Los últimos supervivientes del asedio al Alcázar

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Los últimos supervivientes del asedio al Alcázar

Julián Palomo Alonso tenía 4 años en el verano de 1936, cuando montó por primera vez en una camioneta descubierta. Recuerda que «iba feliz» porque el conductor, compañero de trabajo de su padre, se entretuvo en explicarle cómo funcionaba el armatoste y, si cierra los ojos, aún visualiza el trayecto como si fuera ayer: arrancaron desde detrás de lo que hoy son los juzgados, donde estaba el cuartel de la Guardia Civil, e irían recogiendo a familiares de otros agentes.Noticia Relacionada estandar No Sale a la luz un vídeo inédito del asedio del Alcázar de Toledo propiedad del magnate estadounidense Hearst Mariano Cebrián Esta grabación forma parte de la recopilación de 288 películas que el grupo del también periodista filmó durante la contienda española y que han sido recuperadas tras la donación de la familia a la Universidad de California Los Ángeles (UCLA)El destino era el Alcázar de Toledo , una mole de piedra visible desde bastantes kilómetros a la redonda. Allí se asentaba la Academia de Infantería, Caballería e Intendencia, ubicada en la parte alta de la ciudad y, lo más importante, una fortaleza difícil de conquistar. Hacía tres días que la Guerra Civil había estallado en España . El Gobierno de la II República pidió enseguida a la Fábrica de Armas que les enviase toda la munición de la que disponía, pero los planes del coronel Moscardó, máxima autoridad militar en Toledo, eran diferentes: dio largas a Madrid y después se sumó a la sublevación, ordenando encerrarse bajo los imponentes muros de la Academia. El asedio al Alcázar, que con el tiempo se convertiría en uno de los símbolos de la propaganda franquista, duró 68 interminables días , del martes 21 de julio al domingo 27 de septiembre. Cerca de 1.800 personas (los guardias civiles de la provincia, los cadetes de la Academia que no estaban de vacaciones y cientos de mujeres y niños) resistieron el ataque del enemigo hasta ser liberados por las tropas al mando del general Varela. Franco pisó Toledo al día siguiente y al poco sería proclamado Generalísimo en la finca de Antonio Pérez de San Fernando en el campo charro de Salamanca. Aunque el 99 por ciento de quienes vivieron el asedio ya han muerto, ABC localiza a tres de sus últimos supervivientes, hijos de guardias civiles, que abren las puertas a la memoria. «Mama, vámonos a casa», le decía por las noches Julián a Paula al ver que las jornadas pasaban y nadie se movía. «Pero si esto es casa», le mentía la mujer.Todos los hermanos de Julián, el pequeño de un prole de ocho, salvo Lucía, quien se encontraba en la capital, acabaron en el Alcázar. A Viriato, en pleno servicio militar, lo hirieron, se quedó cojo y se le declaró mutilado de guerra. Por su parte, Lázaro, un primo de Escalonilla que también hacía la ‘mili’ en la Escuela de Gimnasia, corrió peor suerte y murió por la explosión de un mortero. Los niños no salían al patio, pero el peligro acechaba. Julián recuerda la enorme piedra que cayó por uno de los agujeros que daban luzMientras, la vida infantil transcurría en los sótanos. Los niños no podían salir al patio y Julián no se separaba de las faldas de su madre, a la que por las tardes acompañaba a la capilla para oír misa. Con los críos de su edad jugaba «con seis o siete bolas como de futbolín» que arrastraban por el suelo. El peligro, sin embargo, acechaba. Ningún lugar era totalmente seguro. El hoy nonagenario evoca, por ejemplo, la enorme piedra que cayó por uno de los agujeros que daban luz y que, de milagro, no causó víctimas. Además, a la hora de dormir en las colchonetas, se recomendaba estar boca abajo, mordiendo la almohada, para no respirar la trilita que flotaba en el ambiente. Incluso nacieron dos niños en el Alcázar: una chica y un chico. Él fue Restituto Valero, que en los estertores de la dictadura llegaría a ser encarcelado por pertenecer a la Unión Militar Democrática (UMD). Pese a los más de dos meses de aislamiento, Julián niega que el hambre hiciera acto de presencia. Si acaso