Entre la luz de Roma, la multitud del mundo y la humildad de Francisco

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Entre la luz de Roma, la multitud del mundo y la humildad de Francisco

Hay lunes de Pascua que parecen Viernes Santos y bendiciones que parecen despedidas; hay sábados que parecen Domingos de Ramos y maneras de salir de Roma que parecen entradas triunfales a Jerusalén. Hay pollinos que son papamóviles, Gólgotas esculpidos en mármol y mañanas de invierno que acaban en tardes de primavera. La de ayer fue exactamente así, una mañana de frío incierto bajo un cielo completamente azul y una luz amarilla que tocaba a muerto. Esa luz sobre la piedra blanca nos cegaba a todos. Era una luz compleja, un poco deslumbrante y un poco triste, como la luz mortecina de la infancia. Pero cuando nos quisimos dar cuenta el viento frío ya se había ido, el sol alcanzaba su cénit y daba paso a un día plácido sobre Roma. Y la luz amable comenzó a calentarnos por dentro. En el intervalo, 400.000 personas nos agolpábamos entre la plaza de San Pedro y la Vía della Conciliazione , que es a la vez la vía Dolorosa y la Quinta Avenida del catolicismo, un atrio de entrada al templo con sus mercaderes, sus boutiques y esas cafeterías que tratan al peregrino entre la ligereza y el respeto. Una de ellas, la cafetería Sampetrino, que aprovechaba para sacar cafés a la gente que, en ese momento, llevaba ya dos o tres horas haciendo cola. Sin un grito, sin una mala cara y sin darse más importancia que la del que sabe que se puede cumplir con la obligación ofreciendo al mundo la cosa más humilde y, la vez, la octava maravilla, que no es otra cosa que un café ‘ristretto’ a tiempo. En los aledaños de San Pedro Banderas, religiosas y grupos de jóvenes se han desplazado hasta Via della Conciliazione AFPLlegan por Vía di Porta Castello, por Vía dei Tre Pupazzi y por Vicolo d’Orfeo. Y tres horas antes de las diez, las aglomeraciones ya son totales. No se puede avanzar, el paso se ralentiza y los asistentes se hermanan de algún modo. Dos que pasan tres horas al lado, acaban teniendo algo de parientes. Así que me integré en una familia de Barcelona que, en realidad, venían a la canonización del Beato Carlo Acutis, el primer ‘santo millenial’. La ceremonia iba a tener lugar hoy mismo, durante el Jubileo de los Adolescentes, pero ha sido pospuesto de forma indefinida, porque sin Papa que lo oficie, no hay santificado posible. Todo el mundo da por hecho que el próximo pontífice retomará este asunto de forma prioritaria, por lo que mucha de esta gente volverá a Roma en breve. Y no saben lo que les envidio, porque, en este año jubilar, la ciudad está exultante, como esas mujeres que, para brillar, solo necesitan lavarse la cara. Veo banderas de Polonia, de Portugal y de México que avanzan delante de mí, con ese paso a medio camino entre la procesión y la romería, atendiendo a las indicaciones de la seguridad, que debería ser candidata al Nobel de la Paz. Parece imposible que tantísima gente pueda concentrarse en un espacio tan pequeño y no surja ninguna incidencia, ninguna pelea y ningún conato de insurrección. Yo no soy de esos que digan que los católicos somos diferentes, aunque lo piense. Pero los milagros, como las meigas, «haberlos, háylos». Y este es uno de ellos. No sé quién será el organizador del evento, pero hay que ser muy bueno para coordinar a Cruz Roja, Policía, Protección Civil, voluntarios de todo tipo, seguridad privada, Guardia Suiza, cuerpo de Gendarmería, escoltas de todos líderes, bomberos, la Orden de Malta, Carabinieri, policías secretas y Guardia de Finanza y que todo parezca un ballet ruso que no solo baila una coreografía mil veces ensayada, sino que además lo hace con una agradable -e irreal- sensación de naturalidad. Aun no me lo explico, pero allí nadie dio una voz, ni mostró un mal gesto, ni dio paso a una pequeña bordería. Todo salió bien. Y no les parezca poco. PABLO ORTEGALa cola avanza y, a la altura, de San Pío X, se diluye en la Vía della Conciliazione como un afluente se pierde en el río y va a dar al