Caronte y el torero

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Caronte y el torero

Éramos una decena de personas dentro de un ascensor viejo, lento, fatigado, como si también él llevara tres días con el alma averiada. En el hospital de Sevilla donde subíamos, no había prisa que valiera. Unos hablaban entre ellos en voz baja, respetando una liturgia invisible. Se contaban los avances del tratamiento, la espera de un diagnóstico, las noches sin dormir. Otros callábamos, masticando el miedo.Cuando un ser querido enferma, el mundo se detiene y el hospital se convierte en una enorme orilla bañada por la temida laguna Estigia. Cada uno de nosotros es allí un posible pasajero de Caronte esperando el juicio de la medicina, el gesto del médico, el sonido de un monitor.El ascensor, consciente de la gravedad de su carga, paraba en cada planta, abría sus puertas, descargaba tristezas, recogía nuevas ansiedades. Y de pronto, al llegar a una de esas plantas intermedias, las puertas se abrieron y apareció él. Curro Romero, en silla de ruedas, acompañado por su bella esposa, Carmen Tello, y dos enfermeras. Iba elegantemente vestido, como si de un paseíllo se tratara. No supimos si era él el enfermo o si acababa de visitar a alguien. Pero eso no importaba. Porque el maestro pertenece a esa categoría reservada a los mitos, a los que ya no se les concibe dentro del dolor humano. Verlo fue como abrir una rendija a la historia viva.Y entonces sucedió. Como si todos lo hubiéramos ensayado, como si una misma emoción nos atravesara, comenzamos a aplaudir. Fue un aplauso profundo, lleno de respeto, de reconocimiento, de necesidad. Como si ese gesto nos aliviara un poco la carga que llevábamos. Fue como un «olé» unánime y silencioso que desvió por un instante nuestra atención del dolor.Él, sin asombro, sin palabras, levantó la mano con la seriedad y el temple de torero. Un saludo firme, seco, eterno. Las puertas se cerraron dejándolo al otro lado, y la vida volvió a su rutina de angustias personales. Pero durante unos segundos, ese ascensor fue un pequeño templo donde la leyenda calmó la pena.Aún queda memoria y queda respeto. Aún hay hombres a los que mirar con admiración. Y aún quedan ciudades, como Sevilla, dignas de su propio mito.

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