Covid persistente, cinco años torturados

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Covid persistente, cinco años torturados

Hace cinco años, cuando tenía casi 50, María José Recuero disfrutaba de una vida muy activa. Ejercía su oficio de profesora en un centro de educación especial, nadaba, buceaba e incluso podía remar varias horas seguidas pasando un día en familia. Apenas tomaba medicación, «un paracetamol al año» para algún resfriado. Ahora, sin embargo, mantener una conversación larga la agota, no puede realizar grandes esfuerzos y hace ya mucho tiempo que no puede acudir a su puesto de trabajo. Los medicamentos se han convertido en su gran aliado, con alrededor de una decena de pastillas al día. Entre una situación y la otra lo que ocurrió fue un contagio de Covid-19 que se convirtió en persistente, de manera que a día de hoy, a punto de cumplir 55 años, sigue arrastrando una larga lista de síntomas que le impiden retomar su vida anterior al coronavirus.El de Pepa, como la llaman sus allegados, está entre los casi 14 millones de contagios de Covid-19 que España contabilizó hasta finales de junio de 2023, días antes de que el Consejo de Ministros acordara el fin de la situación de crisis sanitaria ocasionada por la enfermedad. Pero hasta llegar a ese punto, la sociedad española -y mundial- vivió duros momentos de angustia e incertidumbre, viendo cómo un virus desconocido saturaba hospitales y acababa con cientos -e incluso mil en los peores momentos- de vidas a diario. El material de protección, como las mascarillas, escaseaba y el 14 de marzo de 2020 el Gobierno decretó un estado de alarma por el que se inició un confinamiento que mantuvo a los españoles en sus casas durante casi tres meses. En ese tiempo, y hasta el fin de la emergencia sanitaria, España notificó 121.760 muertes por coronavirus y siete millones a nivel mundial.Ahora, cinco años después , hay entre 1,6 y 2 millones de personas que arrastran la enfermedad en España, la gran mayoría, el 70%, mujeres. No hay un registro oficial de afectados por Covid persistente, pero sí estimaciones que maneja la Red Española de Investigación en Covid persistente (Reicop). Y Pepa es una de ellas, para la que, actualmente, subir las escaleras de su casa que llevan hasta la misma habitación en la que en marzo de 2020 permaneció aislada cuatro meses supone ya un esfuerzo importante. Pero además del cansancio extremo, durante este lustro ha sufrido más síntomas, que van desde los problemas digestivos hasta los neurológicos. «Llegué a perder 18 kilos», cuenta. La niebla mental fue otra secuela que el virus le dejó y que más le costaba asimilar. Ahora está mejor, pero hubo momentos en los que no era capaz de seguir una conversación, leer un correo electrónico o incluso hablar con normalidad. «Quería decir tijeras y me salía grapadora. O señalaba una patata y decía piedra», recuerda. Noticia Relacionada estandar No Cinco años después del primer caso el Covid-19 ha causado más de siete millones de muertes Javier Palomo La mayoría de los fallecimientos asociados a Covid-19 se produjeron en 2020, 2021 y 2022Pero las visitas a los especialistas también continúan. Los mareos y la vista borrosa amanecen prácticamente todos los días con ella. También el dolor de cabeza y de cara. Se le duermen partes del cuerpo, el brazo derecho le pesa «como si fuera de hierro», se le inflaman las articulaciones… Ha vuelto a intentar nadar, pero la fuerza y el mareo no siempre se lo permiten. Pasa horas tejiendo, actividad que le ayuda a estar entretenida. También escribe listas de tareas para organizarse y hacer. Y para no dejar de mover las manos realiza también pequeñas tareas como esquejes que tiene colocados por toda su casa de Zarzalejo (Madrid) o collares de cacahuetes para atraer a pájaros, que luego observa y fotografía. Su propósito es seguir aprendiendo a vivir con la enfermedad y mejorar cada día. «La enfermedad es una buena maestra. Se cierran puertas, pero siempre hay ventanas abiertas. Y a mí me gusta pensar en lo que sí podemos hacer», sentencia.