Saliendo de la curva de la Estafeta, que tiene forma de fractura abierta de húmero, ha caído un hombre y ha quedado inconsciente. No parecerá mucho desde el sofá de casa, o desde la barra del bar de desayunos, pues la televisión armoniza la violencia de la carrera en un ballet elástico y dulce en el que todo parece tener sentido, pero cuando golpea contra el adoquín, una cabeza suena como un coco. Digo que ha caído un hombre y ha quedado en el suelo boca arriba, cruzado, con el rostro ensangrentado con un rictus apacible casi inocente, como si se hubiera derramado por la boca y la nariz alguna bebida de fresa. Inconsciente por el golpe, mira sin mirar hacia arriba los edificios de la Estafeta tan alta y estrecha y los tejados sobre que se estrena la mañana de la fiesta en una quietud ajena al desorden de aquí. Al herido lo rasea un enjambre de zapatillas –neutras o de pronador, quizás–, de rodillas, de pezuñas, cencerros y pitones. ‘¡Ay!’, ha gritado alguien al verlo caer. Fue uno de tantos sobresaltos que dejan un cuerpo acostado –uno más– en las profundidades del encierro. Los sanfermines también consisten en relativizar, desentenderse de la tragedia y tomarse la vida y la muerte a broma.MÁS ‘después naide’ noticia Si La paja en el ojo ajeno noticia Si León y Castilla noticia Si Fin de curso noticia Si Hasta aquí hemos llegado noticia Si ¡Be-go-ña, Be-go-ña!: la nueva heroína del sanchismoPero entonces, todo cambia. Algunos corredores se dan cuenta de que ahí abajo hay un hombre indefenso, tendido en la trayectoria de la manada que no ha terminado de pasar y es entonces cuando sucede algo contra pronóstico. Al menos un par de cabestros se dirigen directamente hacia el herido. Un mozo con perilla recorre algunos metros en sentido contrario hacia la corriente y se pone de pie sobre el cuerpo del compañero. Abre mucho los ojos, cierra los puños, flexiona las piernas y enseña los antebrazos como si llevara dos escudos.Claro que los escudos no existen; qué escudo va a haber contra un animal de mil kilos que pisa con unas pezuñas del diámetro de una pizza familiar… Mientras tanto y a pocos instantes de la llegada del resto de la manada, otro mozo habitual de Mercaderes se sube a horcajadas sobre el herido mirando lo que viene y al ver acercarse los animales, se echa sobre él, le abraza la cabeza, junta su mejilla con la mejilla ensangrentada. Con su cuerpo –es todo lo que tiene–, compone una armadura que está hecha de la lealtad al desconocido, que es la primera de todas las lealtades. Queda ahí en el suelo, abrazado a él como se abrazan los pibes cuando se besan en los jardines, y el mundo es extrañamente mejor. De pronto pasa el peligro y llegan los médicos en su urgencia naranja chillona, a taponar, a entubar, a lo que sea, y el tipo se levanta y se queda en mitad de la calle, agarrándose la cabeza, jadeando, lamentándose por el hermano que acababa de hacer. En la tele creen que ha sido un encierro soso.
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