Sin precedentes en nuestro entorno y nuestra era, el apagón de este lunes no solo ha provocado la previsible parálisis de unos servicios, privados y públicos, cuyo funcionamiento depende en todo o en parte de la red eléctrica. Sin comercio, sin transportes, sin energía en los propios hogares , el caos ha sido aminorado por el civismo de una sociedad que ha sabido hacer sus deberes ciudadanos y evitar que el pánico desembocase en males mayores, aunque están por llegar las horas más críticas según avanza el día, y para las que cabe desear que la avería general esté resuelta. Contrasta la prudencia manifestada por los españoles con el clima de incertidumbre que el silencio del Gobierno ha generado según pasaban las horas. La cautela es buena consejera, pero en una crisis como la de hoy no puede alimentarse la inseguridad con el mutismo de unas instituciones cuya primera obligación en situaciones tan atípicas como esta es transmitir calma, si no certezas, a una población que busca respuestas a la desesperada. Han hecho falta seis horas para que el presidente del Gobierno comparezca para pedir calma y responsabilidad, aceptar su responsabilidad en una crisis de escala nacional y, a la postre, no despejar ninguna de las incógnitas planteadas por la sociedad. Hasta entonces, dejar durante seis horas y en manos de un directivo de Red Eléctrica toda la comunicación pública, por lo demás escasa, en un desastre como el de hoy no hizo sino alimentar la desconfianza y agitar un miedo que acampa allí donde solo hay silencio.

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