mar, que es San Pedro. Allí me encuentro con Juan, sevillano de Los Pajaritos, que viene peregrinando a Roma desde Jerusalén y que seguirá hasta Santiago . Me asegura que lleva unos meses en Roma y que un ayudante del Papa le dio en su nombre un billete de cien euros a él y a todos los pobres que pedían en la puerta de Sancto Spirito en Sassia. No me creo la historia, pero me da igual, porque Juan me enseña una estampa de la Macarena y me dice que ella le ayuda. Cuando le digo que va a salir en el ABC él tampoco me cree a mí, pero se pone contento y baila como los seises. Juan, yo siempre cumplo. Están cerca de mí Giuseppina y Francisco, napolitana y argentino, que vienen al funeral desde Nápoles y que llevan la camiseta del San Lorenzo, el equipo de Francisco. Hay familias, mucha gente joven, grupos de scouts católicos, novicios que se agarran las faldas de la sotana para correr como futbolistas y que parecen salidos de una película de Fellini; monjitas muy bajas, sacerdotes irlandeses que parecen recién salidos de una invasión celta y veo a un colegio de Toledo -el Colegio Infantes-, con su jersey rojo, como si estuvieran cambiando de clase de Literatura a clase de Religión; grupos de catequesis con una gorra azul clara -azul purísima- y adolescentes que parece salidos de un campo de trabajo. O de unos Ejercicios Espirituales. O de una Pascua, no lo sé, pero, en definitiva, veo a todos los tipos de católico que uno puede esperar. No parece un funeral El ambiente no tiene ya el punto turístico de los días anteriores, pero, desde luego, no parece un funeral. Podríamos estar en cualquier otro evento de este tipo, recuerdo las imágenes de la JMJ en Cuatro Vientos. O la celebración de la Pascua de cualquier año impar. O incluso un acto del año jubilar. Es un ambiente respetuoso, muy disciplinado y formado por personas que saben que están viviendo un momento simbólico que pasará a la historia. Pero ni una lágrima y ni un solo gesto de dolor. De hecho, poco a poco la gente se va viniendo arriba para soportar tantas horas de pie y hay conatos de canción. Pero a las 9:20 empieza un rosario en latín que actúa a la vez como anestesia y como manguerazo de agua fría. Todos lo escuchan. Nadie lo reza. MÁS INFORMACIÓN noticia No Reconocimiento universal noticia No Los Reyes con Trump o emoción en San Pedro: las imágenes que deja el funeral noticia Si Más de 200.000 personas dan el último adiós al Papa Francisco con la presencia de líderes de todo el mundo noticia Si El funeral costará entre 1,5 y 3 millones, la mitad que el de Juan Pablo II hace 20 años noticia No El Vaticano cambió el protocolo horas antes del funeral y Trump se colocó en primera fila noticia No Zelenski califica de «simbólica» su reunión en San Pedro con Trump y cree que «puede pasar a la historia»Avanzo junto a banderas de Argentina, de Georgia y de Eslovaquia, que se elevan en el cielo mientras el sonido del Rosario actúa como narcótico. Parecen los Juegos Olímpicos del catolicismo y me reafirmo en que la cristiandad no solo es una nación, sino que posiblemente sea la única que exista. El rosario termina veinticinco minutos después de comenzar y a mí me da por mirar al cielo de Roma, que es donde está el verdadero espectáculo en este momento. Cada tejado es un plató de televisión y el ruido del motor de un helicóptero que vuela muy bajo se convierte en protagonista durante unos momentos. Efectivamente, no podemos olvidar que, además de los asistentes, en este momento se encuentra aquí la mayor concentración de poder que se puede imaginar, con todos los jefes de estado del mundo y, acompañándolos, los jefes de gobierno que reúnen el nivel. Pasó a saludar una bandada de pájaros -en El Vaticano no hay palomas-, apareció un avión que salía del aeropuerto de Ciampino y decenas de gaviotas blancas decidieron perseguir a un dron negro, en un acto distópico que simbolizaba algo, pero que aún no sé qué es. El momento álgido llegó cuando, en el medio de un silencio frío y deslumbrante, por detrás de la cúpula de San Pedro apareció un helicóptero que se situó justo