En 1992, Giuseppe Ayala (Sicilia, 1945) tenía cuarenta y siete años y dos buenos amigos con los que había soñado un país mejor: Giovanni Falcone y Paolo Borsellino. El primero murió en mayo, de camino al aeropuerto de Palermo, víctima de una bomba de quinientos kilos de trilita que se llevó por delante su vida, la de su mujer y la de sus escoltas. La explosión fue tan fuerte que se registró en los monitores sísmicos de la isla. Cuentan que Totó Riina dio una fiesta esa misma noche y celebró su muerte con champán. Dos meses después, un Fiat 126 cargado con ciento diez kilos de trinitrotolueno borró del mapa al segundo. De él solo quedó un torso quemado. «Fui el primero en verlo en ese estado. Seré el último en olvidarlo», asegura Ayala en ‘Quien tiene miedo muere a diario’ (Gatopardo), su libro de memorias de su época de fiscal que acaba de traducirse al español.Ayala es uno de los pocos supervivientes que quedan del ‘pool antimafia’ que cambió la historia de la lucha contra el crimen organizado en Italia. Fue el fiscal jefe en el primer maxiproceso contra los capos de la Cosa Nostra, en un juicio que se extendió en febrero de 1986 y diciembre de 1987 y que acabó con trescientos sesenta mafiosos en prisión, diecinueve de ellos con cadena perpetua. No fue gratis. Y ellos, siempre escoltados, con vidas mutiladas por la seguridad, lo sabían. Fue Borsellino quien resumió el espíritu de aquellos días: «Es bonito morir por aquello en lo que crees; quien tiene miedo muere a diario, quien no tiene miedo muere solo una vez». «Yo sentí miedo hace años, pero nunca dejé que me condicionara. Seguí cumpliendo con mi deber, sin dudas ni vacilaciones. Hoy es un recuerdo lejano. Creo que lo he relegado al archivo de mi memoria», cuenta Ayala en esta entrevista, realizada entre correos electrónicos y notas de voz. —Después de tantos años, ¿ha aprendido algo sobre el miedo?—Es un recuerdo lejano, pero también imborrable. Tan imborrable como el trauma que me causó. No niego que, de vez en cuando, lo revivo.—Al comienzo del libro, escribe: «Tropecé con el torso quemado de un hombre. Era lo que quedaba de Paolo Borsellino. Fui el primero en verlo en ese estado. Seré el último en olvidarlo». Apenas le dedica un par de párrafos a los asesinatos de Falcone y Borsellino, como huyendo del morbo. —No fue en absoluto una elección estilística. Fue dictada exclusivamente por mis sentimientos. (…) En el archivo de mi memoria no he encontrado lugar para aquellos momentos dramáticos.—La edición italiana de ‘Quien tiene miedo muere a diario’ es de 2008. ¿Recuerda qué fue lo que le empujó a escribir?—Escribí el libro motivado por las solicitudes que me llegaban de muchas personas, algunas de ellas muy influyentes, como Francesco Cossiga, el expresidente de la República. Él defendía que era mi deber contar esa historia desde dentro, desde la perspectiva de quien la había vivido en primera persona. Así que decidí revivir muchos momentos inolvidables de mi vida, también para rendir un homenaje y ensalzar el mérito de quienes, lamentablemente, la habían perdido.—¿Fue una escritura catártica o terapéutica?—Sin duda, tuvo una función terapéutica frente a los dos dramas que viví. Frente a la profunda huella que me dejaron en el corazón y en la mente.—Durante años, escribe, en Italia ni siquiera se pronunciaba la palabra mafia. «Nadie quería admitir lo que se escondía detrás de esas letras. Lo mismo ocurría con otra palabra de seis letras, cáncer». ¿Cómo fue disipándose ese temor? —Cambió gracias a los grandes logros judiciales obtenidos por el trabajo del ‘pool antimafia’. Ese oscuro y misterioso mundo criminal fue iluminado por los reflectores de la magistratura, y quedó expuesto ante la opinión pública. En otras palabras: ya nadie podía fingir que no existía. Las masacres de 1992 conmocionaron a amplios sectores de la sociedad italiana y transmitieron la necesidad de mantener la lucha institucional contra la organización mafiosa. Una imagen del atentado en el que murió Giovanni Falcone—En una entrevista de 1987, hablando de cómo había cambiado Italia después del maxiproceso, parafraseaba ‘El Gatopardo’: «En cierto sentido, en Sicilia todo cambia para que nada cambie». ¿Sigue siendo cierto, de algún modo?