La audiencia que Vladímir Putin ha concedido a su cortesano Donald Trump en Alaska ha inspirado muchas comparaciones con la cumbre de Yalta en 1945. Implícitamente, dos grandes potencias repartiéndose el mundo. Sin embargo, basta con repasar la histórica foto tomada en Crimea en la recta final de la Segunda Guerra Mundial para darse cuenta de las profundas e inquietantes diferencias entre ambos encuentros. Para empezar, el pastel dividido hace ochenta años supuso la división de Alemania, el establecimiento de Naciones Unidas y la definición de fronteras en Europa del Este. En el posado de Yalta, estaban Winston Churchill, que representa su propia categoría política; un sanguinario autócrata ruso (valga la redundancia), llamado Josef Stalin; y un exhausto campeón de la democracia como fue el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt. En la foto de Anchorage, que casi hace buena a la de Múnich en 1938, solamente se observa a otro sanguinario autócrata ruso llamado Vladímir Putin junto a un aspirante a autócrata llamado Donald Trump. Con tanta vergonzosa lisonja y arrobamiento ante un criminal de guerra, el mundo a repartirse más parece un jacuzzi que un pastel. Junto a la profunda degradación del liderazgo político en Estados Unidos, la pantomima de Alaska ha servido para recordar la profunda y problemática complicidad entre Donald y Vladímir. Desde 2007, en toda clase de entrevistas, Trump se ha deshecho en elogios hacia Putin. Este baboseo tuvo su momento culminante en el inolvidable certamen de Miss Universo celebrado en Moscú en 2013, al que asistió Putin. Desde entonces, se ha especulado mucho con una relación más bien forzada a partir del concepto soviético de «kompromat», pero la verdad es que tras su primer encuentro, un deslumbrado Trump se llegó a preguntar en Twitter si el líder ruso sería su «nuevo mejor amigo». Aseveración que, es de suponer, molestaría enormemente a Jeffrey Epstein. Este bromance (romance entre brothers) siempre fue interesado. Trump buscó la ayuda de Putin para el proyecto fallido de construir un rascacielos en Moscú. Pero fue ignorado hasta que llegó su primera y exitosa candidatura presidencial en 2016, en cuya campaña se produjo la descarada intromisión electoral del Kremlin a favor de Trump. Como recuerda The Economist, «nueve años después, aquella injerencia de bajo presupuesto de Putin sigue beneficiando a los enemigos de Estados Unidos al envenenar su política y distraer a sus líderes». Tras instigar un golpe de Estado al no aceptar su derrota en las elecciones de 2021, Trump ha mantenido contactos telefónicos periódicos con Putin. Y cuando se produjo la invasión de Ucrania en febrero del 2022, la primera reacción desde su exilio temporal en Mar-a-Lago fue repetir que Putin era lo más parecido a el «puto amo». Esta incondicionalidad de Trump le lleva a hablar de la guerra de Ucrania como si fuera un meteorito. La responsabilidad es siempre de otros –Biden, los demócratas, la OTAN, Kiev, incluso los «woke-woke– pero nunca de Putin. En lo peor de la carnicería de Putin en Ucrania, Trump solamente se ha atrevido a decir «Vladimir, STOP». No debería ser, por tanto, una sorpresa que con todo este servilismo y fetichismo con el poder absoluto, Trump haya hecho un gran ridículo en Alaska sin acuerdo y sin consecuencias para Moscú. En cierta manera, ha sido coherente con su patética encerrona a Zelenski en el despacho oval, su hostilidad hacia los aliados europeos y su visión neoimperialista compartida con Putin. Ambos muy cuidadosos con sus fronteras pero no con las de los demás. Por eso, no conviene confundir el trilerismo más siniestro con la diplomacia requerida para encontrar un final negociado a la guerra de Ucrania.

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