Algunos tienen fondos indexados al índice Nikkei, otros tienen criptomonedas y hay quienes tienen acciones de Alphabet. Pero yo tengo un botijo. Y eso es algo que no tiene todo el mundo. Recuerdo que una Navidad me llamó Chapu para decirme que había visto a un tipo con un jamón y que su cara era la cara de la felicidad. Le entiendo bien: se puede tener un móvil, un iPad y hasta un reloj digital que mide pasos y calorías, pero nada es comparable a un jamón o a un botijo . El que tiene un jamón tiene un proyecto, una ilusión, una temporada por delante llena de alegría. Porque tú puedes estar en una reunión, aburrido y triste, pero recuerdas que tienes un jamón. Y sonríes. A mí me pasa lo mismo cuando recuerdo que tengo un botijo: sonrío, voy a buscarlo y, aunque no me apetezca, echo un trago de agua, que brota hacia mis labios como un maná líquido a una temperatura difícil de explicar, una temperatura que no puede ser descrita con convencionalismos científicos. No tiene grados centígrados, tiene otra cosa, esa temperatura lleva adjetivos que yo ni siquiera sé que existen pero que, en todo caso, aluden a algo más profundo que a una ordinaria escala Celsius. Y crean contradicciones surrealistas. Por ejemplo, el agua de mi botijo está a una temperatura aterciopelada, honrada y blanda. No sé cómo se mide eso, pero es más suave que el agua de una botella normal, más densa que la realidad y sabe que es mía, como lo sabe un perro o una deuda. Puede que si nos pusiéramos pesados y técnicos hayamos de convenir que está a veintidós grados, pero desde luego, yo puedo asegurar que no son los mismos veintidós grados de una triste nevera. La temperatura del botijo tiene otros matices, la ausencia de electricidad cambia la calidad de los grados y los vuelve imperfectos, delicados, humanos, como si la creación entera quisiera agradarme sin otra ayuda que la de la naturaleza y el lenguaje.Me hace feliz tener un botijo. Voy de un lado a otro de la casa agarrándolo por el asa, como un niño que tira de su peluche. Ya puedo estar escribiendo, leyendo o durmiendo, que da igual, mi botijo está a mi lado. El resto utilizan una botella y un vaso y yo no les culpo. Pero es que yo tengo un botijo y ellos no. Y eso es importante: hay un vínculo entre esa agua calmada y yo. Y entonces ya no es un agua normal, de la que sale del grifo sin esfuerzo ni límite. Esta agua es diferente porque está en mi botijo y es mi agua. Tiene una energía especial, tiene mi apellido. A veces pienso que el botijo es la última tecnología humana que nos queda: convierte el barro y el agua en frescor sin baterías, manual de instrucciones ni megabytes. Solo requiere de paciencia y de confianza en nuestros abuelos, que lo entendían todo mejor que nosotros. Y, además, no es un botijo cualquiera. Pone mi nombre y, en la base, Castilla. Sobre todo, está decorado por el maestro Alfonso Rey, que pintó a dos hombres segando y a un tercero en un trillo del que va tirando dos mulas. A veces me siento el trigo, a veces el barro y a veces la mula. Y creo que es por eso por lo que el agua ya no es solo agua sino algo mágico: el contacto con los símbolos de la sed lo convierten en un altar portátil.Lo cuido como otros cuidan un coche o un reloj heredado. Porque sé que, si un día se rompe, no podré reemplazarlo sin perder todo lo que encierra: el frescor aterciopelado, la pintura del maestro Rey y mi nombre junto a la palabra Castilla, que es lo mismo que llevar a la vez la pobreza y su remedio, el hambre y su solución, la sed y el agua en el camino. Yo no tengo coche, moto ni caballo. Pero tengo antepasados, un botijo y la certeza de que, mientras esté a mi lado, nunca estaré solo del todo.

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