encima, como queriendo anunciarnos algo. Por un momento pensé en la llegada de algunos extraños seres verdes al evento. Un poco después valoré una abducción general que nos ascendiera a los cielos con motivo del jubileo, una bula total. Pero antes de ir a hablar con un confesor o con un psicólogo -que de los dos había- comenzaron a sonar las campanas de San Pedro, que no suenan como el resto de campanas. PABLO ORTEGAEstas tienen un tañir serio, majestuoso y grave. El silencio de Roma se une con el sonido de las campanas, con el batir de las hélices y con el graznido de las gaviotas. El viento frío llega a los rostros de todos los que miramos al cielo y hay un momento de tensión escénica que anticipa algo. Y lo que anticipa es la procesión de entrada de las autoridades, de los cardenales y de los invitados. Son las diez en punto y la organización pide que no se agiten banderas ni se muestren carteles. Todo el mundo cumple, pero la procesión anunciada todavía tardaría ocho minutos en comenzar. Después supimos que, en ese momento, Trump y Zelenski conversaban en el interior de la basílica, en dos sillas cualquiera, bajo una cúpula sobre la que no se debería hablar de tierras raras ni de millones de dólares. No sé de qué hablaron. Y solo espero que estuvieran a la altura del cielo que los cobijaba.Siete minutos después comenzaba la música, a cargo de un organista de Sabadell. El altar está dispuesto. A un lado, las autoridades eclesiásticas. Al otro, las políticas. Y, al fondo, por la Puerta Santa, los sediarios, que entran en escena con el féretro de Francisco a hombros. El Papa entra por última vez en la Plaza de San Pedro, acompañado por los doscientos veinte cardenales y la multitud rompe en un aplauso general y espontáneo, mientras Francisco es colocado delante del altar, sobre una alfombra y junto al cirio pascual. El funeral lo oficia Giovanni Battista Re, lombardo y decano del colegio cardenalicio. El idioma oficial es el latín, claro, pero van alternando con otros. La lectura de los Hechos es en inglés, la Carta a los Filipenses en castellano, las peticiones en francés, en hebreo -creo-, en portugués de Brasil, en ruso y en chino. Y a partir de ahí me empiezo a perder, hay más idiomas que no soy capaz de identificar. Entre ellos, el árabe.La homilía de Re La homilía de Re resulta inspiradora. No fue un repaso protocolario, sino una conversación entre el púlpito y el corazón colectivo. Re no habló solo del pontífice, sino del hombre que pudiendo llamarse como quisiera, eligió Francisco, el nombre del santo pobre, del que hablaba con los pájaros y desarmaba guerras con una sonrisa. El cardenal recordó aquella última imagen del Papa frágil, dejándose el último hálito de vida en la multitud del Domingo de Pascua, con esa forma de saludar que tienen lo que saben que, en realidad, se están despidiendo. Después, Re desgranó el alma del pontificado. Un Papa que no necesitó discursos grandilocuentes porque le bastaba con gestos: abrazar a un refugiado, llorar con los pobres, subirse a un avión rumbo a Irak sabiendo que el miedo nunca detendrá a quienes han venido al mundo a sanar heridas. Francisco convirtió la Iglesia en un hospital de campaña, no en una torre de marfil. Y nos recordó que, mientras el mundo levantaba muros, él insistió en construir los puentes que sostienen la dignidad humana.Misericordia, fraternidad, paz… Suenan palabras que en otros labios son eslóganes, pero que en los de Re parecen heridas abiertas que no deben ser abandonadas, sino cerradas. Recordó también Re cómo Francisco, con su encíclica ‘Laudato si’, nos dijo que el planeta no es una herencia, sino un préstamo de nuestros hijos. Y cómo, en ‘Fratelli tutti’, nos gritó —con voz serena— que no hay religión más verdadera que reconocernos hermanos.Creo que es digno de reseñar que los fieles congregados rompieron a aplaudir en varias ocasiones. Y todas son simbólicas, porque dan una idea de la realidad de la Iglesia. Por ejemplo, en las referencias a Lesbos, Lampedusa y la frontera de México con Estados Unidos, lugares en el centro del reto