‘Espirazione e Speranza’, una procesión para la historia

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‘Espirazione e Speranza’, una procesión para la historia

Iba el Cachorro tocando el arpa de Nerón por el Coliseo, con los tres dedos de su mano derecha que Ruiz Gijón talló durante el arpegio de la muerte, y la brisa palatina movió su sudario, que es como la Victoria de Samotracia, para recordarle a Roma que el crucificado de Triana vive. El gótico de Perpignan tiene muerto hasta el barniz, pero el que inspiró la saeta de Machado al Cristo de los Gitanos de la Cava, siempre por desenclavar, era un grito de júbilo por el Foro. O de Jubileo. No acompañaron los nativos. Sólo había sangre española detrás de las vallas y algún turista despistado. Nadie de las siete colinas. Pero los pocos que habían miraban encogiendo los hombros. «Cos’é questo?». Es difícil dejar caer la quijada a quienes viven en la rutina del esplendor de Miguel Ángel y Da Vinci, de la arquitectura indestructible del imperio, de la grandilocuencia vaticana, del exceso de Santa María la Mayor y San Juan de Letrán, de las avenidas para las carreras de cuádrigas. Pero el trono de la Esperanza malagueña avanzaba por el Circo Máximo, más verde y más puro su manto que las aguas de la Fontana di Trevi, y podía resistir en la pequeñez de la cara de Mena, o de quien esculpiera esa maravilla, todo el peso de la historia. El Jubileo de las Cofradías no llenaba la amplitud de las calles del César, valladas a demasiada distancia, pero el mensaje caía con la llovizna de la tarde sobre los fieles de todo el mundo. La Esperanza no tiene fin, el Cachorro nunca muere. Fiumicino era por la mañana una olla de Babel. La desembocadura del río más caudaloso del planeta: el cristianismo. La entronización del Papa León XIV, adalid de la piedad popular pero sin presencia en este acontecimiento, ejercía de fuerza de atracción. Las mismas monjas brasileñas de la Orden de Fátima que habían hecho escala en Madrid con sus tan reconocibles hábitos para ir a la misa de Prevost estaban por la tarde ante el Nazareno de León intentando explicarse lo que veían, que en realidad era lo nunca visto. Una amalgama de la historia del arte paseando por una de las cunas de la civilización universal a mayor gloria de Dios. El Señor ojiplático de Castilla ante las termas severianas y el estadio palatino. Toda la procesión era un catálogo de la diversidad piadosa. El trono pequeño de la ‘Adoloratta’ de Enna frente al trono imperial de la Esperanza perchelera. «¡Viva la reina de Málaga!», gritaban sus paisanos por todo el recorrido con sus camisetas verdes serigrafiadas con el lema ‘Spes romae’.rAÚL DOBLADOLa procesión fue un contraste permanente. La dolorosa siciliana mira como el Cachorro. Al infinito. El Cristo de marfil de Génova parece que va festejando su muerte. Clareándola al menos. Y el Cristo Devoto de Perpignan va clavado en un tronco que forma una ‘y griega’. La muerte no es el final. Porque ninguna frase puede terminar con una copulativa. Es un crucificado gótico tribal, de madera africana, de gubia rudimentaria, pero de hondura absoluta. Andaban por allí también las devotas del Señor de los Milagros de Perú presumiendo de que su devoción fue pintada al fresco por un esclavo angoleño. «Prevost es uno de sus grandes fieles», se ufanaban. De alguna forma el ‘Giubileo delle confraternite’ estaba siendo un mensaje de la Iglesia en salida. La madera sobre la que tocan su marcha las gaviotas de Roma es también emigrante. Viene de mil sitios. De la sobriedad castellana del Nazareno leonés, que va portado en andas por el Arco de Constantino con gesto triunfal, y de la multitud de los hombres de trono de la Esperanza. «¡Los kilos siempre arriba y el pechito pa fuera!», se decían entre ellos. Bajo la arboleda fría del Foro se estaba imponiendo la ‘via pulchritudinis’ de la que tanto escribió el Papa Benedicto XVI. La belleza nos lleva a Dios. El arte es una puerta de entrada a la fe. Por la Cripta de Adriano, el segundo emperador que dio Sevilla, iba el tercero pegando el jipío del fin del mundo. Sobre su monte de oro. Escuchando la marcha ‘Margot’, que tiene una melodía que tanto se parece a aquella de los Cantores que decía «El Cachorro nunca ha visto ni Sevilla ni Triana». Su gesto de desesperación mirando arriba, a la puerta de San Pedro, antes de perder la respiración le impide ver otra cosa que las nubes. Tiene, de hecho, un ojo nublado. Perdido. Por eso tampoco ha visto Roma. Ha visto el cielo de Roma, las copas de los pinos de la Via dei Cherchi, pero no sus piedras milenarias. Había gente cangrejeando a sus pies. Viéndolo venir desde el arco de la victoria por la cuesta de los gladiadores. Sin bulla. Los malagueños le tiraban sus típicos vivas desde el parque Celio. Diana Navarro le cantó una saeta vestida de mantilla que luego le repitió a su Virgen. Y cuando los turistas armaban bullicio, los españoles pedían silencio. Cuando España calla… El cardenal Fisichella reza. Él ha sido el gran responsable vaticano de esta reunión histórica. Tendrá que contarle ahora a León XIV el resultado. Belleza contra belleza. Distintas culturas para la misma cruz. Con un detalle tal vez se explique todo mejor: los visitantes del Coliseo, el gran anfiteatro romano del mundo, arena sobre la que se daba muerte a los primeros cristianos, se asomaban por los vomitorios para ver la procesión. Como si estuviesen en un balcón andaluz. Como si el Nazareno de la Hermandad del Dulce Nombre de León hubiese pasado por la Via Claudia desde hace tres siglos. En la Taverna dei Quaranta, al final del recorrido, se abrazaban ya a oscuras uno sevillano, un malagueño y un leonés. Peroni en alto. «Me gusta tu Virgen, y a mí tu Cristo». La religiosidad popular también es concordia. El mundo cofradiero es un dique contra la secularización. A los porteadores que van debajo del trono, en la parte invisible, se les llama ‘el submarino’. Pues eso. La fe consiste en cargar todo el peso que nos caiga desde el anonimato. Con abnegación. A cara tapada y a pecho descubierto. Y sobre todo el Jubileo ha sido un triunfo digno de pasar por el Arco de Tito no porque haya acudido un caudal de público, que no lo ha hecho, sino porque nos deja una noticia de alcance universal. El Cristo de la Expiración, una de las obras maestras del barroco, vuelve de allí con la misma agonía con la que se fue. El pecho encogido, los gemelos estallando, los brazos como un banderillero, la vida entre los dientes. Tocando el arpa de Nerón para proclamar que su hechura no le tiene miedo ni a los leones del Coliseo, ni a la eternidad de Roma. Porque por la ciudad eterna han procesionado el hombro invencible de Castilla, la Esperanza perpetua de Málaga y el estertor infinito del Cachorro. El poeta Aquilino Duque exclamó viendo Cristo: «¡Así mueren los hombres!». Pero otra vez ha saltado la noticia de la ‘Espirazione’ de Triana entre los charcos de sangre del Coliseo. No ha muerto. Cristo vive. Mantengamos siempre la Esperanza. Roma ha puesto su pulgar hacia arriba.

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