Los escritores cuentan su apagón: Dolores Redondo, Rodrigo Cortés, Luis Alberto de Cuenca, Javier Sierra…

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Los escritores cuentan su apagón: Dolores Redondo, Rodrigo Cortés, Luis Alberto de Cuenca, Javier Sierra…

Como todos los ciudadanos, ayer muchos escritores vieron interrumpidos su rutina y sus planes por el apagón. Lo único es que ellos lo cuentan con su estilo, con su voz, fijándose en un sonido, en una conversación, en un rincón habitual, en un paisaje. Con sus testimonios podemos imaginarnos a su lado, asomados a la incertidumbre de quien lee el mundo y no sabe el final. Aquí traemos a unos cuantos, que han querido contarnos. Antonio Colinas, Luis Alberto de Cuenca, Javier Sierra, Dolores Redondo, Fernando Iwasaki, Rodrigo Cortés, Pablo de Lora, Marta Fernández, Javier Rioyo Alice Keller, Diego Doncel, Pilar Eyre, Emilio Lara, Javier Santamarta, Miguel Ángel Delgado, William González, Jorge Díaz, Rosario Raro y Marcos Chicot.Abismo de negrura Antonio ColinasLo que sucedió me ha parecido una señal grave de hacia dónde vamos. La luz no llegó hasta las seis de la mañana y asomarme desde el balcón a la noche me pareció asomarme a un abismo. Una nunca vista negrura sólo rota por el parpadeo de las luces del coche de la policía que patrullaba. Sí, señal de uno de los abismos hacia el que el ser humano puede ir.Cowboys de Medianoche Luis Alberto de CuencaLo del apagón de ayer fue para mí de mucho cansancio. Al principio fue divertido. Luego, agotador.Estábamos los Cowboys de Medianoche (que somos cinco señores mayores que hablamos de lo que nos da la gana semanalmente por la radio) grabando el programa de esta semana en el estudio cuando nos transmitieron la noticia. Empezamos a llamar todavía en antena a amigos y amigas del archipiélago canario y de las Baleares, para ver si la cosa se había extendido a nuestras islas.Les dio mucha envidia no compartir apagón con nosotros. Poco después hubo que despedirse de la audiencia para no gastar energía. Este tipo de situaciones da mucha hambre al personal. Pero como las maquinas de víveres no funcionaban sin electricidad tuvimos que repartir los alimentos que había traído Garci a la emisora, pues los lunes se queda a comer y tiene otro programa por la tarde: un par de plátanos, unos cartoncillos de proteína con sabor a chocolate y dos tortas de aceite. Poca cosa para cerca de diez hambrientos. Luego nos fuimos cada uno andando a nuestras casas, y ahí entra el tema del cansancio, porque en casa de mi hija Inés me equivoqué de escalera y tuve que subir y bajar ocho pisos en vez de cuatro. Inés me invito a un helado de maracuyá y frambuesa y, acto seguido, me encaminé hacia mí casa. Me aterraba pensar en los catorce pisos que me esperaban. Llegué, oteé y subí. El resto de la tarde me la pasé leyendo unas cien páginas del primer tomo de los tres que John Julius Norwich dedicó al imperio bizantino, mientras Alicia leía esa maravilla que es el Premio Nadal de Jorge Fernández Díaz. Fespués volvió la luz, pero como a las 12, cuando ya estábamos dormidos.Apagón en el Prado, visto desde La Palma Javier SierraA mí el apagón me pilló en Canarias. Estaba asistiendo al Festival Starmus en Los Llanos de Aridane (La Palma), cuando la noticia saltó en mi móvil. Al principio me pareció una broma; estaba junto al escenario del festival y allí los voltios y los vatios de sonido iban a toda máquina.Sin embargo, cuando vi el tuit que te envío salí definitivamente de mi «burvuja». El Museo del Prado anunciaba que un apagón lo obligaba a desalojar sus salas. Y eso era como una escena de mi novela «El plan maestro», en la que un corte de electricidad -en mi ficción, causado por unos «forasteros misteriosos»- hacía saltar todas las alarmas. Fue entonces cuando me fijé mejor y vi que, como siempre, no hay ficción que iguale a la realidad de estos tiempos. Dios debe ser un novelista formidable.Barbacoas en el Valle de Baztán Dolores RedondoMe pilló escribiendo, pero como es un portátil, continué. Estoy en Elizondo, en el Valle