«No hay un órgano casi que no pueda resultar afectado» por la dolencia, explica Pilar Rodríguez Ledo, presidenta de la Reicop y de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG). Se han descrito más de 200 síntomas relacionados con la enfermedad, pero los más frecuentes, continúa, son la astenia y el cansancio, el déficit de atención, las pérdidas de memoria o la niebla mental. Pero también la hipertensión o hipotensión, las taquicardias o los problemas de tipo digestivo están entre las secuelas que más se repiten. Bien lo sabe Eva Rey, de 48 años, que, tras contagiarse en enero de 2022 y estar más de mes y medio encerrada por unos síntomas que no desaparecían, estos fueron en aumento. De hecho, fue tras haber pasado la infección, ya intentando hacer «vida normal», cuando se dio cuenta de que su estado era «mucho peor» que durante el contagio. «Tenía pérdidas de memoria a corto plazo y no me salían las palabras. Quería decir silla y tenía que decir ‘eso que tiene cuatro patas y es para sentarse’. Y apenas podía salir de casa. Tenían que venir a buscarme porque no podía más por el cansancio», relata con una voz que se va debilitando a medida que avanza la charla. El resumen de cómo intenta Eva Rey afrontar la enfermedad lo lleva tatuado en su cuerpo: «persistente» en un brazo y «las penas duran tanto como quieras seguir llorando» en la muñeca MIGUEL MUÑIZPero el daño fue a más. Le empezaron a dar taquicardias sin hacer ningún esfuerzo y desarrolló asma. Ahora anda un poco mejor, pero no puede separarse del inhalador. Los calambres musculares han pasado a formar parte de su vida, así como la falta de sensibilidad repentina en algunas partes de su cuerpo, como los dedos. La inestabilidad de sus piernas le obligó a dejar de ir en moto, pero tampoco puede conducir el coche siempre que quiere, pues en determinados momentos no es capaz de concentrarse como debería y siente que su cabeza «no procesa bien» la información. Y ahí no termina la lista. «También me afectó dermatológicamente, con eccemas en cara y ojos y rosácea. Y también tengo migrañas crónicas. Del año pasado a este me han diagnosticado más secuelas», lamenta esta vecina de Toén (Orense). Impacto en la salud mentalLa salud mental también se ve afectada. Eva va cada quince días a la psicóloga, que le ayuda a sobrellevar la situación. «Mi vida no puede ser esto, no puedo tener 48 años y que mi mente sea la de una anciana. Es completamente horrible. Pero voy a poder con esto. No sabemos cuándo, pero lo voy a hacer». Y esa actitud se ve reflejada en sus tatuajes: lleva «persistente» en un brazo y «las penas duran tanto como quieras tú seguir llorando» en la muñeca.También con un hilo de voz Olga Amigó, de 60 años, intenta lanzar un mensaje de esperanza entre tanto desconcierto y desesperación para todas aquellas personas que, como ella, tienen Covid persistente. «Hay muchas investigaciones internacionales en marcha y somos muchos los afectados. Confío en que de todas esas investigaciones salga un tratamiento», indica. El coronavirus congeló su vida el 24 de marzo de 2020. A priori era una infección pero los síntomas no remitían. Pasó tres meses en la cama, apenas podía levantarse para ir al baño. No lograba liberarse de los efectos de la infección y tardó en comprender que no había vuelta atrás y que su única opción era «resetear» su vida, «olvidar a la Olga de hace cinco años» y aprender a vivir sometida a los efectos de la infección. A Olga Amigó el virus le congeló la vida en marzo de 2020. Arrastra una larga lista de secuelas, por lo que tuvo que «resetear» y aprender a convivir con la enfermedad INÉS BAUCELLSActualmente toma doce pastillas al día, tiene problemas hepáticos, hipertensión, cólicos nefríticos, dolor neuropático, afectación neurológica -le cuesta concentrarse y retener información-, trastornos auditivos y olfativos, visión borrosa, dolor muscular, disautonomía -fallos que impiden un funcionamiento normal del sistema nervioso central autónomo-, insomnio, etc. Y, por encima de todo ello, un cansancio extremo que apenas le deja moverse y hablar. «Solo soy capaz de vestirme y asearme, para todo lo demás necesito ayuda. Mi cuerpo ha ido fallando progresivamente y ahora prefiero no mirar atrás», dice, al tiempo que lamenta cómo la enfermedad ha dejado de tener visibilidad: «La gente ya ha desconectado del Covid. No es un recuerdo agradable, pero nosotros seguimos sufriendo». Diagnóstico por exclusiónOlga fue una de las primeras pacientes que recaló en la Unidad de Covid persistente del Hospital Germans Trias de Badalona (Barcelona), la primera creada en