25 años de El Ejido: «Puede volver a pasar mañana»

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25 años de El Ejido: «Puede volver a pasar mañana»

Entre el plástico blanco de los invernaderos que asedian El Ejido , el muro de cal blanca resulta indistinguible, pero esa es la tapia del cementerio. Entrando, a la izquierda, abre una pequeña y fresca oficina con un acuario sin agua, una impresora y un sepulturero vestido de azul añil que se llama Pedro y que teclea un nombre en el ordenador. «A esa chica la enterramos aquí; de eso estoy seguro». Entonces, le cambia el gesto, satisfecho, y recorta la esquina de un folio en la que escribe un código de letras y números que le sirve como el mapa de la tumba que buscamos. Andamos por entre un silencio de ocho mil y pico muertos que solo rompe el zumbido de una mosca gorda y verde que nos sobrevuela como un dron. De pronto, Pedro se detiene y extiende la mano.«Esta es», indica. Entre orquídeas de plástico blanqueadas por el sol y el olvido se puede leer un nombre y una fecha: Encarnación López Rodríguez, 5 de febrero de 2000. «Aquellos días pasaron muchas cosas», dice Pedro, que habla en elipsis, amable y serio. Muchas cosas fueron los sucesos de El Ejido de hace 25 años cuya memoria ha vuelto a la vida a raíz de los enfrentamientos de Torre Pacheco y que supusieron una guerra en el pueblo entre nativos e inmigrantes, una ola de violencia que se saldó con decenas de heridos, una cicatriz y una desconfianza que aún no se han curado. Sin Tik Tok, sin ultraderecha echando leña al fuego, pasó y nadie en el pueblo lo ha olvidado.-Pedro, ¿cree que se podría repetir?-Aquello fue una chispa que prendió porque había rescoldo. Ahora no hay chispa, pero el rescoldo sigue. «Aquello fue muy feo. Ahora la mayor parte de los inmigrantes hace su vida tranquilamente» José FernándezTodo estalló el 5 de febrero después de que Lesbir Fahim, un inmigrante irregular aquejado de problemas mentales, intentara robar un bolso a una chica en la calle profesor Matilla en la barriada de Santa María del Águila. Cuando ella intentó escapar, la apuñaló en el hígado, el cuchillo alcanzó un vaso y murió sin que los médicos pudieran hacer nada. «Era día de mercadillo -explica José Fernández (apellido ficticio)-, la plaza estaba llena de gente y rodeada de puestos donde vendían un poco de todo. Encarnación, de 26 años, quedó tendida en el suelo entre el gentío, la sangre y el espanto en un escenario que parece mentira, ahora que en esa plaza mujeres con pañuelo empujan cochecitos y los niños de un campamento juegan con agua y cantan que «El Ian se ha ‘cagao’ en el bote’ el Colacao». Nada hace prever la tensión, si acaso llama la atención que, cuando el reportero se presenta y plantea la pregunta sobre aquellos sucesos, tres de los cuatro jubilados del banco se levantan y se van, y queda José, solo ante la grabadora. Como si aún les doliera aquella cuchillada, como si aún sintieran vergüenza de lo que vino después. «Aquello fue muy feo. Ahora están tranquilas las cosas. La mayor parte de los inmigrantes hace su vida sin dar problemas».Fue terrible. Nos encerramos en casa porque pensábamos que nos iban a matar Malika MedhmehLo que vino después fue la locura absoluta. Unos días antes, el 22 de enero, Cherik Hadij, otro inmigrante irregular de tantos que trabajan en los invernaderos, mató a dos agricultores. A uno, le dio con una piedra y a otro, lo degolló. En el funeral de Encarnación, confundieron al subdelegado de Gobierno con un jefe de una ONG de acogida y en la trifulca le pegaron una paliza. Aquella noche y los dos días siguientes se puso en marcha una cacería al inmigrante. En el Bulevar de El Ejido, hoy jalonado de establecimientos de moda árabe, locutorios y tiendas de móviles, supermercados halal