Reconocimiento universal

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Reconocimiento universal

El funeral y entierro del Papa Francisco convocó la atención mundial , en todos los órdenes: político, social e informativo. La presencia de la representación oficial de 160 países expresa esa llamativa capacidad de reconocimiento y homenaje que la muerte del Pontífice de la Iglesia genera en países y dignatarios de toda cultura, ideología y confesión religiosa. Ninguna comparación con otras ceremonias aparentemente similares –el más reciente, por ejemplo, del funeral por Isabel II– da la medida correcta de lo que significa la concentración de mandatarios en torno a quien, en definitiva, era ‘solo’ el máximo representante de una Iglesia, carente de poder temporal y jefe de un Estado minúsculo. La explicación sigue siendo la ‘auctoritas’ del Papa católico, el prestigio vinculado no solo a la persona en sí de Francisco, sino también a su función u oficio, el de ser Vicario de Cristo en la Tierra y sucesor de Pedro. Rostro visible y custodio, en definitiva, de un mensaje anunciado hace más de 2.000 años para la salvación del hombre y la instauración de la paz y la justicia en el mundo. Es un mensaje universal, es decir, católico, en el que todo ciudadano de cualquier país se siente reconocido o, al menos, concernido por su deseo natural de una vida mejor. Es evidente que la exteriorización de las exequias del Papa respondió a unas formas cuya comprensión no es fácil fuera de la comunidad católica. Incluso dentro de esta misma comunidad hay diferentes percepciones sobre lo que significan las solemnidades de los ritos vistos en Roma. Aun así, la universalidad de la Iglesia tiene el lenguaje común de una liturgia que ofrece a todo católico del mundo el guión de sus ritos y sacramentos, singularmente el de la eucaristía.Esta vocación universal de la Iglesia, que es su misión fundacional, abierta a todo hombre y mujer, como bien proclamó Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Lisboa, se ilustró en Roma de forma muy expresiva. La secularización progresiva de las sociedades actuales, sobre todo las occidentales, incluso el laicismo militante en algunas de ellas, no fue obstáculo para que sus jefes de Estado o primeros ministros acudieran a San Pedro del Vaticano. Carecer del poder temporal de antaño, no ser religión oficial, no tener a ningún monarca como líder espiritual de la iglesia nacional, son signos de identidad que permiten a la Iglesia tener una voz propia que sirve de guía a los creyentes y orienta al conjunto de la humanidad con criterios de justicia y dignidad. Súmese a este poder atractivo de la Iglesia sobre los estados de opinión pública –dicho con perspectiva laica– la fuerza de la personalidad de Francisco, su irrupción ante el mundo como portavoz de un mensaje bimilenario, pero expuesto con un lenguaje verbal y gestual inédito, directo e inequívoco. Más que al resultado real de su pontificado, pendiente de un escrutinio a largo plazo, sin el calor de las emociones, ni la confusión de las apropiaciones sectarias de sus palabras, el mundo ha rendido homenaje a una forma amable y misericordiosa de la palabra de Dios, ya utilizada por otros papas, sin duda, pero adaptada por Francisco a un mundo resistente a cualquier compromiso de trascendencia. El camino que recorrió el cortejo fúnebre hasta la basílica de Santa María la Mayor estuvo jalonado por decenas de miles de personas tan diversas como quería el Papa Francisco que fueran los receptores de su mensaje de esperanza para todos los hombres y mujeres; principalmente, los descartados del mundo.

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