—Debemos entender la famosa cita de ‘El Gatopardo’ en su contexto histórico. Ha sido cierta durante mucho tiempo, pero me gusta pensar que hoy es menos válida. Algo se está moviendo en la dirección correcta, aunque aún queda mucho por hacer para que se produzca un cambio verdadero y profundo.—La guerra contra la mafia, ¿es una guerra eterna?—Giovanni Falcone afirmó en una entrevista que la mafia, por más dañina que sea, es siempre un fenómeno humano y, como tal, está destinada a tener un final. Estoy de acuerdo con él, aunque no me parece que ese día esté a la vuelta de la esquina. Pero llegará, no cabe duda de que llegará.—¿Cómo ve hoy esa lucha?—Quienes han tomado el relevo han mantenido el compromiso de la lucha. Sin embargo, el compromiso debería ser más amplio e involucrar a otras instituciones. Veremos qué sucede. Lo que sí puedo afirmar es que, en mi opinión, aunque la mafia no ha sido derrotada, tampoco goza de buena salud. Algo es algo.—De Borsellino cuenta que «siempre tenía una broma a punto». En aquellos años difíciles, ¿el humor era una forma de aliviar la gravedad de la situación? —La ironía era una compañera de viaje que nos ayudaba a desdramatizar las cosas, incluso en los momentos más complicados. Borsellino era un maestro de la ironía, como Falcone, y los demás también poníamos nuestro granito de arena… Recuerdo que cuando hice la requisitoria en el maxiproceso, mi alegato duró ocho días, durante los cuales vivía en el aula búnker. Comía y dormía allí, así que no vi a Falcone ni a Borsellino en ningún momento. Ellos eran jueces instructores, por lo que no podían entrar en la sala a escuchar al fiscal, aunque estaban informados sobre cómo estaba yendo mi requisitoria. Cuando terminé, esa noche Giovanni [Falcone] me invitó a cenar a su casa. Me hizo grandes elogios, algo raro en él, lo que naturalmente me llenó de alegría. Se dio cuenta de que me sorprendía ese exceso de generosidad en su juicio y entonces volvió en sí mismo y me dijo: «Mira, Giuseppe, eres un gran orador, es más, eres ‘The Voice’, como Frank Sinatra. Pero no olvides que la canción la escribimos nosotros. Tú la cantaste bien, pero nosotros la escribimos». —¿Y qué recuerda de Borsellino?—Borsellino bromeaba mucho sobre su ideología política (era un hombre de derechas). Siempre saludaba con un «camaradas, bienvenidos». Y en las elecciones de 1992, cuando fui elegido [diputado Partido Republicano Italiano], fui a su casa para darle las gracias por el apoyo que me había brindado. En cuanto me vio entrar adoptó una actitud un tanto pensativa y le pregunté: «Paolo, ¿qué te pasa?». «No me siento muy bien, no tengo dolores, pero siento malestar desde la mañana del domingo». «¿Pero por qué? ¿Qué ha pasado?». «Fui a votar. Yo siempre he marcado la cruz sobre el símbolo del Movimiento Social Italiano, pero un instante antes de votar me dije: ‘¿Y si a Ayala para ser elegido le faltara solo un voto?’ Así que te voté… pero todavía no me he recuperado».«Mi alegato en el maxiproceso duró ocho días, durante los cuales vivía en el aula búnker. Comía y dormía allí»—Durante años, dejó la magistratura para dedicarse a la política. ¿Fue una buena elección? En 2006 volvió a ponerse la toga…—Estuve en el Parlamento durante cuatro legislaturas. Es una experiencia de la que no reniego en absoluto. Fue muy interesante y, sin duda, me enriqueció. Pero en última instancia decidí concluir mi vida laboral volviendo a vestir mi querida toga.—Usted, que ha entregado su vida al Estado, ¿cómo ve el descrédito de las instituciones que atraviesa Europa y Occidente? —Seré breve. Hoy en día se ven muy pocos hombres de Estado, y la crisis objetiva de muchas instituciones no hace sino confirmarlo.—Es uno de los pocos miembros que queda del ‘pool antimafia’. ¿Tiene miedo de que esa memoria pueda perderse?