Se ha formado un concepto, y en estas fechas nos lo encontramos flotando aquí y allá como un iceberg que pretende explicar las masas de gente que asiste a la Semana Santa en la existencia del creyente que no cree. Estamos aquí ante un recurso salvavidas para anticlericales y antitradicionalistas a los que les dan alipori las presuntas supersticiones en las que en ocasiones hasta ellos mismos se ven envueltos. No son capaces de aterrizar en su odio a la Iglesia semejantes demostraciones de Fe y pretenden que millones de personas echadas a las calles a presenciar vírgenes y cristos no tienen que ver con una vivencia de lo sobrenatural e intentan zafarse del fenómeno cristiano con graciosas maniobras de las que somos asombrados testigos. La representación de la Pasión de Cristo en nuestras calles es popular porque está concebida de esa manera. Las formas heterodoxas que adopta no constituyen un fallo: muy al contrario. Lejos de integrar lo cristiano en lo pagano y desacralizarlo, sucede exactamente lo contrario. Esa misma forma de abarcarlo todo de todos, y de dialogar cara a cara con lo humano y cotidiano, con la acera ocupada de pronto por el incienso, la espera que es una modalidad de esperanza y la congoja sobrevenida, esa forma de sobrecogerse, digo, forma parte del juego de manera intencionada. La noción de la injusticia, de la piedad y del amor sin medida supone en sí una oración. Esa es, justamente, la plegaria de la que formamos parte en un asombro sobrenatural, en ocasiones bullicioso o acaso asomado al vacío del silencio. Ahí está Dios llamándonos a las puertas del pecho y asomándose a los lacrimales, o camuflándose en ese tragar saliva, en la aceleración imperceptible del corazón de uno, la mano que aprieta un poco más fuerte la otra mano y el deseo descabellado e inexplicable de verla pasar. En el calvario del sueño y el dolor de pies, la cuchillada del sol en las pupilas enrojecidas, la pérdida del sentido del tiempo y el espacio que son, en sí, un salmo hecho verdad. De eso no se libra nadie porque en el «Yo no pertenezco a esto» ya se concibe un «esto». Luego aparecen las formas del descreimiento que es un intento de no creer. Gente que descree necesita creer antes. Gente que pregona que Los Planetas son Dios precisa ahora que la Semana Santa es un perfecto artificio que viven desde un punto de vista exento de Fe y le toman la rotonda al hecho católico. Ante el Cristo de los Gitanos sueltan unas lágrimas como máquinas de escribir, pero dejan muy claro que sucede sin creer en Dios. Yo creo que no hay ateos y que la negación de Dios supone una señal de soberbia de tal calibre que no puede sostenerse en la totalidad de la vida. He visto sufrir a suficientes hombres como para entender que existe un instante, por pequeño que sea, por último que sea, en el que uno cree en que hay algo al otro lado, que las cosas encierran un sentido, y eso se llama Dios, aunque hay momentos en los que uno no está para buscar nombres. Porque todo esto no puede ser fruto de la casualidad, necesitamos concebir el perdón en el último instante y al hombre lo traspasa el rayo divino de la Esperanza; la mía se llama Macarena.

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