De paseo por la Rambla: un lugar para los que rezan

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De paseo por la Rambla: un lugar para los que rezan

Ha sido siempre para mí un misterio lo que comen los turistas en las terrazas de la Rambla, y sobre todo por qué. ¿Tan mal estáis en vuestros países que con esto os basta en una ciudad como Barcelona? Pido lo mismo que ellos, a ver qué pasa. Lo mismo que los de la mesa de al lado.—Es mucha comida para uno solo, me dice el camarero.Paella, calamares, una ensalada pulpo a la gallega. Sangría. No es todo tan malo. Es demencial desde cualquier punto de vista gastronómico, no tiene ningún interés, pero he de decir que el tipo de turista que recurre a estas terrazas es mucho peor que lo que van a tomar, que está dentro de un orden. Un orden bajo, pero un orden. El aspecto, la estampa, el concepto mismo de comer y de ser visto comiendo en la Rambla es mucho más grave que la comida, bastante mejor, por poner un ejemplo, que la que dan en los colegios de la ciudad, ya sean públicos, privados o concertados. Dejo todo, pago -nada especial-, al camarero le da pena que no haya comido, le digo que reparta la comida entre los clientes o los empleados, y me levanto con la sensación de que una realidad perfectamente aceptable me ha estropeado un artículo que me imaginaba violento, demoledor, y con este desánimo me dejo caer Rambla abajo pero Dios, Dios guarda siempre un lugar para los que rezan , y cuando ya nada esperaba personalmente exaltante paso por delante del Teatro Principal y veo la puerta de la entrada de los artistas levemente abierta. El teatro está pendiente de una remodelación y tiene licencia de obras desde 2023 y un presupuesto aprobado de 25 millones pero aún no han empezado los trabajos. Entro. No veo nada. Hago la luz con la linterna del iPhone, accedo sin darme cuenta al escenario. Todo está destruido como si hubieran pasado los alemanes. Pero no es un espacio neutro para mí ni he entrado porque sí. Yo pertenezco a este aire. Pese a la poca luz y las ruinas me recuerdo sentado en la fila 4 durante trece noches de finales de 1998, o principios de 1999, en los conciertos de presentación del disco ‘9’ de Lluís Llach.Fui cada noche y cuando se apagaban las luces y el artista aparecía en el escenario era para mí un momento mágico. Luego las canciones me gustaban, y mucho, y me gustan todavía, y todavía las escucho, y muy a menudo las de aquellas noches en este teatro. Pero el momento de silencio y penumbra que precedía a su entrada, la ovación inicial y el comienzo de la música, nunca dejó de impresionarme y hoy vuelvo sobre sus pasos. Tiene algo de profanación y algo de sagrado. Me pongo en los auriculares uno de aquellos recitales y pienso que me cae bien el chico que cuando algo le gustaba necesitaba volver hasta que se agotaba. Estoy un rato, no mucho, porque ya sé cómo escribir esta parte del artículo. Y Dios, Dios que nos quiere más de lo que pensamos, me tiene una última gracia reservada porque al salir del teatro, de vuelta por la Rambla, me encuentro de cara a Lluís Llach con una pancarta contra Felipe VI de visita en el Liceo. Son a lo sumo 150 manifestantes, tan desvalidos, tan desballestados que parece que alguien los hubiera escogido al azar de una residencia y que ellos hubieran aceptado formar parte de cualquier happening por el gozo de no sentirse, por lo menos durante un rato, tan solos.Procuro mantenerme a distancia para que no me vea y no herirle con la mirada al ídolo que te ha decepcionado. Llach despliega una bandera estrellada y él y sus acompañantes insultan a algunos de los que entran al teatro para estar junto al Rey. El delirio máximo llega cuando uno de los manifestantes se da cuenta de que en el tejado del edificio hay policías y francotiradores. «¿Tanto miedo nos tienen?», grita Llach. No se le ha ocurrido pensar que el Rey viaja con esquema de seguridad para protegerlo de terroristas de verdad. Me da pena verlo así, tan fuera de la realidad, cuando hace unos minutos recordaba su presencia artística tan sensacional. Me da una pena no burlona: una pena triste, sincera.Que nuestro mundo está en ruinas no hace falta entrar en un teatro abandonado para saberlo. Que las paellas de los turistas de la Rambla sean más dignas que las comidas del colegio es una vergüenza. Y en cuanto a ti, Lluís, ni con una ni con mil pancartas vas a conseguir que deje de escucharte.

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