Los aranceles se han convertido en el tema central del debate económico de los últimos meses y, a estas alturas, es redundante explicar los perniciosos efectos que esta medida tiene, tanto para la economía del país que los instaura, como para quienes comercian con ellos (por si a algún lector le quedan dudas, permítame recomendarle la Tercera de hace unos días por el profesor Fernández-Villaverde, o varios posts recientes en el blog económico nadaesgratis.es). Pero tras los efectos de estas políticas proteccionistas se encuentra una parte del análisis económico que, habitualmente, tiene un rol secundario en política e incluso denostado por esta: la defensa de la competencia. El motivo es que abogar por competir es defender el interés general, en lugar del particular.En general, podríamos hablar de defender la competencia cuando se instaura en el mercado una relación entre quienes lo conforman (usualmente, empresas) donde la rivalidad entre ellas y la tensión competitiva marcan sus acciones. En otras palabras, hay competencia cuando una empresa tiene «miedo» de sus competidoras. Y el principal efecto de los aranceles es, precisamente, que las empresas del país que establece la medida tengan menos «miedo» de las empresas competidoras foráneas. De esta forma, bien sea por el establecimiento de un arancel, bien sea ‘motu proprio’, las empresas en muchos mercados tienen incentivos claros a coordinar sus decisiones, de una u otra forma, para incrementar ilícitamente sus beneficios. Y es aquí donde defender la competencia se convierte en la piedra angular de la economía. Veamos el porqué y el cómo.La literatura académica que analiza los efectos sobre la economía de la competencia en los mercados es concluyente: es beneficiosa para el conjunto de la sociedad. No sólo consigue menores precios de los bienes y servicios, sino también mejora la calidad, aumenta la variedad, fomenta la innovación, mejora la productividad y logra una mayor eficiencia en el uso de los recursos. Implícitamente todo esto lo resumió el Nobel Hicks al afirmar que «el monopolio es la vida tranquila». Pero que sea beneficiosa para la sociedad no implica que todos los agentes estén mejor cuando haya competencia en los mercados. De hecho, quienes más ganan suelen ser los consumidores, por las ventajas descritas; pero las empresas están peor, dado que los beneficios que estas obtienes son menores a los de, por ejemplo, un monopolio.Es por ello que existen dos fuerzas contrapuestas (consumidores que desean la competencia, empresas que desean el monopolio), para las que el sector público, a través de las normas de defensa de la competencia, debe suponer el garante de resultados positivos para la sociedad. Pero, ¿cómo? Si el objetivo es que las empresas compitan, el sector público, a través de las autoridades de la competencia (en España, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, además de las autoridades de aquellas comunidades autónomas donde existan, como la muy activa Autoritat Catalana de la Competència), debe actuar modificando los incentivos para ello. De esta forma puede promover, prevenir (los análisis previos a las fusiones, que las permiten o deniegan en función de la esperada competencia futura) y sancionar (al que ejecute prácticas contrarias a la competencia).Esta última es quizás la tarea más importante de estas autoridades, donde la lucha contra los cárteles es el culmen de la defensa de la competencia. Y es que la naturaleza secreta de los cárteles los convierten en la restricción de la competencia más dañina para los consumidores y la economía en general. Basándonos en la máxima descrita por el juez Porter de que «no hay honor entre ladrones» en las últimas tres décadas se ha diseñado un instrumento capaz de descubrir los cárteles, romperlos, sancionarlos e, incluso, evitar su creación: el programa de clemencia.Los programas de clemencia consisten en premiar la empresa que esté formando parte de un cartel y decida colaborar con la Autoridad de la Competencia, aportando información del mismo. Por lo general, el premio para esta empresa es doble. De una parte se beneficiaría al eximirle de la multa (o parte de esta) que tendría por haber conformado un cartel. Y, de otra, puede generar a sus competidoras (excompañeras de cartel), un coste adicional (la multa que les impone la Autoridad). En otras palabras, se premia al chivato. Desde que en 1993 se instaurase en Estados Unidos, la adopción de este instrumento ha sido gradual en la mayoría de países desarrollados. En España se recoge en la Ley 15/2007 y se ha convertido en la mayor fuente de descubrimiento de cárteles de toda la historia de este país (y en la mayoría). Pero hay una tipología de cárteles que se resiste a acogerse a los programas de clemencia y se convierten en una obstrucción a la maximización del beneficio de la sociedad, y son aquellos que tienen que ver con las licitaciones públicas.Un trabajo reciente (Jiménez, Ordóñez de Haro y Ojeda, 2023) analizó todos los cárteles sancionados por la Comisión Europea en los últimos años y confirmó que aquellos en los que las empresas se ponen de acuerdo para amañar contratos públicos son los que menos probabilidad tienen de aplicar clemencia. Es decir, son los más ‘duros’ de descubrir y vencer. Son resistentes a la medicina de la delación. Esto supone un claro reto a las autoridades de la Competencia en una tipología de cárteles que une los bajos incentivos de las empresas a competir con las actividades propias de otra lacra de la economía española como es la corrupción política.Ejemplos de ello hay múltiples, y en España resaltan el cartel de las grandes constructoras que, durante 30 años amañaron contratos públicos que afectaban a construcción de colegios, hospitales, etc.; o el de las empresas de asfaltado de carreteras, entre otros casos similares. La pregunta consecuente es: ¿cómo hacer que las empresas compitan realmente en las licitaciones públicas? El lector estará planteándose una clara: endurecer las sanciones. Y puede tener razón, tanto que la normativa recoge la posibilidad de impedir a quien haya participado en un cartel, poder acceder nuevamente a otros contratos públicos. Pero, como todo en la vida, los resultados no son siempre los deseados ni previstos, pues en mercados muy concentrados, impedir a algunas empresas operar puede hacer que los precios suban aún más. Como todo, mejor caso a caso.Defender la competencia en los mercados fortalece el crecimiento económico de un país, su productividad, innovación y eficiencia. Pero los incentivos de las empresas no necesariamente casan con ello, lo que convierte a las autoridades de la competencia en los ejecutores de una política con amplios beneficios sociales. Dotar de recursos e independencia a estas autoridades evitará que paguemos más caros los productos que compremos y, además, generemos menores costes a los contribuyentes, ya que habrán menos cárteles que afecten a las licitaciones públicas.Así que, la próxima vez que escuche hablar de la palabra «competencia», piense en su importancia y contra quién lucha, dándole el respeto que todos los partidos en este país no han tenido usualmente con ella. Y los ejemplos de esto son muchos, pero ya quedan para próximas ocasiones.SOBRE EL AUTOR Juan Luis Jiménez es profesor titular en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

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