y un tejido comercial propiedad en su mayor parte de inmigrantes, cruzaron coches, los volcaron y los quemaron. Vecinos del pueblo, espoleados por otros de localidades vecinas, tomaron bates y latas de gasolina, apalearon, persiguieron y quemaron propiedades de otros inmigrantes sobre todo marroquíes. Malika MedhMedh, de Casablanca, casada con un español, recuerda aquel terror. «Nos encerramos en casa porque creíamos que nos iban a matar», rememora en esa misma calle y asume que el ambiente es «mejor» pero que «cada vez que la hace un marroquí pagamos todos por ellos».Allá, arriba de la calle, al mediodía, Mohammed Ezzinaoui El Hady, de 30 años, atiende en su supermercado Halal y admite que hay que distinguir entre un tipo inmigración y otra. «Hay gente que viene a trabajar y otros, a hacer cosas malas. En la puerta de la tienda se sientan los chavales y molestan a todo el mundo. Muchas veces tengo que llamar a la policía». ¿Quiénes son esos chavales, dónde encontrarlos? ¿Y tan peligrosos son? Todos apuntan calle arriba, llegados a la calle Manolo Escobar, a la derecha. «Ahí los vas a ver».Los zagales te lían, te intentan robar, te pegan. El ambiente es muy malo Jaime AndújarLos zagalonesLa lotería instantánea que compra el reportero no lleva premio, pero no le importa porque es una excusa para hablar con Jaime Andújar (apellido ficticio), que vende cupones en la calle. Jaime tiene reflejos y memoria y se ríe socarrón cuando el reportero se identifica, pues ya lo había calado. Por las pintas de forastero y por no saber de rascas, claro. Recuerda con nostalgia los tiempos de la primera inmigración. «Hace 40 años llegó el primer africano. Se llamaba Sory y nos lo llevábamos de marcha. Ligábamos mucho cuando venía él». Hoy, Jaime asegura que cuando llegan «los zagalones», cierra la barraca y se va. «Te lían, te intentan robar, te pegan. El ambiente es muy malo. Lo que pasó hace 25 años se puede repetir mañana». David García acota el problema: «No son los inmigrantes: son los chicos, las segundas generaciones. Los oigo llegar por la calle con sus patinetes, van de chulos, metiendo bulla. Rompen los retrovisores de los coches, pegan a la gente, te meten un tirón… Si les llamas la atención, se te enfrentan», admite.Tumba de Encarnación López (26 años), acuchillada el 5 de febrero de 2000 por un inmigrante irregular que quería robarle. Fue el detonante de los enfrentamientos C. ApaolazaCalle arriba hay una frontera que no se puede ver, pero se siente con una claridad geométrica, como si hubieran trazado en el suelo una raya de fuego. Si la cruzas, cambia el paisaje urbano: ojos enrojecidos, miradas aviesas y un muro de evasivas ante las preguntas. Comentarios a las espaldas, dos tipos siguiendo al reportero, cálculos de peleas por el rabillo del ojo. En el callejón junto al café donde al periodista le toman las medidas, alguien ha arrojado un bolso gastado, probablemente robado. Es martes a mediodía y, perdida ya toda esperanza del frescor de por la mañana, la terraza a la sombra de la cafetería está cuajada de hombres. Solamente una mujer, sentada en la puerta, escuálida por los excesos de la droga, se sienta en el escalón de la entrada, pálida y delgada como un suspiro, como un Rubens inverso. Gustavo, que es panadero, de 47 años, peruano de nacimiento, vive en esa calle y admite que de noche «no se puede salir. A partir de las siete de la tarde, «la calle es suya. Venden droga, se pegan, roban, y si se te ocurre decir algo, te dan una paliza».Ante las preguntas del reportero, una pareja de veinteañeros escapa en patinete, pero uno de ellos da una clave: «Si vuelve a pasar lo de entonces [los sucesos de hace 25 años] no vamos a correr porque ahora somos más que vosotros». Y tiene razón. Si en el año 2000 los extranjeros