Una señora detuvo un día en la calle a Paul Válery y le pidió ayuda, porque no era capaz de explicar a su hijo la diferencia que hay entre un toro y un buey. Entonces el gran poeta francés le dijo: «Un toro es un escritor antes de entrar en la Academia y un buey es el que ya ha entrado». El poeta Luis Alberto de Cuenca sigue siendo toro, gracias a que los bueyes de la Academia –con alguna vaca vieja de añadidura– le han negado los votos necesarios para ocupar uno de esos sillones con olor a pis rancio que se reparten en la vaquería.Esta mezquindad de dejar un sillón vacante o un premio desierto, con tal de no reconocer al escritor egregio, la lleva perpetrando esta tropa toda la vida de Dios. Nos cuenta Ruanito en un reportaje publicado en Blanco y Negro que, allá por 1932, se habían presentado al premio Fastenrath un montón de cagajones de autores plúmbeos o pastueños, entre los que figuraba uno que se llamaba Menoyo Portolés; y, junto a los cagajones, concurría también un gallego manco y ceceante apellidado Valle-Inclán, que presentó al premio dos novelitas de nada tituladas ‘La corte de los milagros’ y ‘Tirano Banderas’. Tras sucesivas votaciones, los bueyes de la Academia declararon el premio desierto, como ahora han dejado vacante el sillón al que optaba Luis Alberto de Cuenca. Cuando Ruanito preguntó por lo ocurrido, Serafín Álvarez Quintero trató de maquillar la felonía: «’La corte de los milagros’ ha tenido diez votos. ‘Tirano Banderas’, dos. Pero como la novela de Menoyo Portolés ha obtenido cinco y además ocho señores académicos han votado en blanco, pues no existe mayoría absoluta». Abochornado por esta maniobra digna de cucarachas, Álvarez Quintero propuso la solución de otorgarle el premio a Valle-Inclán por las dos novelas; pero de inmediato los bueyes del jurado enarbolaron el sacrosanto reglamento y rechazaron la propuesta. Así Valle-Inclán se quedó sin premio, como ahora se ha quedado sin sillón Luis Alberto de Cuenca, a quien también pusieron a disputar el sillón vacante con un Menoyo Portolés cualquiera, para que la humillación fuese aún más aflictiva.Hace veinte años, a Luis Alberto de Cuenca le cerraron las puertas del antro Cebrián (que ahora posa por ahí de mártir del sanchismo) y el séquito de sectarios paniaguados que le lamían las almorranas en Miguel Yuste. Veinte años después la operación inmunda la ha urdido el gremio de los lingüistas, que quieren convertir el antro en un chiringuito endogámico (¡como si no lo fuese ya!), a imagen y semejanza de esos departamentos universitarios atestados de mediocrillos y casposos que, como los eunucos, saben cómo se hace pero no pueden hacerlo. Y, claro, a esta caterva un poeta que escribe como los ángeles les jode una barbaridad. Entre la recua de los lingüistas que se abstuvieron para que Luis Alberto no obtuviese la mayoría, ejerciendo de decano, se cuenta aquel don Concha que, después de emocionar con su prédica juvenil a doña Carmen Polo de Franco, cabildeó con éxito para que Francisco Umbral tampoco entrase en la Academia. Estos curánganos rebotados, puestos a anatemizar la buena literatura, no fallan jamás.Como siempre ocurre con las faunas subalternas, los lingüistas actuaron en cuadrilla, odiadores contumaces de todo candidato que pueda llevar al antro palabras que se resisten a ser desolladas como ranas de laboratorio (las ranas que ellos hacen croar con su prosa garbancera). Decía Clarín –quien, por supuesto, nunca fue admitido en la Academia– que en este antro «manda la minoría de los malos y los pésimos». Y otro que jamás fue admitido, el mencionado Valle-Inclán, exclamó por boca de Max Estrella: «¡Yo soy el verdadero inmortal y no esos cabrones del cotarro académico!». Desde luego que lo era, como también lo es Luis Alberto de Cuenca, quien sin embargo tendría que haber seguido el ejemplo de Julio Camba cuando varios académicos lo visitaron en el hotel Palace, dispuestos a presentar su candidatura: «Me ofrecen ustedes un sillón y yo lo que necesito es un piso».¿Qué se le habría perdido a Luis Alberto de Cuenca , que tiene un piso amurallado de suculentos libros y frecuentado siempre por chicas guapérrimas, en ese antro de feos, de malos y de pésimos con verruguitas peludas en el alma? ¿Qué pensaba hacer un hombre como Luis Alberto de Cuenca, niño zangolotino que hace de la literatura una aventura gozosa, entre carcamales amargados y obtusos, entre viejas de ambos sexos que juntan, en su frente y su cogote, moño y mortaja sobre seso orate? ¿Acaso no entendió que su alma superior no podía mezclarse con gentes recocidas en su negra bilis que le podían contagiar su prosa grimosa, su halitosis, su artritis, sus próstatas como quesos de Gruyère? ¿Es que nadie le había dicho que la Academia es un pudridero que siempre mata a los vivos y jamás resucita a los muertos?A ese antro, como nos enseña Rafael Alberti (otro toro excluido), sólo se debe ir para mear contra sus muros, aguantando el pis todo el día (pues no en vano tenemos la próstata prieta y pimpante), para luego escribir con el chorro el apellido de los bueyes e injuriarlos violentamente. Y, en todo caso, se debe seguir siempre aquel consejo de Cocteau: «No hay que rechazar las recompensas oficiales; lo que hay que hacer es no merecerlas». Así hizo Ramón Gómez de la Serna, a quien los bueyes de ese antro le provocaban, con su pretensión ridícula de inmortalidad y su lema propio de limpiabotas cursis, una mezcla de asco y de lástima; y, para que nunca tuviesen la tentación de hacerlo académico, cogió un día la pluma y los puso como chupa de dómine.«Creo –escribió con sorna al final de su filípica– que con todo lo dicho ya no intentarán hacerme académico nunca». Lo mismo decimos hoy desde este artículo. A pastar, bueyes.

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