En su relato posterior, escrito unas semanas después con todo lujo de detalles, Juan Martínez de Arestizábal recordaba el «cometa de larga cola y varios colores» que cruzó el cielo y dejó conmocionada a la tripulación. Estaba allí, en cubierta, la noche del 10 de mayo de 1566. Sus compañeros, los soldados y marineros del San Jerónimo, presos de la superstición, lo interpretaron como un mal presagio de la odisea que estaban a punto de sufrir en aquel viaje iniciado diez días antes en Acapulco. Su destino: Cebú. La misión: socorrer a los españoles establecidos en Filipinas bajo el mando de Miguel López de Legazpi . La señal se confirmó pronto, pues 15 días después, varios miembros de la tripulación mataron al caballo del capitán. «Le metieron una daga por el costado derecho del corazón, de donde comenzó a chorrear sangre como si saliese de un caño», anotaba Martínez, involuntario cronista de aquella embarcación cuya hazaña, digna de una superproducción de Hollywood, fue completamente ignorada por la mayoría de los historiadores y cayó en el olvidó. Hablamos de una de las expediciones más difíciles, violentas e insólitas de la historia de la navegación en los años del descubrimiento de América. Duró cinco meses y medio y está considerado el primer viaje del galeón transpacífico, pues así aparece citado en las crónicas hispanas, a pesar de que no era propiamente un galeón. Además, inauguró una ruta regular que unió ambas orillas del océano Pacífico hasta principios del siglo XIX. De ahí la importancia de este ‘thriller’ «para conocer los inicios de la colonización española en el Mar del Sur y las relaciones del virreinato de Nueva España con las tierras situadas a Poniente», explica a ABC Salvador Bernabéu.Noticia Relacionada Contra el odio de Gran Bretaña estandar No Así le arrancó el brazo al todopoderoso Nelson el pueblo de Tenerife Israel Viana El célebre almirante inglés quiso conquistar Canarias hace doscientos años y mandó a más de mil soldados a arrasar las islas por sorpresa, aunque jamás se imaginó que estaba a punto de sufrir la peor derrota de su historia ni que iba a perder su brazo en el intentoEste historiador de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos del CSIC rescató el episodio en un extenso artículo titulado ‘Descubrimientos y desventuras del primer galeón del Pacífico: el San Jerónimo’ (Universidad Nacional Autónoma de México, 2016). En él incluía el relató de Martínez y la información recabada de otros documentos históricos encontrados en archivos de España y México. Entre ellos, un resumen de la travesía incluida en un informe más amplio, atribuido a Legazpi, sobre los primeros meses de vida en la colonia de Cebú. A esto se une dos novelas que recientemente se han publicado sobre este episodio, ‘El motín del San Jerónimo’ y ‘Los 27 amotinados del San Jerónimo’ , de Pablo Martín Tharrats. La controversiaSegún Bernabéu, no pasó desapercibida para sus contemporáneos. En primer lugar, por su contribución al descubrimiento de varios archipiélagos; en segundo, por las tormentas tropicales y tifones que padecieron, y en tercero, por los conflictos que se desarrollaron durante la expedición, que convirtieron aquel viaje en una sucesión de infortunios, detenciones, asesinatos, ajusticiamientos y abandonos en la inmensidad del océano. La génesis del viaje está en las cartas de socorro enviadas por Legazpi en la nao San Pedro, que había llegado a Acapulco en octubre de 1565 con su nieto, Felipe de Salcedo, y el célebre marino y cosmógrafo Andrés de Urdaneta. Las misivas llenaron de inquietud a las autoridades virreinales, pues el gobernador vasco solicitaba con urgencia soldados, armas y bastimentos para consolidar y defender el enclave de Cebú que acababa de conquistar. Fallecido el virrey Luis de Velasco, el gobierno interino fue ejercido por Francisco de Ceinos, que puso en marcha todo el operativo.El encargado de buscar el barco fue Lope Martín, un piloto que se encontraba bajo sospecha, tras haber abandonado a la flota de Legazpi, y pronto mostró sus perversas intenciones. No quería llegar a Cebú, pues estaba seguro de que el gobernador lo detendría y condenaría a muerte por su traición, pero no había nadie más capacitado que él en todo México. Reunió a unos setenta marineros entre sus amistades más peligrosas y menos recomendables, y tampoco encontró un navío mejor en aquellas costas que el San Jerónimo, que era viejo e inestable. El encargado de reclutar a los soldados, por su parte, fue Pedro Sánchez Pericón, que no era mejor persona. Martínez lo describe como un capitán «mísero, melancólico, enemigo de la afabilidad, amigo de soledad y codicioso», que alistó a varios familiares y amigos, entre los que estaba su hijo, Diego Sánchez, al que nombró alférez mayor de la expedición.El planEl San Jerónimo levó anclas en Acapulco el 1 de mayo de 1566, con las despensas repletas de legumbres, bizcocho, tasajo, tocino, queso, harina, vino, gallinas, conservas, azúcar, azafrán