Alguien dijo que Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) era nuestro Oscar Wilde, y él solo lo cita una vez en lo que dura esta entrevista: «A mí dadme lo superfluo, que lo necesario lo tiene todo el mundo». Como en el poema, el hombre se ha arreglado el foulard frente al espejo y aún anhela juventudes y veranos y le preocupa lo que no importa, aunque hoy llueve y dice que su casa es ya una gruta de cuadros y de libros: es verdad. «Este retrato me lo hizo Ginés Liébana, y aquí está todo Proust», explica, señalando un armarito. También hay una lechuza, un David, decenas de fotos en blanco y negro y la certeza de que la memoria puede llenar un templo. Villena no cree en fantasmas, pero si existieran también hablaría con ellos: cómo no. «Suponte que se aparece el fantasma de mi madre. Pues yo le diría: ‘Hola, mamá, ¿qué tal te va?, ¿qué ocurre por ahí?’. No puede darte miedo eso».En medio de una respuesta se le cae el bastón apoyado en la mesa. «Tranquilo, es de metacrilato», se disculpa. Su último libro se llama ‘Miserable vejez’ (Visor).—¿Cuándo empezó a palpar su vejez?—Tarde, muy tarde, como a los sesenta y nueve años, aproximadamente. A veces me sigo encontrando muy joven por dentro, porque trato con gente joven y procuro tener una actitud juvenil. Pero un día pasé la prueba del espejo. Recuerdo levantarme de la cama, ir al baño y descubrir que tenía bolsas en los ojos. No me había dado cuenta antes, y hubo un momento como de autodefensa. De decir: será que he dormido mal. Y no, claro, eso era la vejez. El tiempo va pasando y el tiempo tiene una acción, hay que decirlo exactamente así, acción destructora. El tiempo es destructor, nos va destruyendo: de repente un día te salen canas, vas notando la falta de flexibilidad, todo te cuesta más trabajo, agacharte supone una especie de tirón… En ese momento ya me vi como viejo, y en lugar de disimularlo, de intentar decir que no, pues hice lo contrario: decir que sí. Y eso es este libro. Ahora tengo setenta y tres años. Me veo viejo porque es lo que soy. —En el postfacio escribe: «No me gusta la vejez, y descreo del discurso oficial u oficialista sobre la tercera (o cuarta) edad». —Es esa idea de que la vejez es estupenda, una etapa placentera de la vida y suave y tranquila… Bueno, si tienes mucha salud y tienes mucho dinero y tienes quien te cuide, pues puede ser una etapa mansa y tranquila, pero desde luego yo creo que no es la mejor etapa de la vida. La vejez te va robando cosas, te va quitando cosas. Antes podías caminar, ahora ya no puedes caminar tanto; antes podías beber lo que quisieras, pues ya no tanto; podías hacer un cierto tipo de excesos… El cuerpo es como un castillo que es asaltado por enemigos, y los que están defendiendo el castillo se van cada vez reduciendo más, se van metiendo hacia adentro y al final quedan en lo que en los castillos medievales se llamaba la torre del homenaje. Esa torre que hay en medio del castillo, que se supone que es el último sitio donde se defiende el castillo. El tiempo te va acosando y tú te quedas ahí metidito. La vejez es gestionar espacios. Gestionar el espacio que te va quitando el tiempo [deja un silencio]. Además, esa idea de que la vejez es la época de la sabiduría… Los griegos que defendían eso no eran tan viejos. Y además: en el mundo actual eso se ha roto. El viejo hoy día no es visto como sabio. El viejo es más bien es una especie de estorbo. Y si tiene dinero le ponen, como yo digo, un sudamericano o una sudamericana para que le cuide y ahí lo dejan.—El poemario es también un canto a la juventud: aquí hay alguien que mira y admira a los jóvenes. —La vejez y la juventud son complementos, no solamente porque son extremos de la vida, sino también porque se pueden ayudar, en contra de lo que se piensa. Parece que jóvenes y viejos tienen que estar muy separados, porque es como que el viejo le va a contagiar vejez o algo así. Sin embargo, yo creo lo contrario. El viejo, en un sentido muy genérico, tiene experiencia, tiene conocimiento de la vida, normalmente puede tener también más cultura, más saber, y eso se lo transmite al joven. Y el joven le transmite al viejo un apetito de vivir, una mirada nueva, una mirada que no está contaminada por el paso del tiempo, y así el viejo ve a través de esa mirada un mundo primaveral. Desde el otoño o el invierno ve la primavera. «La soledad es creativa un ochenta por ciento del día, del tiempo. Pero el otro veinte por ciento es muy duro»—Hay varios poemas que hablan de la soledad. ¿Le pesa?