de Baztán, y que se fuera la luz solo supuso no tener luz, nadie atrapado en los ascensores, porque casi no hay. Que no funcionen los semáforos no incide en el tráfico. Casi todo el comercio siguió abierto. A última hora de la tarde, las cervezas de los bares no estaban tan frías, y las calles olían a barbacoa, que creo que fue la opción mayoritaria para cenar. Tengo cocina de leña, y el agua va por presión, así que eso tampoco afecta. Estuve con amigos que hablaban de hacer la comida todos juntos con lo que eventualmente se fuese descongelando de los frigos… Así que si me pilla el fin del mundo, que sea en un pueblo, concretamente en este.¿Dónde te metiste, que no te vimos el pelo? Fernando IwasakiLlegué a Madrid 15 minutos antes de la desaparición de los 15 gigavatios que nos condenaron a la impotencia y retrocedí 40 años en el tiempo, cuando Sendero Luminoso dinamitaba torres de alta tensión en los Andes para dejar a oscuras a Lima. Recordé cómo impartíamos clases sin necesidad de ningún artilugio eléctrico, eché de menos las velas que nunca faltaban en casa y me preparé para bañarme con el agua de un vasito, como tantas mañanas de mi juventud limeña. En circunstancias como las del último apagón, descubrí una nueva diferencia entre el primer mundo y los terceros: la actividad cotidiana no se colapsa en los países subdesarrollados, porque lo normal es el colapso. Que se lo pregunten a los cubanos, que sufren apagones un día sí y otro también. ¿Se acordarán de alguno en especial? Yo no recuerdo ninguno, porque padecí centenares. Pero puestos a imaginar situaciones curiosas o divertidas provocadas por la impotencia eléctrica, la malicia literaria me induce a fantasear en lo «anormal posible» antes que en lo «normal imposible». Es decir, que, en lugar de pensar en quienes no pudieron cumplir con sus rutinas, me pregunto qué habrá pasado con los que justo aprovecharon la mañana del lunes para hacer algo que nadie imaginaba que podían hacer: ese concejal que había salido a tomar café y quedó atrapado en la cápsula de un «Peep show», ese tertuliano que para ganar unas pelas hacía de «striper» y nunca pudo salir de la tarta de la despedida de soltera que se canceló, o esa pareja de diputados -progresista ella, taurino él- que no se enteró de que hubo apagón porque estaban dándolo todo en el Palace mientras sus cónyuges y sus grupos parlamentarios los buscaban resilientes. Tal como reza la soleá flamenca -«La noche del aguacero, dime dónde te metiste que no te mojaste el pelo»-, seguro que más de uno/a habrá preguntado: «El día del apagón, dime dónde te metiste que no te vimos el pelo».Un mini con la radio a todo volumen Rodrigo CortésEl día del fin del mundo comí sushi. Había quedado con un amigo, llevaba efectivo encima, el restaurante servía lo que podía y había una mesa libre. La gente estaba nerviosa y tranquila la vez. Había algo suavemente festivo en el ambiente, al menos donde comí. El comportamiento que vi a mi alrededor, en la caminata de una hora y allí mismo, fue enormemente cívico y colaborador. Había —y había muy pronto— muchos agentes de movilidad urbana ordenando la situación, algunos en vaqueros y con chaleco reflectante. Vi cosas bonitas al andar. Un coche (un Mini particular) aparcado con las ventanas bajadas y la radio alta, para que la gente pudiera estar informada. Gente a quien le funcionaba el teléfono y se lo ofrecía a otra, por si podía contactar con sus hijos o con quien fuera. Conductores que circulaba con atención y orden y que respetaban a los peatones. Somos un país bastante civilizado, creo yo.Santa Justa es el bazar de especies vivas Pablo de LoraEn la cervecería Ratón, en la calle Monsalves, pleno centro sevillano, dan un mollete de salmorejo y bacalao que quita todas las penas (y perdón por la publicidad). ¿Las mías? Haber estado varado más de 7 horas en una vía del AVE camino de Sevilla; llegar a Lora Del Río (no podía ser otro mi destino) tras una evacuación con Guardia Civil, protección civil y voluntarios, digna de Berlanga; haber pagado a uno de tantos