de la inmigración y a los que cita como ejemplos clave del pontificado de Francisco. Sobre Lampedusa, recordó que fue el primer viaje de Francisco como Papa. No eligió una gran capital, ni un destino cómodo. Eligió esa pequeña isla en cuyas aguas miles de personas habían encontrado la muerte. En cuanto a México, Re nos recuerda que cuando Francisco viajó allí, celebró una misa en la frontera. No fue un acto casual, sino una declaración de principios: allí donde otros levantan muros, él alzó el cáliz. Ese altar fronterizo fue su forma de denunciar que ninguna fe puede convivir con el desprecio al inmigrante. No deja de ser valiente -y muy paradigmático- que Re reproche esto delante de Trump y de Meloni. Pero tampoco que el pueblo fiel lo aplauda. Tampoco pueden pasar desapercibidos los aplausos a la petición de paz, el reproche a las guerras, la reivindicación del ecologismo -el cuidado de la casa común- de Laudato Si y el recuerdo de que la misericordia es el corazón del evangelio y que «nadie se salvará solo». Quizá Francisco estaba menos solo de lo que algunos piensan.La homilía terminó con una petición humilde, ese «No se olviden de rezar por mí» que Francisco repetía como si no supiera que hoy, en un giro divino de papeles, sería mundo el que le iba a pedir a él que rezara por nosotros. Desde luego, si alguien puede interceder por esta humanidad desnortada, es ese anciano de Buenos Aires que un día quiso retar a la Iglesia a vivir el Evangelio.La misa termina, suena una ambulancia y el sol ya está en lo alto. Mientras los asistentes se protegen con gorras y paraguas y se preparan para abandonar San Pedro en una organización perfecta, los restos de Francisco se introducen en el Papamóvil, ese vehículo blanco con matrícula SCV1 en el que Francisco recorrerá sus últimos metros en este mundo.El Papa que salió por la puerta pequeña Salió por donde salen los que no buscan honores, ni aplausos: la Porta del Perugino, esa puerta discreta que no aparece en las postales del Vaticano. Francisco, fiel a su estilo hasta el final, dejó el Vaticano por la puerta pequeña y la comitiva cruzó el Tíber, mientras Roma —esa ciudad que presume de eternidad— comprendía que ni siquiera un Papa lo es. Al recorrer el Corso Vittorio Emanuele, la procesión pasó cerca de una esquina que pesa más que cualquier cúpula: la entrada a Il Gesù, la iglesia donde descansa San Ignacio de Loyola. No hubo parada. No hacía falta. Francisco ya había estado allí mil veces, en carne o en espíritu. Esa fue su casa antes de que Roma lo llamara al mundo. En Piazza Venezia, las estatuas ecuestres quedaron petrificadas ante la humildad de un ataúd sin adornos y la Via dei Fori Imperiali fue testigo de cómo el sucesor de Pedro caminaba entre las ruinas de antiguos imperios. Simbólico el paso por el Coliseo, que saludó recordando que los mártires cristianos no solo son cosa del pasado, sino del más absoluto presente. Por la Via Labicana y la Via Merulana, Francisco dejó a su izquierda San Juan de Letrán y llegó a Santa María la Mayor, la casa donde tantas veces pidió amparo antes de volar a las periferias del mundo. Solo que, esta vez, llegó para quedarse. PABLO ORTEGASuenan las campanas, la Guardia Suiza saluda con honores y se oyen aplausos -incluidos los de los cardenales, poco dados a romper la solemnidad- en la puerta de Santa María la Mayor. En un gesto emotivo, los sediarios dan la vuelta al féretro para que el Papa se despida del mundo y unos niños ofrecen esas rosas blancas que tanto le marcaron en vida. Una vez dentro, le vuelven a girar para despedirse de su madre, la Madonna ‘Salus Populi Romani’. Un grupo de cuarenta personas formado por presos, pobres, transexuales e inmigrantes -suyo es el Reino- lo ingresan en su sepultura final, en la que tan solo se puede leer una inscripción: ‘Franciscus’. No hace falta más para que los que fuimos apartados de la Iglesia no olvidemos que un día él nos dio su mano y, con ella, el consuelo. No lo dice la lápida, pero lo digo yo: «Ahí yace un gran hombre».

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