He acudido a Roma con mi familia para asistir a la defensa de la tesis de nuestro querido Carlos. A la salida de la Universidad Pontificia y bajo el calor sofocante acudimos con el ya doctor en teología al restaurante Abruzzi, vía del Vaccaro, muy frecuentado por curas. Nos oye hablar en español y un camarero eufórico exclama: «¿Españoles? Mi dios es Emilio Butragueño y el Real Madrid». Habla con mucha gracia nuestro idioma. Nos levantamos para abrazarlo -mi mujer le explica que es del Barça, supongo que por lo que dice Rajoy, de crear buen ambiente en la sala- y nos cuenta su vida ligada a las gestas del club, la historia de su hija con la que comparte militancia y que ya ha ido al nuevo Bernabéu y que él espera conocerlo la temporada que viene. «Mi dios es Butragueño », repite, cuando ya la euforia remite y nos volvemos a sentar, «y la ventaja con el otro Dios es que por lo menos el Buitre sabemos seguro que existe». Y entonces la cálida noche romana resbala hacia su magia.Un cura joven, o muy joven, rubio, con peinado de presumido, muy seguro de resultar atractivo aunque en las últimas horas ha administrado con poca prudencia su exposición al sol, vestido con hábito blanco, impoluto, dice desde la otra punta de la sala en un italiano apedreado por el acento alemán: «Bueno, la ventaja del Dios de todos es que cuando le rezamos, responde». Es el típico repelente que todos hemos tenido en clase, de un lado brillante en sus notas y del otro demasiado estúpido para ser nuestro amigo. Más que un cura católico parece el típico protestante fanático que hace bromas sabiendo que hieren para parecer el más inteligente. Veneno de sangre fraterna, extrarradio de la fe, un mar de cenizas que envuelve nuestro archipiélago de culpa. El camarero, que ya sabemos que se llama Rosario, se siente mal al escuchar el comentario, como si hubiera ofendido a alguien. Todos en mi mesa critican al teutón, algunos van más allá enumerando las consecuencias del tipo de sentido del humor alemán, y yo no digo nada, pero estoy triste por la cara de Rosario y porque se haya puesto en duda la cortesía de Emilio Butragueño. ¿Cómo que Emilio no responde? ¡Si es uno de los hombres más educados de España! El Buitre responde siempre, ayuda siempre, y sabe siempre cómo hacer para no meterse en más líos de los estrictamente imprescindibles. Yo, aunque elija mis momentos para confesarlo, también soy del Barça y Emilio nos destruyó siempre, pero le queríamos, y fue siempre muy respetuoso con nosotros y Cruyff, que no regalaba elogios, dijo un día que le habría gustado ficharlo aunque sabía que era imposible. Para los barcelonistas de unas cuantas generaciones, Butragueño fue nuestro castigo más severo pero también alguien a quien admiramos y aplaudimos. Entre lo del camarero triste y mi infancia cuestionada decido hacer algo y escribo a Emilio contándole la escena. Inmediatamente me llama, me aparto de la mesa para que nadie se dé cuenta de lo que estoy haciendo y me dice que está a mi disposición para lo que quiera. Se van enterar los alemanes, pienso, con una absurda pero oye, emocionante euforia aliada.Le pido que espere dos minutos y que vuelva a llamarme. Yo tengo siempre el móvil en silencio y lo pongo al volumen máximo, pido a Rosario que se acerque y le entretengo dándole conversación sobre el Madrid hasta que mi móvil empieza a hacer un ruido de banda municipal y se lo doy casi gritando para que el otro me escuche: «Emilio Butragueño te está llamando». La sala guarda silencio al instante. Tarda unos segundos Rosario en dejar de llorar para poder hablar. Le cuenta todo a Emilio, que le hace mil preguntas y le pide las señas para mandarle una fotografía firmada.Por todas las veces que los repelentes, los alemanes, los protestantes y demás artefactos pudieron contra la alegría mediterránea, elemental, luminosa e imperfecta, todos aplauden y gritan cuando Rosario cuelga, otra vez entre lágrimas y abrazos. Por todo eso y para que nunca más nadie se atreva a poner en duda la eterna amabilidad del Buitre.

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