vecinos, bien simpáticos, que se aprestaron a cubrir los 50 kilómetros a Santa Justa los 200 euros (cash only) que fijaba ese mercado espontáneo; no poder localizar al Ángel de la Guarda -un colega de la Facultad de Derecho a donde iba a dar una conferencia- que me alojaría en su casa… Ese mollete terminó aguando mis penas, pero, sobre todo, encontrarme finalmente con Víctor en la heladería Gloria y Rositas… Frisaban las 12 de la noche… Hoy, el día de después, estabulado en un tren ocasional, como miles de pasajeros, habiendo superado ese bullicio de bazar turco de especies vivas de película de Indiana Jones que era Santa Justa a las 8 de la mañana, ya divisamos Ciudad Real y volver finalmente a casa en 6 horas de traqueteo oscilante e intermitente como la tensión eléctrica, no parece una utopía futurista. Y no puedo dejar de pensar en las muchas angustias de tantos, y en sus quebrantos, dolores e incomodidades, mucho mayores que los míos… Y en que la civilidad de la inmensa mayoría, la suerte al cabo, no debería opacar la exigencia ciudadana de explicar causalmente lo ocurrido, cómo podría haberse evitado, rendir cuentas y asumir responsabilidades por parte de las autoridadesUn billete lanzado con pinzas de la ropa Javier RioyoEl día se prometía divertido, relajado, clásico y moderno. Por la tarde tenía en Alcalá charla en compañía de Luis Alberto de Cuenca. Nos recogían a la puerta de su casa a las cinco en punto de la tarde dónde un taxi nos estaría esperando. De repente se hizo el silencio en un maravilloso y luminoso día primaveral. Creí que era una avería casera. Salí pensando dar un paseo con tiempo y la selección de la poesía cervantina que hizo José Manuel Caballero Bonald. Me tropecé con una ciudad en marcha a pie, desconcertada y caótica. La gente andaba ligera, con maletas, con sudor pero todavía sin lágrimas. Mí móvil estaba bajo de batería, sin dinero metálico pero dispuesto para la cita. Al llegar a Recoletos las riadas humanas habían aumentado. Las noticias eran inciertas y portuguesas. Paré en el café Gijón después que un amigo, librero de viejo, me prestara treinta euros. Me crecí pedí un whisky y me quedé con 12. Llegué al portal de Luis Alberto, él acababa de subir catorce pisos y ya estaba claro que no habría encuentro, ni taxista, ni poemas. Alicia, su mujer, me disparó con tino 20 euros, atrapados en dos pinzas de tender. Escuché una radio que en mi barrio escuchaba un corrillo. Pensé en Cervantes escribiendo a la luz de la vela. Me refugié en casa con esa luz de los tiempos de la Edad de Oro. Hice inmersión en su poesía. Volvió la luz cuando yo estaba gozando de ser tan cervantino. Y aplaudí ese regreso diciendo : Voto a Dios que me espanta esta grandeza. Estaba solo. Fuíme a la cama y no hubo nada.Alimentación de noticias en Botín Marta FernándezPor una vez en la historia en la terraza de Botín, el restaurante más antiguo del mundo, no había ni un solo turista. Congregados alrededor de una mesa, una treintena de trabajadores escuchaba la comparecencia de Pedro Sánchez en un transistor baqueteado con las pilas al descubierto. Los camareros. Los cocineros. Los pinches. El maitre. Todos. «¿Puedo escucharlo con vosotros?», pregunté de la que pasaba. Les faltó tiempo para dejarme una silla y un sitio junto a la radio. «Silencio, silencio. A ver qué dice». «Que no colapsemos el teléfono». «Pero si no tenemos cobertura». «Que os calléis, que no nos enteramos». Instintivamente todos bajábamos la cabeza, como si acercando la oreja la radio pudiéramos entender mejor lo que estaba pasando. Pero habían pasado las horas y seguíamos sin entender nada. Aunque sí éramos conscientes de algo importante: que en ese pueblecito que es el centro de Madrid, los vecinos seguimos siendo como los de antes, siempre dispuestos a echar una mano. O a compartir el altavoz de una radio en horas de incertidumbre. «¿Qué tal habéis pasado el día?», quise saber antes de marcharme. Habían servido sólo ocho comidas. En la vida les había pasado. Me decían, con pena, que había gente que había perdido la reserva que