El fuego se detuvo a las puertas del cementerio de Cubo de Benavente, un pueblo de 117 habitantes ubicado en Zamora, al noroeste de Castilla y León. La cal blanca mordida por la ceniza separa el pasto humeante de las tumbas, cuyas cruces permanecen intactas. Cinco kilómetros separan esta localidad de Molezuelas de Carballeda, comarca donde se originó el primer y más virulento fuego que avanzó desde Zamora hasta León hace ya casi una semana. En el recorrido inicial entre estos dos pueblos —de apenas cinco kilómetros, insisto—, se despliegan unas 3.500 hectáreas de pinares carbonizados. Esto parece el fin del mundo. Y lo es.De los tres incendios que asolaron Castilla y León estos días, en el que ocurrió entre Molezuelas y La Bañeza, hay una ruta de más de quince pueblos afectados. No es una línea recta, se trata más bien de un camino sinuoso trazado por un fuego iracundo y caprichoso. Los mismísimos círculos del infierno en la tierra. Entre las localidades de Nogarejas y Quintana Congosto, las llamas avanzaron hasta crear lenguas de fuego de hasta tres kilómetros, avivadas por vientos contrarios. Así perdieron la vida Abel Ramos, empresario, constructor y promotor de eventos deportivos de La Bañeza, y Jaime Aparicio , ambos devorados por el fuego mientras intentaban crear un cortafuegos con sus desbrozadoras.Las labores a las que se dedicaban ambos fallecidos eran, en principio, poco arriesgadas, pero la tarea se tornó mortal cuando un cambio en la dirección del aire unió dos frentes, atrapándolos sin posibilidad de escape. «Una inesperada unión de dos lenguas de fuego los sorprendió», explica el alcalde de La Bañeza, Javier Carrera, quien al momento de esta conversación se dirige desde la Iglesia de Santa María —donde acaba de celebrarse el funeral de Abel Ramos —al polideportivo municipal, en cuyos espacios cerca de 1.200 vecinos evacuados esperan aviso para regresar a sus casas.Noticia Relacionada estandar No El nuevo perfil de incendiarios: jóvenes que queman el monte por diversión Jesús Hierro El prototipo era el de un hombre de mediana edad, de la zona, que los provocaba para ganar pastos o por simples venganzas vecinales. Pero la Fiscalía avisa de que en Galicia cada vez son más los que actúan por simple «maldad y vandalismo»La mayoría de las personas albergadas en los cinco refugios de este municipio provienen de más de quince pueblos. Son, en su mayoría, personas mayores. Hay camas plegables y largos mesones donde algunas familias dan cuenta de un envase de macarrones con tomate y algunas criaturas corretean entre las cajas de agua y frutas. «Al comienzo sí que hubo niños», asegura una voluntaria de Cruz Roja que recoge algunos lápices de colores. «Pero ya casi todos se han marchado con sus familias. La gente quiere saber qué pasó con sus casas». Esa es la pregunta. Qué pasó, cómo y por qué. Un viaje de quinientos kilómetros intenta dar con la respuesta.Primer fuegoEs jueves, víspera de La Asunción. Los habitantes de La Bañeza acaban de despedir a uno de sus vecinos más queridos, Abel Ramos, de 36 años. «Estuve el viernes comiendo con Abel y su hermano Sergio», dice un hombre en el bar La Calleja, junto al pabellón municipal. «Menos mal que Sergio no se quemó como Jaime, él sí que no iba a sobrevivir», contesta al otro lado de la barra una chica mientras seca un vaso de vidrio con un trapo. Es jueves 14 de agosto, víspera de la Asunción. Ya no habrá fiestas patronales, aunque las banderillas cuelguen de las farolas. Ahora toca responso, el que se ha celebrado por Abel —más de 500 personas acompañaron su ataúd entre aplausos —, y el de Jaime, previsto para el día siguiente.Desde La Bañeza está cortado el paso hacia los pueblos donde fallecieron ambos vecinos. Apostados en la vía hacia Puebla de Sanabria, efectivos de la Guardia