Mientras se empezaba a escribir esta columna sobre los retales del humo blanco sobre el cielo de Roma, millones de almas celebraban que había un sucesor para San Pedro, y nadie sabía aún quién era. Vitoreaban un Pontífice sin nombre y sin rostro. « Viva el Papa », gritaban gentes de todas las razas, sin conocer a quién vitoreaban, pero sabían que ese Papa era el suyo. Esa alegría ciega, primigenia de alguna manera, entregada y libre en su radical obediencia, elevada por el simple conocimiento de que se había designado al Santo Padre, perfilaba la confianza del católico en los designios de Dios que mandan más allá de la voluntad de los hombres. Rezaban por él. Ya lo estaban abrazando. Había un Papa para los católicos y eso era suficiente, ya fuera León XIV conciliador, progresista-continuista, pastoral, intelectual, hablador, performativo o silencioso, pomposo, humilde o de transición. Alguien dijo que después de un papa argentino, lo lógico sería un papa mudo, pero en realidad no importa si habla demasiado. Lo relevante no es quién maneja la barca de Pedro, sino que la barca de Pedro sigue a flote y que el bien prevalecerá sobre el mal. El católico, cuanto más católico es, menos le importa quién sea el obispo de Roma. Los que más se empeñan en defender la conveniencia de uno o de otro son, curiosamente, los que no pisan el templo. Piden que se designe a alguien que gane fieles para la Iglesia unos tipos que sueñan con una Iglesia vacía y sola.Mientras se abría el balcón central de la plaza de San Pedro y a Prevost le asomaba por el balcón del ojo derecho una lágrima transparente y humana, pedían que se le iluminara para ser fiel al corazón de Cristo. Ellos le seguirán a él y él se sentirá solo y abandonado, porque así ha sido siempre. El Evangelio no es carne muerta, sino que vive en cada uno de nosotros una historia que se repite, que aquí no empieza, ni mucho menos termina. Han pasado más de doscientos pontífices, y aquí seguimos, vivos, perseguidos, ridiculizados, denostados y, al tiempo, confiados y alegres por la dicha de ser hijos de Dios y de la Iglesia. Así debe ser, pues así se sintió el Cristo al que seguimos, un hombre-Dios que amó y perdonó sin límites. En los programas se ríen de si la paloma que se posa en la chimenea es el Espíritu Santo, y está bien que así sea, pues seguimos a un crucificado y no a Taylor Swift. No se trata de que no importe: es que debe ser así, pues Él nos invitó a amar a los que nadie quiere, a ser ellos y a cargar con una cruz con la forma de la suya.Si uno ha tenido la suerte de escuchar la voz de Dios, que habla tan bajito, y de sentir, en el silencio, el rayo de su ternura, sabe que su voluntad está por encima del capricho de los hombres, no te digo de los pronósticos de las tertulias de la tele. Por poco no termina eligiendo al Papa Yolanda Díaz. De todos los que andaban preocupados por quién sería el Santo Padre, curiosamente los menos eran, justamente, los cristianos que sabemos que la voluntad del Señor está por encima de todas las otras voluntades. El Papa, como todo, será lo que Dios quiera.

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