España para atender estos cuadros. Lourdes Mateu, coordinadora de la unidad, explica el impacto de algunos de los casos que han tenido. «Hemos visto personas con una capacidad intelectual alta que de repente son incapaces de resolver un simple cálculo. Recuerdo el caso de un contable que no sabía hacer una multiplicación y un pianista incapaz de leer una partitura», relata. Avisa de que la patología sigue diagnosticándose por exclusión (por descarte de otras enfermedades porque no hay marcadores biológicos que indiquen su presencia) y que sigue sin haber un tratamiento curativo. Desde que se inauguró en junio de 2020, por la unidad del también llamado ‘long Covid’ del Hospital Germans Trias han pasado 2.000 pacientes, la mayoría con cuadros severos, y solo un 7,6% de ellos se han recuperado. En este sentido, la doctora Mateu apunta que «muchos se ven obligados a ‘resetear’ sus vidas para adaptarlas a los designios del virus, otros quedan totalmente anulados y muy pocos pueden recuperar sus vidas». «Ninguno mejora -añade- hasta que acepta la enfermedad».Y aceptarla no fue nada fácil para Luna Sánchez de la Fuente, de 27 años. Fue la segunda vez que se contagió, en marzo de 2021, con 23 años, cuando desarrolló Covid persistente. En ese momento, y tras haber sido la primera de su promoción en el grado de Administración y Dirección de Empresas, estaba opositando para ser inspectora de Hacienda, aunque se le pasaba por la cabeza empezar a estudiar Medicina, pues con la pandemia cree que descubrió su verdadera vocación. Sin embargo, las secuelas neurológicas la obligaron a dejarlo todo. «El dolor de cabeza era horroroso y continuo. Tuve que dejar de estudiar porque no procesaba lo que leía, no me acordaba de nada, se me olvidaba todo, tenía falta de concentración», cuenta ahora. A Luna Sánchez de la Fuente la vida le cambió con solo 23 años. Era la primera de su promoción, pero tuvo que dejar la oposición que estudiaba, así como los escenarios, pues cantar es su pasión BELÉN DÍAZPero los síntomas fueron a más. También psicológicamente, derivando en una depresión. Era una persona activa, que hacía deporte y bailaba. Cantaba lírica y zarzuela, una pasión que le viene de familia. Y de repente tuvo que abandonarlo todo. «Tengo dolores continuos, la enfermedad se encarga de recordarte todo el rato que está ahí. Me he pasado la vida en un escenario y ahora con la fatiga pulmonar no puedo cantar, no puedo hacer deporte, ningún esfuerzo, casi no puedo caminar… Me siento una anciana en un cuerpo de 27 años, me he perdido a mí misma», expresa sin poder contener las lágrimas. Lo peor, afirma, es la incertidumbre de no saber qué será de su futuro, a lo que se suma desde el año pasado el miedo a la muerte. «Me empezaron a dar muchos síncopes y uno casi se mata. Los médicos no saben qué me puede pasar si me da uno gordo, así que tengo miedo a cada esfuerzo porque me puede llevar al límite. Y no me quiero morir», asevera la joven. Ese temor también invadió durante años a Juana Alañón. Se contagió del virus en marzo de 2020 y le faltaba el aire, no podía respirar. Tenía miedo a quedarse dormida por si se asfixiaba, por lo que apenas descansaba. Pero a la disnea se fueron sumando un dolor de cabeza y malestar general que a día de hoy tampoco han desaparecido del todo. Y, además, llegó el cansancio extremo, incapacitante, los problemas musculares o las arritmias, entre otros. «He sido deportista, me gustan mucho las actividades al aire libre. Me encanta la montaña, me gustaba mucho hacer rutas. Ahora es totalmente imposible. Ya no puedo ni subir una cuesta porque me falta el aire», lamenta. Juana Alañón es fisioterapeuta, pero ya no tiene fuerzas para atender a sus pacientes. Toca el violín, aunque con limitaciones. Si toca notas rápidas y cortas, no llega al final de la partitura JOSÉ RAMÓN LADRASu trabajo se ha visto afectado. Es fisioterapeuta, pero los movimientos necesarios para tratar a los pacientes ahora le resultan imposibles, por lo que de momento está de baja. También ha cambiado una de sus grandes pasiones que, afortunadamente, consigue mantener: el violín. Toca en una orquesta y a veces, durante los ensayos, tiene que soltar el instrumento y relajar los brazos porque pierde la fuerza. Tampoco es capaz de tocar notas muy cortas, rápidas. «Si lo hago, no llego al final de la