tenía desde hacía un año. «Vienen de muy lejos a comer aquí». Los de muy cerca fuimos a la terraza de Botín a compartir noticias, que casi nos alimentaron tan bien como sus famosos asados.La bisabuela y el avión Alice KellenHabía pasado el fin de semana con mis hijos en la Feria del libro de Benalmádena y la noticia nos pilló en el taxi de camino al aeropuerto. Le pedí que subiese la voz de la radio. Tras asimilarlo, levanté la vista y comprobé que los semáforos no funcionaban. Conforme avanzábamos, todo era un baile de dudas y confusión. Mi hijo mayor preguntó: «¿Vamos a poder coger el avión?». Le expliqué sin muchos detalles algo sobre los generadores. Pero él insistió: «¿Y si se acaba en mitad del vuelo?» Me ahorraré la ristra de preguntas que surgieron a continuación. La incertidumbre reinaba en el aeropuerto y llamaban la atención las luces apagadas. Compré agua y algo para picar y la chica me dijo: «Dame un momento, que voy loca con la calculadora». Me hizo gracia que una suma me hiciese viajar al pasado. Tuvimos un final feliz: subimos al avión y llegamos a casa. Al entrar, les anuncié: «Así vivía la bisabuela en el pueblo: sin televisión, sin nevera, sin agua caliente. Dadle la bienvenida a vuestra imaginación».Cuidados desde el otro lado del mundo Pilar EyreEstaba en casa sola, incomunicada y a oscuras (tenía velas pero no tenía cerillas, no ser fumadora en este caso me penalizó) cuando el perro se puso a ladrar. Me acerqué a la puerta, oí unos tímidos golpes: toc toc… En ese momento yo levanto la voz: «¿Quién es?»Y se pone a susurrar una voz de hombre: «Pilar, Pilar…» Y yo: «¿Quién es?»Y la voz: «Abreeee, abreee…»Miro por la mirilla y solo veo una linterna moviéndose arriba y abajo. Y yo: «¡Váyase, váyase»Y la voz: «¡Abreeee, abreeee! Vengo de parte de tu hijo»Y yo: «Mentira, mi hijo está en Argentina…»Y la voz: «Pero me ha llamado» Y yo: «Los teléfonos no funcionan»Y la voz:«Ha conseguido contactar con urgencias y han enviado una persona a mi casa para que viniera a ver si estabas bien». Al final decidí abrir y caí en los brazos del mejor amigo de mi hijo que, desde ese lugar tan lejano, había conseguido cuidar de mí, como siempre.Día perdido para la palabra escrita Emilio LaraEl Día del Apagón fue para mí de orfandad literararia. Al vivir en el último edificio de la ciudad, desde mi balcón veo los perfiles de las serranías y los geométricos campos de olivares. Conforme oscurecía y la única luz era la de las estrellas, Jaén se parecía a La Habana por la desinformación oficial y la chapuza energética, y porque contemplaba desde mi especie de malecón una pleamar de olivos. El ordenador de mesa permaneció apagado y no pude escribir nada, y como mi vista requiere abundante luz natural o artificial para leer en papel —el libro electrónico me da calambre mental—, fue un día perdido para la palabra escrita y ganado para la oral, bien por los transistores o por las conversaciones. Oí la breve charla que en el patio interior del edificio mantuvieron dos vecinas preocupadas por la situación, sobre todo por sus respectivos hijos chicos. Una de ellas comentó que en el grupo de WhatsApp del colegio se decía que era el fin del mundo, y la otra respondió que lo entendía, porque no paraba de pensar si elegían a un papa negro. Valle Inclán en estado puro.La balsa de piedra Diego DoncelEn el siglo XX José Saramago escribió aquella novela poderosa en la que España y Portugal se desgajaban de Europa y se convertían en una balsa de piedra en medio del océano. Ayer España y Portugal han flotado por unas horas en medio de la nada, en la cara en sombra de las comunicaciones del planeta y han formado parte de esa colección de realidades distópicas en que se ha convertido este siglo XXI. España y Portugal fueron, por unas horas, el pánico en un ascensor detenido en medio de la oscuridad, los enfermos que se ingresaban en los hospitales porque no podían seguir su tratamiento en casa, los ancianos que llamaban a los vecinos porque estaban llenos de preguntas sin respuesta. El ‘blackout’, el apagón nos puso