humorado y amable dispuesto a contar su increíble historia, una de las que han llevado a 300 personas a vivir en el aeropuerto más grande del país.Sobre la mesa de la cafetería de la Terminal 1-Aeropuerto Adolfo Suárez Barajas , una lata de medio litro de cerveza caliente y sin abrir, la funda de las gafas y media docena de filtros de cigarros. Christian mira la pantalla del teléfono y hace memoria del paso del tiempo. Todo empezó el día en que, después de divorciarse. su hermana lo echó de casa de sus padres por no tener trabajo. «Me fui al aeropuerto porque me gustaban los aviones». Y se quedó, primero en Montpellier, después Niza, Burdeos, Toulouse y Madrid, los últimos seis años, hasta hoy. Los primeros, los pasó en la T1, después se movió a la T4 cuando, un tiempo después, se enteró de que se podía llegar hasta allí. «Esto supuso un cambio». —¿Cómo es su día?—Nada de particular. Me lavo en el baño, desayuno y me busco la vida. Pido en la hamburguesería, pero cada vez es más difícil, porque desde la pandemia, la gente no lleva suelto. A veces paro en esta cafetería o en una pastelería de la T2 en la que dejan cargar los teléfonos. La dirección del aeropuerto nos ha tapado los enchufes para que no los usemos. Así paso un día tras otro, pero a veces me voy a dar un paseo a la T4 para cambiar de aires y no volverme loco.«Pido para comer, pero desde la pandemia la gente no lleva suelto. A veces doy un paseo a la T4 para cambiar de aires y no volverme loco»Lo rodean cuatro carros llenos como una empalizada de maletas. Muy pocas cosas son suyas y la mayoría pertenecen a otros que se han ido a hacer algo o a la ciudad y le dejan sus pertenencias. «Que hagan esto, me cabrea bastante», comenta. Los sin nada, robadosLa semana pasada le robaron la ropa y ahora anda con lo puesto. «Fue un mexicano al que ayudé. Si lo vuelvo a ver, le arranco las manos. Lo peor de vivir aquí son los robos». El móvil funciona como el cordón umbilical con algo, no se sabe muy bien el qué, pues Christian solamente se escribe con un amigo al que «hace mucho» que no ve.Desde el teléfono escribió el mensaje más importante de su vida. Desde los 20 años y durante otros 18 su hija no supo nada de él. Un día, se armó de valor para felicitarle el cumpleaños y ella le preguntó que por qué no le había dicho nada. «Porque me daba vergüenza», acepta. Un día se volvieron a ver. Quedaron en el aeropuerto y ella apareció con sus dos nietas. En el salón del abuelo se dan mensajes de megafonía, pilotos que parecen japoneses tiran de sus tróleys.Desde allí, se puede ir a cualquier parte y a ninguna. De vez en cuando, van a visitarle en ese universo que tampoco cabe en las teorías de Augé y uno se imagina la T1 como el improbable escenario familiar de los recuerdos de dos niñas del futuro. «Mi hija es magnífica. Yo la respeto a ella y ella a mí. Ver a esas niñas es lo mejor que me pasa. Lo que me mantiene vivo».300 sin hogar bajo el techo del aeródromo Paz no quiere revelar su nombre porque nadie sabe dónde está. Unas 300 personas sin un hogar, como el rumano Florie, de 56 años, viven bajo este techo de la capital TANIA SIEIRALa relación con el exterior es compleja. De los 300 habitantes invisibles de Barajas, muy pocos tienen relación con su familia o al menos no sabe dónde viven. «A mi hija le digo que vivo en una casa de 5.000 metros cuadrados porque es verdad. Siempre quiere visitarme, pero le digo que estamos en obras». La señora Paz –su nombre ficticio–, de 65 años, vive hace un año en la T4, la zona que llaman ‘La Jungla’. Durante el día va a Madrid, come en la Iglesia de San Antón con el padre Ángel, busca una casa y la casa no llega.Pronto se apagarán las pantallas y entonces podrán echarse a dormir porque aquí el anochecer y el amanecer lo marcan las luces de los mostradores de facturación. «Aquí estamos bien. Hace calor, la comisaría está a 20 metros y no nos puede pasar nada». A veces, de noche los despierta la policía para pedirles la documentación y controlar quién está ahí y quién no. AENA se limita a aclarar que trabajan con Samur Social para ofrecer soluciones habitacionales a personas en evidente situación vulnerable y con la Policía si hay problemas de orden público. Sobre si pueden pernoctar o no en ese espacio público, se remiten a que las normas de uso del aeropuerto no incluyen habitar en él, pero ahí están.Alfredo, un venezolano de 25 años, viene de trabajar como pladurista, pero duerme en aquella esquina. Apesta a marihuana. No todo resulta tan apacible. Un poco más allá, un hombre rebusca en la basura. Otros buscan a los pasajeros que fuman en la puerta y les cuentan rocambolescas historias de aviones perdidos, billetes de autobús y otros apuros que se solucionarían con unos cuantos euros y que nunca son verdad. Al fondo del pasillo, dos consumen drogas y escupen a los cámaras, violentos y fuera de sí. Algunos pegan palos, sobre todo entre ellos, estafan, trafican… Otros sobreviven dentro de la ley y la más civilizada cortesía. Uno de ellos, mudo, se sienta junto a la farmacia. Otro le entrega una manzana y el primero le responde con una sonrisa que le da un aire a Leonardo di Caprio.Amor en el bañoDel relato de Florie , un rumano de 56 años que ayuda a cargar maletas a cambio de propina, solo consigo poner en pie que lleva allí cinco años, que tuvo dos madres y las dos se murieron, que su padre era francés, que antes traficaba, que los de seguridad «esos demonios» le han roto el patinete eléctrico. La mujerona rubia que se apoya en su hombro murmurando letanías sin sentido, vestida con medias hechas jirones en los muslos, y cubierta con una capucha de boxeador es su novia y, cuando aprieta el deseo contra pronóstico, se encierran en el baño para hacer el amor.A su lado, un hombre, ajeno a nuestra conversación, confiesa que es un pasajero, que tiene un vuelo que tomar, pero no se dice cuál es y no me atrevo a preguntárselo. La gente se sorprende de que en Barajas vivan 300 personas porque cuando los ven piensan que son viajeros comunes. Las ropas desastradas, los ojos inyectados en sangre, la falta de higiene… no hay mucha diferencia entre un tipo que ha perdido dos vuelos desde Bangkok y un náufrago de la T4 . Aquella mujer, extranjera, 60 años, zapatillas de trekking, vaqueros y mochila colegial, parece despertar de la siesta a medias entre los mundos.—¿Sabe dónde se pone la gente que vive en el aeropuerto?—Estamos por todas partes.

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