partitura», narra. Cuando dan un concierto, sus compañeros llegan con dos horas de antelación para ensayar, pero ella no puede. «Si voy dos horas antes, no puedo sujetar el violín prácticamente y tengo un cansancio físico y mental que no me permite ni siquiera leer la partitura y entender las notas». El miedo a volver a contagiarse es constante, lo que repercute también en la vida social. «Llevo más de cuatro años intentando relacionarme lo menos posible. Pero desde hace unos meses he dicho que no puede ser, porque eso te baja el ánimo y uno también necesita a los demás. Pero intento que sea al aire libre, mantener distancia, me lavo bien la cara, me enjuago la boca… Sigo con esa pequeña obsesión porque me ha hecho daño y veo que me podría hacer más». Y a eso se suma la incomprensión por parte de la sociedad, pues todavía hay mucho desconocimiento. «La mayoría, con buena intención, te dicen que te ven muy bien, que te ven como siempre. Y a veces cuando les explicas todo te preguntan si de verdad crees que ha sido por el Covid, es como que no se creen que el Covid haya provocado todos esos problemas», explica Juana. A Paco Morales el contagio de Covid le dejó una larga lista de secuelas. Le diagnosticaron una parálisis de diafragma bilateral, pero los médicos llegaron apensar que tenía ELA o un tumor J M. ROMEROAunque la inmensa mayoría de afectadas son mujeres, también hay hombres que sufren el Covid persistente, como Paco Morales, extremeño de 51 años. Es matrón y fue en un curso donde se contagió. Empezó con disnea, pero lo relacionaba con el asma que padece, hasta que tras un mes de tratamiento, como no desaparecía, llegó el diagnóstico: parálisis de diafragma bilateral. No es una patología frecuente, de manera que los profesionales llegaron a dudar si tenía esclerosis lateral amiotrófica (ELA) o un tumor. Diez pastillas al día«Los primeros meses me tenían que ayudar a ducharme, a comer…», recuerda. Ahora, su estado depende mucho del día. Hay veces que se levanta bien y otras que no puede casi moverse ni desprenderse del cansancio extremo, del dolor de piernas o de múltiples contracturas. También se le debilitan las manos. «Me tomo diez pastillas diarias, me tengo que poner dos tipos de aerosoles y me pincho anticuerpos cada cuatro semanas para que disminuya la inflamación pulmonar», resume Morales. Begoña Castro fue un día a escribir una nota y se dio cuenta de que no sabía cómo se hacía. No recuerda cuando comenzó con los desequilibrios que le obligan a ir con una muleta MIGUEL MUÑIZDe todo lo que perdió Begoña Castro, viguesa de 61 años, tras contagiarse del coronavirus, solo recuperó el olfato. Parte de la movilidad y de la memoria siguen a día de hoy sin volver. No es capaz de recordar cuándo comenzaron los desequilibrios que le impiden andar con normalidad, sin muleta, y que le provocan caídas. Un día quiso escribir una nota y se dio cuenta de que no sabía hacerlo. Como cuando era niña, empezó a practicar con los cuadernos Rubio y recuperó la habilidad, aunque solo en mayúsculas y mucho más despacio que antes. «De repente, de 56 años que tenía, pasé a sentirme como una persona de 90, pero decrépita. Mi vida cambió del todo», se apena. A Elena Soler el virus le quitó a su padre y le dejó un Covid persistente. No puede trabajar, pero tampoco le dan ayudas para mantenerse. Actualmente vive de la caridad de una amiga CEDIDAY a todos los males hay que añadir la preocupación por la situación económica. Pese a no ser capaces de trabajar como hacían antes, no a todos les llegan las ayudas económicas, lo que hace la enfermedad más angustiosa, si cabe. Es el caso de Elena Soler, de 46 años. El contagio, además de un Covid persistente, le dejó también la muerte de su padre. Antes de que eso ocurriera era autónoma, trabajaba dando clases de inglés a niños y como quiromasajista. Ahora, el cansancio extremo y el deterioro cognitivo no le permiten seguir, pero tras varias prórrogas a su incapacidad temporal no le dan la definitiva. Sin ninguna ayuda y ante la desesperación, actualmente vive de prestado en una vivienda que una amiga suya le ha dejado en Almería, pero sabe que ese hogar no durará siempre y no se atreve a pensar qué será de ella: «Me siento totalmente desprotegida, abandonada por todas las instituciones».

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