otra vez a la vista que la naturaleza de nuestra realidad es la distopía, que hemos dado el salto, como los personajes de ‘La vida breve’ de Onetti, y formamos parte de una ficción oscura. En la prensa de Portugal se alzaban voces pidiendo una independencia energética de España. España, para Portugal, se ha convertido en algo demasiado distópico como para que ese país pequeño, noble y humildemente aristocrático se sienta a gusto en su compañía. Este fue el segundo blackout, el segundo apagón que España sufrió ayer, el repudio de un hermano, la grotesca mancha del ridículo, habernos convertido en un país del que no te puedes fiar.El reloj parado, las sillas fuera Javier SantamartaA las 12:33 de la mañana el reloj de la Torre del Ayuntamiento de San Lorenzo del Escorial quedó parado, como la actividad en toda España. La realidad que parecía imposible era un hecho constatado y la relación fue de lo más española: nada se podía hacer, salvo salir y ponerse bajo la sombra, reunirse con los vecinos. En San Lorenzo del Escorial muchos sacaron sillas y sillones, todos nos miramos a la cara, dejamos las pantallas y los móviles de lado. Los aparatos eran inservibles, absurdo hacer fotografías, sin wifi. El agradable sol nos empujó a recuperar la vida analógica, incluso los momentos en los que se fiaba, puesto que no se podía pagar y las risas eran «ya te pagaré, tú no te preocupes…». Y así continuó, la tertulia amable, la vida analógica hasta que, pasadas las ocho de la tarde, con el reloj de la Torre marcando aún las 12:33, volvió la realidad digital. Tesla que estás en los cielos Miguel Ángel DelgadoTienes una entrega inminente de una novela y te organizas cuidadosamente para poder abordar el trabajo diario y los últimos toques de la escritura. ¿Qué puede salir mal?Claro, el fin del mundo. ¿Cómo no lo vimos venir, con el callo que tenemos ya? Se va la luz con el portátil al diez por ciento de batería y decides dejarlo, no solo porque a saber cuándo podrás cargarlo, sino también por el temor de que el texto no se suba a la nube y puedas perderlo.Además, porque de repente te ves atrapado en un escenario que te absorbe y, ¿quién sabe cuándo volverá la luz? Saco de la ducha la radio de pilas y la pongo en el salón, donde pasa a presidirlo todo y me permite retransmitirles a los vecinos de la calle y los balcones de enfrente lo que parece que está pasando. Al cabo de un rato oigo que alguien me llama desde abajo, como cuando era niño; me asomo y es mi vecina Marta Fernández. Me bajo con ella y acabamos tomando una cerveza tibia en un pequeño bar de la calle, mientras un grupo de clientes cantan y montan una fiesta en toda regla.En una especie de crossover entre mis libros sobre Nikola Tesla y mi ‘La costumbre ensordece’, no puedo evitar pensar en cómo el inventor veía a la electricidad como un poder divino, y sin embargo nosotros notamos su desaparición no en las grandes cosas, que esas son para las autoridades y los expertos, sino en cómo se evapora gran parte de lo que podemos hacer mientras las sombras van alargándose y la noche se acerca, sin que esta vez nada parezca oponérsele. Y, por otro, en la fragilidad de nuestras rutinas, que se diluyen como azucarillos con un mero soplo sobre un cable remoto. Oí cómo un experto decía en la radio que bastaría con calcular mal cómo un eclipse hace disminuir la producción solar un breve intervalo de tiempo para afectar a toda la red. Y mientras, con una cerveza en la mano, presencio lo que parece un eclipse inminente, luego truncado, de todo lo que conocimos, pienso que, antes del desastre total, al menos cantaremos y bailaremos. Como en el Titanic, vamos.Hijos de la ira William González Y se apagó el mundo, de repente. Sin pedir permiso. Estaba sentado en mi sofá leyendo. El móvil dejó de respirar, el internet dijo adiós, el microondas dio su último alarido antes de cerrar sus ojos durante unas horas. La nevera expiró, sin su chispazo eléctrico deja de tener sentido humano. Al principio, no le di importancia. Yo, el más miserable, el último de los seres. Pasaron