Contra el verano

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Contra el verano

No quiso Dios tener piedad conmigo y, en su infinita sabiduría, decidió que la manera más adecuada para dar la bienvenida al verano este año era disfrutando de una ola de calor en Sevilla, algo que se encuentra, sin duda, entre las dos o tres cosas más increíbles a las que un ser humano puede enfrentarse. No es ese un calor como los demás; el calor de una ola en Sevilla es otro nivel, juega en otra liga, tiene algo como de escenario distópico. Ya cuando bajé del tren en Santa Justa noté esa bocanada de aire salido del averno, un aire destructivo e inhumano como de peluquería de señoras que a punto estuvo de hacerme llorar hecho un ovillo. Sevilla era en ese momento un secador de pelo a máxima potencia apuntando a mi rostro mesetario. Me metí en un taxi a la máxima velocidad a la que un hombre pegado a una maleta puede llegar, lo cual no solo no mejoró las cosas, sino que además las empeoró, porque al calor surreal de la calle Kansas City se le unió el propio de un cuerpo en taquicardia tras haber batido, probablemente, la mejor marca europea del año. El taxista no vio necesario encender el aire acondicionado y yo no discuto nunca con un taxista, así que ahí estaba yo, en el asiento de atrás de un Skoda, con las ventanas abiertas y el pelo como el grande de los Jackson Five. Sin entrar en más detalles, cuando salí del coche la carrocería había alcanzado la temperatura de fusión del tungsteno. El metal goteaba como el reloj del cuadro aquel de Dalí. Derrotado y ya en la soledad del hotel me tomé un café solo. Metí la cucharilla para dar vueltas y cuando la saqué me había quedado con el rabillo de la mano. El resto había desaparecido en un increíble magma volcánico e hispalense. Cuando, más tarde, salí a la calle todo seguía igual excepto yo, que iba enfundado en un traje y en una corbata muy apropiadas para esos 41º que marcaba el termómetro en el puente del Cachorro, que en ese momento miraba al cielo como no pudiendo creérselo.Pero ahí no acaba la historia porque, si Sevilla no era suficiente, la Divina Providencia quiso cebarse conmigo mandándome al segundo mejor lugar que uno puede imaginar para pasar una ola de calor. Que es Córdoba, claro. El calor de Córdoba es como el de Sevilla, pero con mala leche. Es el mismo sol, pero además te mira mal. Los pájaros allí no pían; dicen ‘ay’. Enfundado en el mismo traje paseé con las maletas en la mano por la maravillosa avenida que me llevaba al hotel, maldiciendo a la vez mi suerte y la canícula. Sevilla, Córdoba. ¿Dónde querría el destino que terminara yo esta ola de calor? ¿En un asador de Écija? ¿Quizás en un invernadero de Almería?Yo comprendo que el verano les pueda gustar, pero es una parafilia como otra cualquiera. Yo solo siento dolor, un dolor profundo y descarnado, un dolor como de bolsa de basura llena de cáscaras de sandía fermentando en un contenedor al sol de Lavapiés. Solo de pensar en una playa llena de gente, me entran ganas de llorar. Me deprimo solo de pensar en ese hombre con bermudas enseñando las piernas, esas piernas depiladas y madrileñas que a punto estuvieron de ganar una etapa de la Vuelta a Burgos en los noventa y que hoy muestran un tatuaje con el nombre de su hija. Que la verdad, no sé por qué se lo tatúan, a mí me resultó relativamente sencillo aprenderme el nombre de la mía.El verano ha llegado de nuevo con su vulgaridad tercermundista y su desorden táctico. Y yo me entrego a la demencia de la belleza neurasténica convertido en un personaje de Dickens, con unas ganas locas de alquilar un frigorífico industrial y esperar ahí la siguiente ola leyendo a Baroja. A ser posible con bufanda.

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