Mi hija y mi ahijada, 13 y 15 años, aunque Maria cumplirá los 14 en septiembre, me piden que las acompañe al Share Festival, dedicado al reguetón, en el Parque del Fórum. Lo que veo me arrasa: niños de su misma edad tatuados, sin camiseta, fumando; niñas pintadas como en las películas de secuestros turbios y vestidas con pantaloncitos y faldas muy cortas y tops que son bikinis. Es verdad que hay matices en la degradación, pero todos se parecen a todos, y el outfit que he aceptado al salir de casa con mis dos niñas ahora me parece un linchamiento. Calor atroz. Hedor a muchedumbre y a cerveza.El primer impulso es marcharme. Y no sólo marcharme sino hacerles en el taxi de vuelta el discurso de la decepción: por la indumentaria, por la falta de originalidad, por la vulgaridad de su música, y un taxi con aire acondicionado y poder huir de ese espanto me parece que la democracia. Pero no digo nada y pongo mi mejor cara. Y hago la cola para cargar mi pulserita y poderles comprar agua en los tenderetes. Me mezclo entre cuerpos que no merezco. Más de cerca, los chicos parecen igual de horteras y de macarras pero he de decir que son muy educados y dos que van sin camiseta y piercings en los pezones me ceden amablemente el paso y dicen a sus amigos que hay delante: «Dejad pasar al señor» y en lógico -y populista- agradecimiento los invito a todos a sus cervezas y gintónics, buscando claramente poder escribir la frase siguiente. Y de repente aquí estoy, con mi calva, mi barriga, mi barba entre canosa y gris, mi camisa de lino de Loro Piana, rodeado de tatuajes y piercings, cervezas y porros, y la conversación sobre sus artistas de unos muchachos muy agradables que saben de qué hablan y de vez en cuando usan palabras e incluso conceptos muy por encima de su -es un decir- vestimenta.Sorprendido, agradecido y contento por haberlos conocido me despido de ellos y continúo dando vueltas por la explanada. Recuerdo a mi suegro cuando en 1988 acompañó a mi mujer, que entonces tenía más o menos la edad de Maria, a comprar a las taquillas del Camp Nou las entradas para el concierto de Bruce Springsteen . Fueron en coche y es relevante decirlo porque eran tales las pintas que mi suegro vio en los alrededores del estadio que no paró de conducir y volvieron a casa con la prohibición a su hija de acudir a aquel antro de drogadictos y borrachos. Ni era un antro, ni eran drogadictos o borrachos, por lo menos no todos. Pero esta es la impresión que suelen causarnos los gustos musicales de nuestros hijos y su modo de vestirse. Mis abuelos se horrorizaron con los Beatles de mi madre y los pantalones campana, y las drogas que entonces sí se tomaban, y a lo bestia (ella, no creo); y hoy Bruce es un clásico y hablamos de Lennon y McCartney como si fueran Mozart.No es que sea reaccionario insultar a los cantantes de nuestros hijos: es estúpido, estéril y un absurdo muro que levantamos contra ellos. En este festival, para mí hiriente, humillante, de calor infernal, de gritos tan soeces que parece que hablen en otro idioma, veo con nitidez a mi niño en los conciertos de Lluís Llach a los que acudía como cinco horas antes para ver las pruebas de sonido y cómo se montaba el escenario y un público que por supuesto no era como éste pero tampoco se parecía, en absoluto, a cómo me habían educado.Por eso tenemos que morir. Y en verano y en un festival de reguetón, porque cada generación tiene su lista de éxitos, su atuendo, y perdemos el ritmo cuando no estamos en el centro y todo nos parece peor que «en nuestra época». Ésta es nuestra naturaleza perecedera, éste es el imprescindible envés para que los momentos de júbilo puedan ser tan intensos.La estrella de esta noche es Eladio Carrión y al finalizar el concierto y con el artista ya descendido del escenario y sin venir a qué, la muchedumbre empieza a gritar «Puta PSG», «Puta Madrid», y «Ser del Barça es lo mejor que hay». Maria me dice que es lo que se suele gritar como fin de fiesta, sin una motivación concreta. Esto, ves, lo hacéis mucho mejor que en nuestra era, en la que a las hordas no les bastaba con gritar y rompían los cristales.

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