Civil impiden el paso. No es seguro, explican, no sólo porque el fuego permanece latente en Quintana y Congosto, sino porque muchas estructuras se han resentido con la acción de las llamas. En el puesto de mando de la UME, dispuesto en un polígono cercano, los efectivos advierten sobre las condiciones del terreno. Cuarenta y ocho horas después, una vez que los bomberos hayan sofocado el fuego, quedan a la vista las desgracias del peor incendio hasta ese momento ocurrido en España. Es jueves, 14 de agosto, víspera de La Asunción. Faltan apenas unas horas para que Galicia le tome el testigo a los castellanoleoneses en la inmensa desgracia de los incendios de verano.Los vecinos de la zona insisten: nunca habían visto un fuego de este tamaño y de semejante velocidad. Así lo comentan los habitantes de Jiménez de Jamus, Castrocalbón y Fuente Calada. La percepción de la ayuda de bomberos y efectivos cambia, según el lugar. Los primeros en recibir el fuego coinciden en el diagnóstico, pero no en su apreciación de los medios para extinguirlo. «El fuego avanzó dos kilómetros en veinte minutos», explica José Antonio, en Castrocalbón, mientras saca de su galpón los restos humeantes de las vigas. «Aquí estuvieron la Guardia Civil y los bomberos, ayudándonos a apagar las llamas». José Antonio teme que el techo se derrumbe: el fuego ha socavado hasta los tubos de aluminio y sus mangueras de riego. Huele a plástico quemado y la tierra calienta la suela de los zapatos.Plácido pasa revista a lo que queda de su viñedo IGNACIO GILEn las huertas de Ayoó de Vidriales, Plácido, de 87 años, pasa revista a lo que queda de su viñedo. «Es que esto ya no es lo que era, antes había ganado y la gente labraba la tierra. Ahora ya no hay nadie y el monte se acumula», contesta con un bastón en la mano y el sombrero en la otra. El viento sopla y una macha de resignación y ceniza se esparce en el ambiente. «La burocracia se ha comido la limpieza. Los pueblos están vacíos y sin animales ni actividad, por eso se han convertido en gasolineras», dice Santi Fernández, vecino de Carracedo. «Aquí no ha faltado de nada. Los bomberos estuvieron ayudando, pero con vientos de sesenta kilómetros por hora y lenguas de tres kilómetros de fuego, hay que echarle cojones. El humo no te dejaba ver», asegura.Al hablar, Natividad Rodríguez se lleva la mano al corazón. La piel de la cicatriz de su marcapasos está tan encendida como su estado de ánimo. Durante años trabajó en Madrid en servicios de limpieza, y con ese dinero se construyó una casa en Fuente Calada a la que el fuego casi se lleva por delante. «La Guardia Civil me dijo que saliera. Pero yo me quedé aquí, a defender lo mío. Yo y los vecinos, con mangueras y con cubos de agua». Natividad habla de pie, en medio de la calzada que separa las bodegas quemadas de sus vecinos y las casas milagrosamente salvadas de las llamas. Está furiosa. «Hasta yo, que tengo primer grado de instrucción sé que el monte sin podar arde en un minuto», dice, haciendo aspavientos. «Nos piden que declaremos hasta las gallinas que tenemos, nos multan si podamos y desbrozamos los matojos, pero cuando viene el fuego desaparecen todos y nos quedamos los vecinos a apagar el fuego con las manos. ¡Son sinvergüenzas!». A unos pocos metros de donde conversamos, un cartel del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia del Gobierno de España cuelga de la valla de un parque infantil.Natividad defendió su casa del fuego con una manguera en el incendio de Molezuelas IGNACIO GIL«Cuatro imbéciles»Además de ese primer incendio de Molezuelas de la Carballeda, en Zamora, que se extendió hacia León vía Uña de Quintana, Cubo de Benavente, Congosta de Vidriales y Alcubillas de Nogales, entre muchos otros pueblos ya mencionados, hubo otros dos incendios: el de Las