treinta minutos y decidí asomarme al balcón. Veo que el locutorio de enfrente no tiene luz. El bar tampoco. Y empiezan las preguntas que yo ignoro. Regresé a mi sofá. Pensé en España (porque no hay ni un presagio que ya en ti no se haya cumplido). Pensé en Nicaragua. Tengo experiencia con los apagones. Cientos de ellos a mis espaldas. No tengo miedo. Mantengo la calma. Me apetece ducharme (el agua fría me sacude las entrañas). La caldera no funciona y es eléctrica, pero decido subir allí donde la nieve aún se arregosta en abril. Me visto y bajo a la calle. Veo a los policías secretas cerrando el metro. El matiz de estupefacción en la cara de los transeúntes. Bandadas humanas subiendo por un lado y por otro la Avenida General Ricardos. Pero yo era ignorante, tenía prisa, no sabía que el mundo se había apagado sin decírmelo. El pórtico de la mortalidad sabe a esto. Me acerco a la parada del autobús y espero. «No hay luz en Portugal ni en media Europa», dice una mujer. Me subo al 118 y las voces intercambian puñetazos en el aire. Que si un ataque ruso, una guerra cibernética, un fallo técnico… Desde la ventana del bus, un pequeño cónclave. Veinte jóvenes fuera de una Casa de apuesta escuchan atentos una radio. La radio y Dios, los dos seres más puros en ese momento. Me bajo tres paradas después y decido regresar andando a mi casa: el caos del tráfico, los dueños de las tiendas sin saber qué hacer, móviles inactivos, las sirenas en su máximo esplendor. Llego a mi hogar tras haber visualizado unos minutos la estéril injusticia del mundo. Me siento en el sofá y prosigo mi lectura. Ay, hijo de la ira era mi canto.De gira, la entrevista se cortó Jorge DíazMe pilló el apagón en plena entrevista… El día iba especialmente bien, varias entrevistas interesantes en medios de Zaragoza, sin esperas ni retrasos. En todas las radios había estado ya, en todas menos en Onda Aragonesa, Yolanda Sánchez me estaba entrevistando cuando, puf, todo se acabó. Primero nos miramos sin saber qué pasaba, después la chica de control, con cara de susto, nos dijo que ella no había tocado nada. En segundos llegaron más noticias: es toda la radio, es el edificio entero, es Zaragoza, es España, es todo el mundo… Risas y nervios y, al final, una experiencia más y una anécdota para mi gira de El Espía…El honor y el bizum Rosario RaroLlegó un momento en que los libreros de la Feria del Libro de Valencia, en los Jardines de Viveros, ya no podían cobrar más con tarjeta: los terminales TPV habían quedado inoperativos, y este procedimiento —en modo off— tiene un límite.Aún había bastantes personas esperando en la cola para que les firmara y, como no quise que se fueran de vacío, se me ocurrió prestarles mi dinero (que era bastante porque volvía de viaje) y el de varios conocidos para que esos lectores, de los que nada sabía, pudieran llevarse con ellos mis novelas.Con la librera de El Imperio, Mamen Monsoriu, otros muchos también acordaron pasar después por su establecimiento para abonar sus compras.Tengo que decirlo: tengo los mejores lectores, los más honrados, porque esta misma mañana han llegado, puntuales, todos los Bizum.Conversación con la librera Marcos ChicotCreo que todos recordamos el momento en el que nos sorprendió el «apagón nacional», que nos privó repentinamente de tantos servicios que damos por descontados. En mi caso fue mientras hablaba por teléfono con Áurea, la librería en la que firmaré todos los días de la Feria del Libro de Madrid (30 mayo – 15 junio). En mayo publicaré ‘El asesinato de Aristóteles’, y estábamos dando vueltas a cómo colocar en la caseta el pedido inicial de la Feria, que será de más de mil ejemplares. El librero me dijo que se acababa de ir la luz en su barrio; al mismo tiempo se fue en el mío, situado en otro extremo de la ciudad. Esto me dejó desconcertado, y poco después inquieto al ver que las telecomunicaciones se extinguían. Tengo una hija con síndrome de Down y estamos acostumbrados a poder saber dónde está gracias a aplicaciones digitales.

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