—Ahora noto más la soledad, y no sé si solo es por la vejez: son las circunstancias de la vejez. Hay muchos amigos que se han jubilado y han vuelto a sus tierras de origen, y ahora resulta que en Madrid conozco mucha menos gente de la que conocía hace diez o doce años. Por otro lado, no tengo familia, murieron todos, y esa es otra soledad… Y hay amigos que se van, que mueren. Como Javier Marías, que tenía mi edad, que publicó su primer libro el mismo año que yo. De pronto me falta un referente, alguien con quien habitualmente comentaba cosas o despotricaba del mundo, que está peor de lo que él podía imaginarse. Víktor Shklovski decía que una de las cosas más dramáticas que le pueden pasar a uno en la vida es ir tachando en tu agenda telefónica los nombres de los que han muerto. Porque de repente un día abres la agenda y está todo lleno de rayas rojas. —¿Hay algo bueno en la soledad?—Yo he sido muy amigo de la soledad, a mí me gusta la soledad, la soledad es creativa. Pero la soledad, digamos, es creativa un ochenta por ciento del día, o del tiempo, y en ese ochenta por ciento la soledad es buena. Pero ese otro veinte por ciento la convierte en dura, a veces en muy dura. A veces uno está haciendo algo y de repente le duele la cabeza, por ejemplo, y si estás solo a ese dolor le das vueltas y empiezas a pensar que tienes un tumor cerebral. Si estás con alguien eso no ocurre, porque lo comentas e inmediatamente todo se apacigua, se serena, va por un lado más lógico, más normal [hace una breve pausa]. Sí, la soledad termina siendo un problema que está muy relacionado con la vejez, porque desaparece el entorno que tú tenías, los amigos… Te deja en el lado malo de la soledad. Yo ahora siempre tengo la sensación de ser un menesteroso. Parece que estoy pidiendo ayuda continuamente. Y es la soledad lo que te hace sentir que necesitas algo, que la ayuda es muy importante. —Javier Marías le nombró Duque de Malmundo del Reino de Redonda.—Alguien dijo que era el título más bonito. Me nombró en 1999. Yo había publicado en Tusquets un libro que juntaba dos novelitas, ‘El mal mundo’. A Javier le gustó mucho, y como yo salía mucho por la noche y era muy poco heterodoxo, decidió que me sentaba muy bien el título de Duque de Malmundo. Ahora, como eso [se refiere al Reino de Redonda] ha desaparecido, pues ahí se queda como histórico. Él dedicaba mucho tiempo y dinero a la editorial [también Reino de Redonda]. Y esa editorial era cara, él pagaba muy bien, hacía lo que entiende un autor que debe hacerse. Recuerdo que me encargó un prólogo para uno de sus libros. Yo lo hubiera hecho casi por amistad, pero él de repente me dio mil euros por un prólogo, que no es lo habitual, claro. —Le cito: «El gimnasio es –trampantojo– como nuestros políticos / populistas: avaro, mercader, arruinadores…»—Bueno, es que los gimnasios destruyen a mucha gente. O sea, tú vas al gimnasio y vas a tener un cuerpo mejor. Y hay un primer momento en que lo tienes, pero si continúas y continúas y continúas entonces el gimnasio te convierte en una mole horrible, una mole llena de bolas, de músculos innecesarios, feos. El producto del gimnasio termina siendo muy feo, porque es el modelo culturista, que es brutal. Y yo conocía a un chico brasileño que hacía striptease para señoras, sobre todo en despedidas de soltera. De tanto ejercicio se le desplazó el pectoral y tuvieron que operarlo.