Médulas —extendido hacia Carucedo, Orellán, Voces y Montes de Valdueza—, y que además de dejar calcinado este paraje declarado Patrimonio de la Humanidad, provocó evacuaciones de más de 1.400 personas, y finalmente un tercero y puede que más doloroso de los tres incendios, justamente porque ya había ocurrido algo similar en 2022, el de la Sierra de la Culebra, que comenzó en Puercas y continuó hasta Ferreruela de Tábara, Losacio, Abejera, Riofrío de Aliste, Sarracín de Aliste, Valer y Bercianos.En la carretera que conduce desde Tábara hasta Puercas, en Zamora, un nuevo puesto de mando de la UME —la UME, siempre la UME— aloja una carpa donde trabajan siete u ocho efectivos. El incendio sigue en activo, así que conviene moverse con precaución, advierten. Unos kilómetros más adelante, entre huertas arrasadas de calabazas, sandías y pimentones chamuscados, unas cien vacas comen pasto recién traído (es lo único fresco). Las bestias forman una isla de rumiantes en medio de una alfombra de ceniza. Campo adentro, luego de atravesar una carretera rural, se hace visible la tragedia de Abejera de Tábara, uno de los pueblos más castigados por este tercer incendio.Enclavada en la sierra de la Culebra, en las faldas de la sierra de Sesnández, al este de la capital municipal, la localidad de Abejeras tiene una población de 150 habitantes, algunos de ellos labriegos y pastores, pero también otras personas que trabajan en Zamora capital y municipios cercanos más poblados. Entre la carretera y las casas, se despliega una estepa de huertas y pequeños galpones reducidos a escombros. El primero de todos es el de Antonio. Aparcado en la puerta, el tractor humeante y renegrido precede a una imagen aún peor, la de los aperos inservibles junto al sembradío de sandías consumidas por el fuego. Antonio, como la mayoría de quienes trabajan la tierra en estas localidades, habla con resignación. Ha perdido todo. Y si no quiere dejarse retratar junto a su tractor quemado es porque sabe que ninguna foto se lo va a reparar.Subiendo la ladera, casi antes de adentrarse en el pueblo, Ignacio, de 86 años, pasa revista a un amasijo de hierro, ladrillos y bidones de gasoil estallados.—Buenos días. ¿Es este galpón suyo?—Era —contesta—. Era mío. Ahora ya no sirve. Hubiese sido preferible no tener nada.Ignacio regresa a su casa pensando si recibirá alguna ayuda tras perder su tractor en los incendios IGNACIO GILA Ignacio nadie le va contar ningún cuento, porque se lo sabe de memoria. Mientras recoge algunas ciruelas, todavía dulces a pesar de la ceniza, este hombre pone los puntos sobre las íes. «Ya pasó hace unos años, en la pandemia, cuando se quemó la tierra de la culebra. El pasto siguió acumulándose y como solo cuatro imbéciles aramos la tierra, es imposible que el campo esté en buenas condiciones». Da toquecitos a los escombros con su bastón de palo. Los ladrillos, consumidos por el fuego, estallan como trocitos de carbón. «¿Usted cree que el gobierno dará alguna ayuda para arreglar esto?», pregunta señalando el tractor derretido. Mientras el fotógrafo y la reportera mastican las ciruelas —Ignacio no quiere que se pierdan—, el viento sopla con fuerza. «Dile que sí», susurra el reportero gráfico.José, «el herrero de Abejera» IGNACIO GILYa directamente en el pueblo, junto a un grupo de personas que compran las hogazas que la panadera despacha en una furgoneta blanca, José y los vecinos hacen corrillo e intentan describir lo ocurrido. Abejera recibió un castigo fuerte. En total, seis heridos críticos por el efecto de las llamas, tres de ellos de una misma familia que intentaba escapar en su coche cuando los sorprendió el fuego. «Fue todo muy rápido. Ahora están todos en la unidad de quemados», explican quitándose la palabra unos a otros. Es José, «el herrero de Abejera», añade