Delirio de Morante por Alcalá: La tarde en que perdimos los zapatos

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Delirio de Morante por Alcalá: La tarde en que perdimos los zapatos

Hay tardes en que sale uno de los toros toreando, pero esta vez salía la gente como si fuera a tomar el Capitolio. Había en su gesto algo de definitivo, de manifestación reivindicativa de una felicidad, un poso de plenitud torera que es una emoción muy particular que los empujó a raptar a José Antonio Morante y llevárselo a hombros por la calle Alcalá arriba en un delirio histórico que no se recordaba. El torero de la Puebla no había cruzado nunca el arco de ladrillos de la Puerta Grande de Las Ventas, y su salida a hombros hizo palidecer todas las anteriores. «¡Hay que llevarlo al hotel!», gritaban los aficionados y, cuando el coche de cuadrillas arrancó sin el maestro, estalló la locura. Los coches que transitaban por los seis carriles de la calle, lánguidos y rutinarios con su domingo a cuestas, se encontraron con una masa de gentes enfervorecidas que gritaban «¡Jo-sean-tonio! ¡Morante-dela-Puebla!» Los conductores tocaban la bocina y algunos se desesperaban. Uno de ellos, fuera de sí, intentó salirse del atasco y le pasó por encima del capó una docena de aficionados. Noticia Relacionada SAN ISIDRO estandar No Morante, a hombros por Alcalá tras abrir la Puerta Grande de Madrid: «Ha sido mérito a toda una trayectoria» ALICIA P. VELARDE El cigarrero rinde Las Ventas y sale de forma apoteósica por la puerta de la Calle AlcaláHubo caídas, tropiezos , pechazos de los caballos-policía. Curro Javier, el banderillero, se agarraba a los aficionados en una exaltación de tantas cosas, y se daban abrazos algunos que no se habían visto nunca. El torero flotaba como podía en una tempestad de cuerpos y de manos que querían tocarlo, acariciarlo, que lo querían agarrar y arrancarle los alamares en una adoración casi caníbal de forma que se le iba deshilachando el traje de azul marino y azabache, oscuro como un disgusto, solemne y hecho jirones. Jalaban de él de manera que parecía que lo iban a desmembrar de puro amor, como al Jean-Baptiste Grenouille de ‘El Perfume’. Derribaron, por causa del gentío que se atropellaba, vallas de obra, papeleras, sillas y muchedumbre. Había un tipo encaramado a una furgoneta de la policía. Cuando subieron por Alcalá, la tarde moría en rosas y azules y el cielo quedaba a la altura de Manuel Becerra en una escena que era una canción de Joaquín Sabina . Allí arriba lo recogió la furgoneta y los pibes fueron detrás de ella, corriendo hasta el hotel Wellington, muchos de ellos descalzos. Por la calle dejaron un reguero de chavales que jadeaban, alpargatas, un móvil y una sandalia que un agente de la UIP devolvió a una moza veinteañera. En la salida del ruedo se perdieron tantos zapatos que los fueron colgando en las rejas de la Puerta Grande como si fueran exvotos . El toreo y el pueblo se encontraron como pocas veces se habían encontrado en una plenitud de cuerpos, de gritos y de alegría que para algunos duró hasta la madrugada. Unos no tenían nada que decirse y con sonreír tenían suficiente. Otros asistieron al debate de los despojos, que se hizo tan absurdo: que si la segunda oreja era excesiva, que si la primera se había quedado corta, y otras discusiones que habían perdido el sentido. A Morante lo sacaron por la puerta grande por aclamación popular y todas las polémicas acerca del exceso respondían a la incapacidad que tenemos como seres humanos de aprehender la historia cuando sucede delante de nuestros ojos. Otros, conscientes, se acordaban de la escena de ‘Juncal’ en la que contaba el Búfalo que su padre, viendo al torero en El Puerto de Santa María, le gritó: «¡Niño, a ver si te enteras, que lo que estás viendo no lo vas a ver en tu puta vida!». Lo cierto es que no había pasado nunca, y esa noción de lo definitivo lo iba empapando todo. Broche de oro El diestro fue llevado a hombros por la calle Alcalá arriba en un delirio histórico que no se recordaba. Tania Sieira/EfeMorante de la Puebla, que venía de confesar un rosario de problemas de salud mental y una tristeza honda y dolorosa, traicionera como un pinchazo en los costillares, había hecho lo que nadie había hecho nunca y le había dado la vuelta a la temporada como a un calcetín. Desde ese momento, estaban él y después ‘nadie’, que dijo El Guerra. La carrera del torero había alcanzado un antes y un después como aquel del rabo de Sevilla, solo que en Madrid. Ese Madrid enfadado, duro y áspero, con ese listón moral que no se lo salta ni un keniata, se había entregado a él, y él a ellos, y cada uno se había quedado con una parte: el de pecho al primero llevándose al toro al hombro contrario, las verónicas, los naturales al cuarto tan lentos que le pegaban ovaciones y aún no había terminado de dar el muletazo. Bajo el balcón de la habitación del hotel, se formó una pequeña manifestación, y el torero salió al balcón a saludar, a bendecirlos y a besar la bandera de España, que cuelga de un mástil de la mejor suite, la suya. En el bar de El Ruedo, donde los botellines, en ese sitio que llaman el guarro donde una noche fue Limonov al salir de los toros, paraba la gente, sudorosa como crossfiteros, y se agotaban los sinónimos de catarsis. Hacían así y asao con los botellines como si fueran el estaquillador de una muleta invisible, remataban detrás de la cadera muletazos imaginarios y se enroscaban, como se los enroscaba José Antonio, toros negros hechos de aire y de recuerdos imborrables . Hablaban de Juan (Belmonte) y de José (Gallito), de Curro, de Paula y de José Tomás, y se discutía lo que parece ya evidente: que estamos ante el mejor torero de la historia.

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