la sed, que el agua no sobraba y e calor apretaba. Contaban con sacos y sacos de trigo tostado, y de madrugada se organizaban escapadas a un almacén cercano al Alcázar en el que se sabía que había alimentos. Para darse el lujo de comer carne, se mataban caballos: los de la Guardia Civil y los que utilizaban los cadetes de la Academia en sus ejercicios. El día que fueron liberados, añade, se armó «mucho jolgorio y la gente bailaba». «Siempre había creído…»«Mi madre dijo que no entraba en el Alcázar si no era con sus cinco hijos. Uno de mis hermanos, Gonzalo, estaba en el seminario y fueron a buscarlo», cuenta Conchita F.T. (así quiere que se le identifique), también la pequeña de la familia. Su caso es especial: «Mi madre y mi padre estuvieron por lo menos un año sin saber nada el uno del otro». Ella, dentro; él, fuera, se supone que en una cárcel madrileña. Al cabo del tiempo, el progenitor aparecería en Torrijos. «Hay muchísimas cosas de las que me he enterado ahora porque en mi casa nunca se habló del tema. A mi padre no le gustaba mentarlo, había pasado una guerra muy mala», reconoce Conchita, una niña de 6 años durante el asedio. «Siempre había creído que jugábamos en el patio y que, cuando sonaba la aviación, corríamos a refugiarnos de las bombas». En su mente se dibuja otra escena en la que uno de sus hermanos «llegó llorando porque habían matado al caballo, que decían que era de mi padre, y ese día no quisimos comer carne». La pura verdad es que son más bien ensoñaciones. «No recuerdo nada», acaba admitiendo. Por su parte, Sagrario Delgado Fernández-Cabrera nació en diciembre de 1935. «Mi padre estaba en Asturias, pero mi madre, al ser yo la primera hija, se vino a dar a luz a Orgaz con su familia. A los pocos meses fuimos a Lillo y vivíamos en la casa cuartel», explica quien era un bebé en el asedio. Aunque tampoco hablaban mucho de aquello, le «contaron que pasaron miedo porque oían cómo ‘los rojos’ avanzaban en los túneles que hicieron» para volar la fortaleza. Su padre, Atilano, resultó herido en el Alcázar y le dieron una condecoración, « una Cruz Blanca, o algo así , de sufrimientos por la patria». Luego lo mandaron a la escabechina de la Ciudad Universitaria de Madrid, donde de un grupo de quince sólo sobrevivieron dos. Había empezado la contienda como cabo primero, ascendió a sargento y «en tres meses vas a ser teniente», le aseguraba el comandante. Y Atilano contestaba: «Igual que mis compañeros». Y se volvió a la Comandancia de Toledo.«Tuve una infancia feliz»Los primeros recuerdos de Sagrario ya son de Porzuna, el enésimo destino de su padre, «de los homenajes que se hacían a los vencedores de la guerra». «Tuve una infancia feliz, estaba acostumbrada a los cambios», comenta. Creció, estudió Magisterio y dio clases en Cebolla, Sonseca, Hinojosa, Pulgar y Toledo capital. Más tarde se licenció en Geografía e Historia, aunque seguiría enseñando Lengua y Literatura. No se casó, no tiene hijos y de las paredes de su vivienda en el barrio de Santa Teresa cuelgan fotografías de los nietos de su hermana. Fotos en blanco y negro de niños que vivieron el asedio al Alcázar FOTOS: H. FRAILEJulián empezó a trabajar con 13 años como mecánico. Se mudó a una imprenta y después a una librería, no hallaba su sitio, pero descubrió que «salían unas plazas en la Seguridad Social»: «Aprendí a escribir a máquina y me coloqué». Podría haber sido guardia civil, se lo pusieron en bandeja. Su padre «no aceptó» . Junto con Loli, su mujer, Julián presume de tres hijos y dos nietos. Mientras, Conchita, como Sagrario, cursó Magisterio, aunque no ejerció. Se preparó una oposición y bregó de administrativa en la Diputación de Toledo, donde se jubiló tras 41 años de servicio. Ha sido madre de tres hijos. Uno nació antes de lo previsto y falleció enseguida. Otra se mató en un accidente de moto con 20 años. Y le queda una, además de una nieta y tres bisniestos, que ahora tienen la edad de ella cuando el asedio. «Los disfruto todos los días», concluye a sus 95 recién cumplidos, sabiendo mejor que nadie que la vida dura un suspiro.

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