La Tercera: La Constitución líquida

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La Tercera: La Constitución líquida

La Constitución no es una página en blanco en la que el legislador pueda escribir a su capricho , pues si así fuera la Constitución desaparecería como norma jurídica suprema cuyas prescripciones vinculan a todos los poderes públicos. Pese a la irrefutable veracidad de lo que acaba de decirse, el desapego a la Constitución y, por lo mismo, la defensa de la omnipotencia del legislador parecen extenderse en estos días aciagos de nuestra vida pública, caracterizada por la ausencia de principios, por la conversión de la falacia en moneda corriente en el debate político y en las actuaciones del poder, y por una infección populista que ha contagiado a importantes partidos y ha llegado incluso a determinadas instituciones del Estado.Según los valedores de esa corriente, la política no debe estar sometida al Derecho, sino al revés: el Derecho a la política. En esa concepción, el Estado de derecho queda abolido, rota, pues, la unión entre Estado democrático y Estado de derecho, que es la auténtica clave de la democracia constitucional. Porque eso es lo que algunos intentan: privar de fuerza de obligar a la Norma Suprema del ordenamiento jurídico.Sin llegar a ese extremo, algo de ello parece traslucirse incluso en un documento que, por cierto, aunque bochornosamente filtrado, no deja de ser algo tan respetable como una ponencia de sentencia constitucional, cuyo argumento principal resulta, sin embargo, preocupante, y más en estos días en que la convulsión está aliada con la confusión. En esa ponencia, relativa a la Ley Orgánica de Amnistía, se realiza una afirmación que sólo es parcialmente exacta: que «el legislador puede hacerlo todo menos lo prohibido por la Constitución explícita o implícitamente». Pero a continuación de esa proclama, ya, por principio, no enteramente correcta, la consecuencia que de ella allí se extrae deja al lector sumido en la perplejidad, puesto que viene a concebir la Constitución como una norma tan abierta a la libre decisión del legislador que puede propiciar el camino para sustituir a la democracia constitucional por el despotismo de la mayoría parlamentaria.Por ello hay que tener mucho cuidado, en Derecho, con los términos que se utilizan, pues la vinculación del legislador a la Constitución no es sólo negativa (puede hacerlo todo menos lo que la Constitución, explícita o implícitamente, le prohíbe), sino también positiva (sólo puede hacer aquello que la Constitución le permite). En este asunto, capital, no caben frivolidades ni confusiones. Hay conceptos, entre ellos el de las relaciones entre el legislador y la Constitución, que exigen ser utilizados con un imprescindible rigor, ya que son columnas fundamentales que sostienen al sistema, de manera que su erosión puede provocar, con bastante probabilidad, el derrumbamiento de éste. En el fondo, el problema no es otro que el de la relación entre Constitución y pluralismo político. La democracia constitucional ha de ser una democracia pluralista, ello es cierto, pero ese pluralismo, propio de la libertad, ha de estar limitado en su capacidad de actuar por una serie de reglas y principios que la Constitución establece, porque justamente la vigencia de ellos es lo que hace posible que la Constitución sea una norma que tiene por objeto la limitación efectiva del poder, una limitación que se impone a todos los órganos del Estado y, por supuesto, a las mayorías parlamentarias.La Constitución, junto con normas ‘abiertas’ para hacer posible el pluralismo, esto es, para la adopción legítima de políticas legislativas distintas según las mayorías que en cada momento se proyectan en el Parlamento y el Ejecutivo, ha de contener también un número suficiente de normas ‘cerradas’ que impidan el abuso del poder y, en consecuencia, que obliguen a su cumplimiento, cualquiera que sea la mayoría política producto de las elecciones o de pactos para gobernar. Tales normas ‘cerradas’ definen las líneas maestras del Estado constitucional, tanto estructurales o funcionales (división de poderes, y dentro de ella, independencia del Poder Judicial y exclusividad en el ejercicio de la función que tiene atribuida, seguridad jurídica, interdicción de la arbitrariedad, etc.) como materiales (principalmente, derechos fundamentales, con un contenido esencial protegido frente al legislador, y, entre esos derechos, uno tan nuclear como la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos españoles). Forman, pues, una barrera que los poderes políticos (legislativo y ejecutivo) no pueden traspasar.Hay que insistir: la Constitución no sólo garantiza el pluralismo político, sino que también contiene determinadas reglas, principios y valores que el pluralismo ha de respetar. En este punto conviene aclarar que nuestra Constitución (toda Constitución) no sólo contiene prohibiciones expresas a la acción del poder, sino también implícitas en cuanto que del reconocimiento de aquellas normas cerradas se deriva la prohibición de vulnerarlas. Pero, además de esas prohibiciones, también establece las condiciones y límites para el ejercicio del poder público que ningún órgano del Estado, ni siquiera el Parlamento, puede transgredir.Desde hace años, en vista del deterioro institucional que, lamentablemente, estamos padeciendo, no me he cansado de repetir que ese deterioro no proviene tanto de defectos de nuestra Constitución cuanto de su inaplicación o falseamiento . Toda Constitución es mejorable, la nuestra por supuesto, pero su texto actual puede servir perfectamente para ordenar de modo pacífico la convivencia garantizando la libertad, la igualdad y la seguridad, con una condición: la lealtad a las disposiciones constitucionales. De ahí la necesidad de tomarse la Constitución en serio, esto es, de respetarla (y no incumplirla ni desvirtuarla). Nuestro Rey lo ha dicho así, con admirable acierto, en varias ocasiones, una de ellas en su mensaje navideño de 2023: «Fuera de la Constitución no hay democracia ni convivencia posibles, no hay libertad, sino imposición, no hay ley, sino arbitrariedad. Fuera de la Constitución no hay una España en paz y libertad».No confundamos la ‘apertura’ constitucional con el ‘menosprecio’ constitucional. La Constitución no puede ser líquida, sino sólida; la democracia constitucional no puede ser una democracia huérfana de principios, sino una democracia jurídicamente resistente frente a los que intenten destruirla. Si esas condiciones no se dan se abriría el camino de la demolición, en el que «todo lo sólido se desvanece en el aire» (frase del Manifiesto Comunista que dio título a un conocido libro de Marshall Berman), o en el que «huyó lo que era firme y solamente/ lo fugitivo permanece y dura» (como se lamentaba Quevedo en su soneto a ‘Roma sepultada en sus ruinas’). Desvanecimiento, fugacidad, no es lo que quisiéramos en España para el mejor sistema de convivencia civilizada que la Historia nos ha deparado: el Estado constitucional y democrático de derecho.SOBRE EL AUTOR Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional

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