él, el que da en el clavo. «Tengo 98 años y he vivido lo suficiente para poder decir que jamás en mi vida había visto un incendio como este. Nunca». Más de 38.000 hectáreas abrasadas le dan la razón.Bomberos, no OrfidalA Mezquita es la puerta de entrada a Galicia desde Castilla y Portugal. Se trata de una localidad de 1.437 habitantes al sureste de Orense. Su población se distribuye en los municipios Manzalvos, Cádavos, Chaguazoso, Castromil, Esculqueira, Santigoso, Vilavella, A Canda y O Pereiro. Nada más cruzar los túneles de A Canda y Padornelo, el ambiente cambia. Varios hidroaviones cruzan el cielo y las columnas de humo se elevan haciendo hélices. A diferencia del fuego de Castilla, ya apisonado y consumado, el fuego gallego crepita. Está por todas partes. Es una candela brava y maluca que emerge por doquier y se vuelve dragón en cuestión de segundos.José Antonio, vecino de Castrocalbón iGNACIO GILlEn el monte que comunica Cádavos y Santigoso, las llamas prenden los arbustos y lo que se ponga a su paso. Hermógenes y su familia azuzan los batefuegos contra las chamizas. Si no lo hacen, las llamas bajarán a su pueblo. «No hay otra forma. Hay que apagarlos como se ha hecho siempre». Los hidroaviones cruzan sobre las laderas y descargan el agua para apaciguar el desastre. «Ahora sí que se preocupan, porque esto está lleno de pinares y con eso hacen negocio y tablones, pero los incendios rurales no les importaron», dice José Antonio, quien, junto a Hermógenes, permanece en la zona vigilando. No son los únicos. Cientos de vecinos se desloman golpeando llamas e intentando apagar las llamas por sus propios medios: mangueras, surtidores portátiles, cisternas de agua, cubos y hasta botellas de agua si hace falta. Más adelante, muy cerca de La Gudiña, junto a la A52, un grupo de mujeres corre a toda velocidad. Llevan en la mano ramas secas con aspecto de escobas, también batefuegos ya rotos de tanto uso, así como mascarillas y pañuelos para cubrirse la cabeza. Se dirigen a un granero donde guardan paja y otros aperos. Hay gente dentro y la fuerza del viento enfurece las llamas. Hay nerviosismo y desesperación. Las llamas, que esparcen un vaho ardiente y casi untuoso, las alejan. Pero ellas insisten, blanden sus herramientas y reprochan duramente a quienes no arriman el hombro. Están solas, intentando apagar un fuego que puede devorarlas a ellas también.Hermógenes intenta frenar el paso de las llamas usando un batefuegos IGNACIO GILEn el fragor de su propia batalla contra las llamas, el fotógrafo Ignacio Gil se acerca para retratar la escena. Una nube de humo aprieta el cielo, mientras más personas acuden con lo que tienen. Hay miedo. Una de las vecinas reprocha al reportero gráfico. Por encima del ruido que producen las llamas al arder, se alzan sus gritos. Cuando todo ha empeorado y el incendio ha ido a más, la mujer llora, desconsolada. El fotógrafo de ABC intenta calmarla y hacerle saber que él sólo está haciendo su trabajo. El fuego se ha salido de control, la desolación también.De regreso por la autovía, después de fotografiar a dos jóvenes taiwaneses que insistían en hacer el camino de Santiago, Ignacio Gil guarda su cámara en el asiento trasero y pone en marcha el coche en dirección A Mezquita. Gil conduce en silencio. Nos alejamos sin decir palabra. Más que paciencia, los vecinos necesitan bomberos. Casi quinientos kilómetros, dos comunidades autónomas y más de veinte pueblos después, el incendio más grande hasta ahora registrado convierte a la España vaciada en la España quemada. Sus habitantes lo saben de sobra. No esperan nada de nadie. Sólo se tienen a sí mismos. No importa cuántos círculos tenga este descenso, ellos seguirán apagando las llamas, con el cuerpo si es preciso.

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