La Rusia Soviética no lo sabía: la verdadera amenaza era Capote con una libreta

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La Rusia Soviética no lo sabía: la verdadera amenaza era Capote con una libreta

En 1956, Truman Capote publicó en ‘The New Yorker’, en dos números consecutivos, el viaje de la compañía teatral estadounidense Everyman Opera a la Rusia Soviética para representar la ópera ‘Porgy and Bess’. En plena Guerra Fría, quien años después publicaría ‘Desayuno en Tiffany’s’ y ‘A sangre fría’ , la ‘mascota’ que se terminó revolviendo contra la jet set neoyorquina, acompañó al elenco afroamericano de la ópera en un viaje al corazón de la URSS. Parece una idea demasiado buena para ser cierta, y sin embargo ocurrió así. Esos dos reportajes hoy los leemos en un libro, claro, que es la manera que tiene el periodismo de trascender. El título de la obra es ‘Se oyen las musas’ , la editorial que lo ha rescatado es Big Sur (un sello de reciente creación especializado en no ficción) y el resultado es deslumbrante. ‘Se oyen las musas’ es también, de algún modo, una premonición. «Escribirlo me ayudó a perfeccionar las herramientas que más tarde utilizaría en ‘A sangre fría’: convertir hechos reales en una narración estructurada», dijo Capote.En manos de Capote, esta gira se convierte en una pequeña comedia humana. «Sí, hay rusos muy simpáticos. Gente muy agradable. Pero tienen un mal gobierno», se dicen unos a otros en los prolegómenos del viaje. «Estoy estupefacta, cariño. Piensa en vivir así. Siempre suponiendo. Sin saber nunca. En serio, cariño, ¿dónde vamos a cotillear?». A Capote, el más agudo y chismoso de los escritores, armado con la libreta del reportero y el ojo del novelista, le sienta como un guante la contención a la que le obligaba el estilo ‘The New Yorker’. ‘Se oyen las musas’ Autor Truman Capote Traducción Sandra Caula Editorial Big Sur, 2025 Número de páginas 210 Precio 17,95 eurosEste viaje a Rusia era el primero que intentaba un grupo teatral estadounidense al otro lado de la civilización, «tras muchos meses de complicadas y confusas negociaciones» con la URSS. Iba a ser la última parada de una gira de cuatro años, y la delegación estaba formada por un centenar de personas, entre actores, directores de orquesta, acompañantes, seis niños, tres periodistas y un perro. La Comédie Française había actuado hacía un año, y unos meses antes lo había hecho una producción británica con ‘Hamlet’.«Los riesgos en esos casos eran solo estéticos. Molière y Shakespeare no se prestan por sí mismos a las intenciones de la propaganda política moderna», escribe Capote. Lo de ‘Porgy and Bess’ era otra cosa. «Aquí, cualquiera de los dos lados del telón, el norteamericano o el soviético, tenía mucho de qué preocuparse». Vista bajo el «microscopio dialéctico», la ópera de George Gershwin «resulta ser un tubo de ensayo rebosante del tipo de bacterias a las que el actual régimen ruso es más alérgico». Era una obra extremadamente erótica y temerosa de Dios. «Por si esto no fuera bastante anatema, también cantan en voz alta que la gente pueda ser feliz ‘plenty of nothin’ [con nada], un mensaje sin duda inoportuno».Y sin embargo hubo autorización: «Su visita es un paso adelante en la marcha hacia la paz –les recibe un funcionario ruso–. Cuando se oyen los cañones, callan las musas; cuando se oyen las musas, los cañones callan». Empieza así la fiesta: un viaje en tren que Capote relata a medio camino entre la farsa y la lucidez, y el posterior choque cultural con los rusos en los cinco días de ensayos previos al estreno de la obra, la noche del 26 de diciembre. «Aquí, cualquiera de los dos lados del telón, el norteamericano o el soviético, tenía mucho de qué preocuparse», escribe CapoteCosas «locas, tío, locas». Como el recibimiento a la expedición en el hotel Astoria. Los tramoyistas y las camareras de vestuario, los carpinteros y los electricistas, fueron conducidos a las habitaciones VIP. Los actores fueron alojados en las «sobras» del hotel. A un financiero no le asignaron habitación. «¿Están de broma?». Otras anécdotas no son tan locas: «Nueva York podría haber sido bombardeada y no nos hemos enterado –suelta otro integrante de la compañía–. Nunca había estado en un lugar donde no pudiera leer un periódico, enterarme de lo que pasa en el mundo. Un prisionero, así es como me siento».Capote describe una ciudad, Leningrado, donde hay palacios convertidos en oficinas o en apartamentos, donde hace un frío anestésico, un frío que contrasta con el calor del vodka. «Esto es San Petersburgo, por el amor de Dios. No estamos paseando por cualquier sitio. Quiero ver todo lo que pueda». En una de esas, Capote sale a echar unos tragos con un lugareño. «Me dijo que lo ‘asqueaba’ verme ‘solo saboreando’ y me exigió que ‘bebiera como un tipo decente o abandonara la mesa’. Me sorprendió lo fácil que era vaciar un vaso de un trago», escribe el autor, el gran bebedor que tres décadas después moriría ahogado entre botellas vacías e incapaz de superar sus adicciones.La ópera finalmente se representó. Duró más de dos horas y media, y se cerró con una ovación de siete minutos. «Qué tal salió, qué pasó en verdad eran preguntas que había que responder en un nivel poco sutil del periodismo», valora Capote. «No hay verdad absoluta en estos casos, solo opiniones. ¿Podría yo, con toda honestidad, dar un relato radiante de la recepción general de la ópera?». A la vista está que lo consiguió, pero no desde ese periodismo «poco sutil», sino desde lo que con el tiempo él calificaría de novela de no ficción.

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