«Los gimnasios destruyen a mucha gente. Te convierten en una mole horrible llena de bolas y músculos innecesarios, feos»—Sostiene que el deseo es un fármaco: «El corazón que ama el exceso joven sigue ardiendo en la vieja llama». —Eso lo comenté una vez con Savater, que es algo mayor que yo. Es un viejo amigo, en los dos sentidos de la palabra. Y él me dijo que esa idea de que el deseo sexual se acababa en un momento dado… Me dijo que a él no le había pasado. Y yo le dije: yo también, yo también. El que abandona la sexualidad o la sensualidad –yo he sido más sensual que sexual–, el que abandona eso, se queda mucho más apagado, mucho más pobre. Y si logras continuar con el deseo, que el deseo sea algo que te mueve, el deseo se hace un fármaco, porque cuando tú tienes esos momentos de deseo te sientes muy joven. —No goza de mucho prestigio el deseo en la vejez. —Goza de un prestigio horroroso. Más bien de desprestigio [y ríe]. Es aquello que llamaban el viejo verde, ¿no? Pero es todo lo contrario. Si se da dentro de unos límites, evidentemente. Esta historia de los viejos verdes alguien la resolvió muy bien en un chiste. ¿Tú sabes quiénes fueron los primeros ecologistas? Los viejos verdes. —¿La estética es también una ética? —Para mí, sí. A mí la estética me gusta como algo consustancial. Yo he sido toda mi vida un esteta. Me gusta mucho la belleza, soy un enamorado de la belleza. De muy jovencito, cuando era decadente, escribí: «Cuando falta la ética, debe duplicarse la estética». Eso ya es un poco rotundo, pero sí es verdad que la estética es algo que ayuda. Porque la fuerza de la belleza, desde la belleza física de una persona a la belleza de la literatura o del arte, produce una sensación de atracción, un impulso hacia ello, que es muy bueno. Toda mi vida he sentido una pulsión hacia eso muy grande. Y espero que dure. —Le ha escrito muchos poemas al verano. ¿Sigue creyendo en los días largos?—Yo he sido muy devoto del verano. Ahora un poco menos, porque con el cambio climático son más duros… El segundo tomo de mis memorias se llama ‘Dorados días de sol y noche’, precisamente porque ese mundo de sol y noche para mí han sido muy importante. Y eso que tengo que cuidarme del sol, porque tengo una piel ultrasensible, pero lo mío no era ir a tomar el sol, eso no me ha gustado nunca, sino estar en el sol. También me gusta el mar, la orilla, la costa, pero al final donde me gusta bañarme es en la piscina. Aunque eso quizá sea muy de Madrid, ¿no? Yo recuerdo bañarme en la piscina del estadio de Chamartín, siempre al mediodía, antes de comer. Para mí es un recuerdo mítico. Ahora ahí está el nuevo Bernabéu, que parece una olla a presión [y ríe de nuevo]. Es muy feo.—El libro lo abre una cita de Jaime Gil de Biedma –«envejecer, morir, / es el único argumento de la obra»–, y también le dedica un poema. —Jaime era un hombre de estos que creía absolutamente en la juventud y nada en la vejez. Y la vejez no la vivió, realmente, porque murió con sesenta años. Pero él a los cincuenta escribió el poema ‘De senectute’, que se supone que es el último que escribió, o por lo menos el último que aceptó en su obra. Ahí dice: «De la vida me acuerdo, pero dónde está». A los cincuenta ya se veía ajeno a la vida. Tenía otra frase que repetía cuando alguien se moría: ponte a cubierto que disparan [y ríe]. Él también decía eso de que de todo han pasado ya veinte años. Pero yo soy mucho más mayor que él. De todo han pasado cuarenta años ya. Veinte años me parecen poco.«He pedido que no me entuben, que me pongan paliativos. No tengo fe. No tengo a quién ofrecerle esos dolores»—Luis Antonio, ¿tiene usted miedo a la muerte? —No, lo que tengo miedo es al dolor. Me da mucho miedo el dolor, tener una enfermedad que duela. Por eso yo soy partidario de eutanasia. (…) A mi madre se la hicieron. Ella estaba en una sociedad que daba derecho a morir dignamente… A mí la muerte no me da ningún miedo. Si a mí me das un aparatito con un botón y me dices que si aprieto me muero, aprieto. Bueno, ahora mismo no.—¿Da más miedo el hospital que la muerte? —Muchísimo más. Yo he pedido que no me entuben, que me pongan paliativos, sedantes y cosas contra el dolor, pero que no me alarguen la vida para acabar convertido en un muñeco inútil, en una silla de ruedas sin poder moverte, necesitando ayuda para todo. Yo eso lo acepto, por supuesto, lo respeto. Quien quiera eso, que lo tenga, porque le ofrece sus dolores a la Virgen de la Misericordia. Me parece muy bien. Pero como yo no tengo esa creencia, no tengo a quién ofrecerle esos dolores.

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