y canela, además de espadas y picas. El calor sofocante pronto provocó las dos primeras víctimas, que «murieron más católicamente que bien curados», según el cronista. Una parte de la tripulación pidió regresar a Acapulco, pero el capitán se negó y ordenó seguir adelante. Avanzaron a gran velocidad y descubrieron la isla de Clipperton un día después de que corriera la sangre de su caballo.El incidente nunca se aclaró y siguieron a buen ritmo durante un mes, alcanzando el archipiélago de las Marshall a finales de junio. Los defectos del San Jerónimo, sin embargo, convirtieron el viaje en una odisea. El barco, que hacía agua constantemente y había que achicarla sin descanso, era tan inestable que tenían que dormir atados. «Bastaba una guiñada del timón para que cayeran veinte soldados al mar», contaba Martínez. El plan paralelo del piloto estaba en marcha y se lo expuso al capitán con claridad: «Si pensáis que os voy a llevar a Cebú, vivís engañado, porque el gobernador me ahorcaría». Le propuso una alternativa beneficiosa para ambos, pero Sánchez Pericón se negó. La respuesta de Martín fue contundente y organizó a escondidas su asesinato y el del su hijo, que se perpetró la noche del 3 de junio con la ayuda del sargento mayor, Juan Ortiz de Mosquera, y varios soldados. Primero se hicieron con las armas del barco y, luego, se apostaron en diferentes puntos para controlar las posibles represalias. Finalmente, mientras dormían plácidamente, entraron en su camarote y los acuchillaron con saña.El juicioEsa misma noche, Ortiz de Mosquera se proclamó capitán y organizó un gran banquete para celebrarlo. El vino corrió a espuertas y Lope Martín, receloso del prestigio del sargento mayor, le tendió una trampa. «Entre bromas y risas, algunos comensales simularon una parodia de juicio contra Mosquera. Mientras este reía, le ataron las manos y le pusieron una cuerda al cuello. La llegada del capellán, escandalizado, fue la señal para que varios marineros le ahorcaran sin darle tiempo a confesarse. Después, lo echaron medio vivo al mar», cuenta Bernabéu.Con Lope Martín como nuevo caudillo, los temores y las divisiones entre los tripulantes crecieron. Ya nadie se fiaba de nadie, ni siquiera entre los mismos marineros. El cronista achacó las desgracias a la intervención del diablo, pero siguieron la travesía empujados por los vientos alisios del nordeste hasta internarse en las islas Marshall a finales de mes. Descubrieron los atolones de Erikub, Kwajalein y Ujae. En los dos últimos divisaron a indígenas por primera vez. Martínez los describió con cierto detalle, siendo uno de los primeros testimonios occidentales de los habitantes de estas islas. Según contaba, iban desnudos, tenían la barba y el cabello largo y tatuajes. Le llamó la atención que les recibieron bailes y que los ayudaron a recolectar cocos, plátanos y agua para su viaje. Una hospitalidad que, según los documentos de la época, fue rota por los españoles al capturar a su jefe y encerrarlo en el San Jerónimo. «Se lo había de llevar a Su Majestad», justificó Martín.El abandonoLa noche del 3 de julio, desembarcaron en el atolón de Ujelang y permanecieron allí casi tres semanas inspeccionando la isla. Encontraron un pozo con agua y varias chozas vacías, mientras los que permanecía en el barco tramaban un nuevo motín. Dirigido por el contramaestre Rodrigo de Langre, el objetivo era abandonar a Martín y sus secuaces y proseguir el viaje a Mindanao. Estos intentaron asaltar la embarcación a nado, pero no fue posible, así que pusieron rumbo a las Marianas el 21 de julio y dejaron en aquel pedazo de tierra a 27 hombres. Nunca más se supo de ellos. Ni siquiera así se suavizaron las rivalidades y las conspiraciones y dos miembros más de la tripulación fueron ahorcados, acusados de haber apoyado a Lope Martín. El San Jerónimo seguía lleno de un odio y, cuando llegaron a las Marianas, en la primera de sus islas avistaron a más de doscientos nativos, que parecían querer intercambiar cocos, frutas y pescado por hierro. El miedo de los navegantes pudo más. «Al desembarcar, y a pesar de que los nativos fueron al encuentro de los foráneos en paz, los cansados tripulantes desplegaron una gran crueldad durante dos días, quemándoles más de doscientas casas y matando a varios de ellos», asegura Bernabéu. El San Jerónimo reanudó el trayecto rumbo a las Filipinas. Pasó de largo de las islas Guam y recorrió 340 leguas que fueron un auténtico infierno. Dos meses llenos de tormentas insoportables y olas gigantescas. Pero el 15 de octubre, completamente exhaustos, llegaron por fin a Cebú. La alegría de Legazpi se vio empañada por el relato de lo sucedido. Hubo algunos juicios y una pena de muerte mas. El San Jerónimo llegó podrido e inservible y fue desguazado. «No estaba para cosa en esta vida, sino hecho una masa de barro tan podrido que daba grima. Dios los había traído Dios milagrosamente en él».

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