—No soy el único superviviente. Además, la memoria de lo sucedido es, sin duda, indeleble. Pero es necesario difundirla, sobre todo entre las generaciones jóvenes, para que crezcan en el respeto por la legalidad. Esta es la tarea de muchas organizaciones, entre ellas la Fundación Falcone, de la cual soy vicepresidente.—¿Cómo ha vivido el fenómeno cultural de las historias de mafia, la transformación de la mafia en un icono pop? —Las exigencias del espectáculo son a veces cínicas e implacables. A mi juicio, entre ellas se cuenta la propensión a ver la mafia como un icono pop.—¿Faltan historias del otro lado?—No faltan, pero tal vez necesitamos más. Quizás las exigencias mencionadas antes no ayudan.—Su primer trabajo fue como abogado penalista con Girolamo Bellavista, conocido por defender a varios jefes mafiosos. ¿Cómo ve hoy aquel periodo de su vida?—Me sirvió para entender de qué lado quería estar. Fue decisivo un proceso en el que el profesor Bellavista hizo que me nombraran defensor de un mafioso. Al terminar aquel juicio, presenté mi solicitud para acceder a la Magistratura. Nunca me he arrepentido de esa elección.—¿Cómo fue aquel juicio?—Se llevaba a cabo ante la Corte de Assise de Agrigento, y era uno de los pocos juicios por mafia de la época, con numerosos imputados. Yo defendía a uno de ellos. No era un mafioso de altísimo rango, pero pertenecía a ese mundo. Después de la audiencias de la mañana, por la tarde tenía que volver a la cárcel para reunirme con él para comentar lo sucedido y preparar la defensa para la siguiente sesión. Esas reuniones en la cárcel me incomodaban profundamente. Me pesaban. El contacto directo con aquellos personajes, cuya verdadera naturaleza criminal quedaba en evidencia en los expedientes judiciales, me llevó a tomar una dirección opuesta. Quería colocarme en el lado correcto, que para mí solo podía significar una cosa: vestir la toga de magistrado.—Eso le llevó a vivir bajo protección policial las veinticuatro horas del día. En aquellos años perdió mucha libertad. ¿La ha recuperado?—Estuve así veinte años… Mi día a día transcurría entre la casa, la oficina y el coche blindado. Pero hice todo lo posible para que me quitaran la escolta, porque, gracias a Dios, me había dado cuenta de que ya estaba fuera de peligro. Ya no podía más. Logré que me la quitaran y volví a ser un hombre libre. «Las exigencias del espectáculo son a veces cínicas e implacables. A mi juicio, entre ellas se cuenta la propensión a ver la mafia como un icono pop»—¿Qué placeres le devolvieron la libertad?—Descubrí lo que realmente significaba la libertad una mañana, después de casi veinte años, cuando salí de casa y ya no estaba ese despliegue de hombres armados y coches blindados. Estaba solo, en medio de la plaza donde vivía en Roma, y no sabía a dónde ir, porque todavía era temprano para la sesión en el Senado. Tenía media hora libre y no sabía qué hacer, porque ya no estaba acostumbrado. Así que entré en un supermercado: mi primer contacto con la vida normal fue, justamente, en un supermercado. Al día siguiente me fui a comprar una motocicleta preciosa, con la que volví a disfrutar de paseos y escapadas. Y luego, la posibilidad de salir con mis hijos, a quienes durante años solo veía en casa, la posibilidad de ir al cine con ellos… en fin, volver a una vida normal. Pero si tuviera que hacer una lista, diría que lo que más extrañé fue, sin duda, la moto.—Ahora que está jubilado, ¿sigue pensando en la mafia? —No pienso en la mafia todos los días, pero la sigo con atención a través de los medios.—¿A qué dedica sus días hoy? —Mis rutinas son las típicas de un jubilado. Dedico mucho tiempo a la familia y a la lectura. También añado un poco de natación.—Hemos empezado hablando del miedo. Ha vivido durante años bajo la amenaza del asesinato… ¿Le causa temor la muerte natural?—La muerte no me asusta. Llegará, es seguro. Solo espero que sin prisa y, sobre todo, sin sufrimiento.
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