representaban el 13% de la población, ahora son el 32% y solo el 20% son marroquíes, la población mayoritaria después de la española.La amenaza de una pelea en la que los inmigrantes ganan, proclamada en la estela de un patinete eléctrico, queda suspendida en un aire de perfume que sale de las tiendas, de especias y de humo de hachís con un punto de fuego lejano: de hoguera a punto de prender. Entonces, el reportero recuerda la profecía de David García, el escalofrío de esos muchachos como niños ciclados, y la cuestión de las segundas generaciones. José Carlos Cabrera, experto en inmigración árabe, explica que El Ejido ha sido «un laboratorio». Si uno tira de hemeroteca, allí se probó de todo: montaron talleres de concienciación sobre el racismo, programas de integración y tomaron medidas legítimas contra el chabolismo indecente en el que vivían los temporeros que trabajaban en la fruta. En este cuarto de siglo, El Ejido ha sido noticia en relación a aquellos sucesos que lo persiguen como una maldición de hemeroteca: la delincuencia, el racismo y el símbolo del ascenso de VOX (28%, segunda fuerza en las generales detrás del PP con 44%) como consecuencia hipotética de la suma de todo lo anterior. Este es un municipio agrícola y en lugar de anunciar ofertas en los supermercados, en las vallas publicitarias hay anuncios de productos químicos contra el pulgón y fertilizantes para los pepinos. Hablamos de una renta per capita baja en un municipio que no es pobre. El motor del milagro agrícola almeriense está cuajado de sucursales bancarias, tiene un Corte Inglés que no tiene Almería y a principios de los 2000 llevaron a tocar a los Rolling, pero en algunos núcleos los temporeros aún viven en chabolas.Falta de inclusiónCasi todas las noticias que hablan sobre las lecciones de El Ejido retratan la lucha contra el racismo de la parte de los españoles. Sigue funcionando el programa ERACIS que trabaja para mejorar condiciones e integración en zonas desfavorecidas y hasta sacaron una peña de fútbol de extranjeros que se llamaba Ejido Multicolor, como un ‘Invictus’ almeriense. Los resultados son difíciles de medir y no se comunican de parte del Ayuntamiento (PP) que ha declinado participar con una voz oficial en este reportaje pues «lo que pasó en Torre Pacheco no tiene nada que ver con El Ejido», según fuentes municipales. Las noticias que aparecen en una búsqueda muy básica de los términos «Delincuencia y El Ejido» no son esperanzadoras. La población ha aumentado un 20% desde 2009 en un fenómeno de llenado similar al de Torre Pacheco. La asimilación de toda esa masa no está resultando fácil. Un estudio del Sindicato Unificado de Policía admite que la criminalidad ha aumentado un 16,7% en el último año. Uno de los delitos que más ha crecido son las riñas y lesiones que se han doblado desde 2019 y las agresiones sexuales que han aumentado un 30% en este mismo periodo. Según los policías, para mantener el orden se necesitan 90 agentes más y el Ayuntamiento ha comunicado que va a instalar cámaras de vigilancia en 120 puntos del municipio para mejorar la seguridad en un municipio de 91.400 habitantes. Así visto, no parece un vergel de paz y convivencia.Más chicos vuelan por las aceras en patinete, silenciosos y vestidos de negro: parecen todos el mismo. Los ‘zagalones’ están por todas partes. «La clave es la falta de inclusión de las nuevas generaciones por falta de una identidad común. Las segundas y terceras generaciones se siguen sintiendo de fuera. La identidad es una bomba de relojería», retrata Cabrera. «No se hace inclusión con los inmigrantes : lo que se hace es almacenarlos. El trabajo ha servido para dejar el problema latente durante estos años, pero el descontento sigue ahí».

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