Miqui Otero: «Si sólo intentas ver el mundo como cuando tenías veinte años, serás una banda tributo de ti mismo»

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Miqui Otero: «Si sólo intentas ver el mundo como cuando tenías veinte años, serás una banda tributo de ti mismo»

Amanece el prado «tapizado de decenas de cadáveres de estorninos» y se despereza Valdeplata, trasunto ficticio de esa otra aldea llamada Valadouro de la que emigraron sus padres hace justo 50 años. «Hay silencio, así que hubo música», escribe. Y vaya si la hubo. Porque atrás quedan horas de fiesta y verbena, de secretos, memorias compartidas y amores reencontrados. El último latido y el primer lloro, hermanados en una noche de agosto que Miqui Otero (Barcelona, 1980) compone y recompone a través de la mirada de una decena de personajes que, a su vez, componen y recomponen su propia vida dentro y fuera de ese valle gallego, dentro y fuera de sí mismos, mientras la música les atraviesa el cuerpo y toma la voz cantante y ‘narrante’. Así que suenan canciones, suceden cosas y el autor de ‘Simón’ maneja la batuta de esta ‘Orquesta’ (Alfaguara) con renovada maestría para conducir con entusiasmo y elegancia, con dedicación de miniaturista austrohúngaro, una gesta coral sobre plantaciones de eucaliptos, ‘zuecas’ ensangrentadas y todas las edades del mundo encajadas en una misma mochila. «Un anciano acumula las memorias de todas las edades y un niño o un adolescente las puede anticipar», que dirá el propio Otero a propósito de una novela en la que el Niño de la Bici Roja, emisario involuntario y recolector de los más oscuros secretos, contiene multitudes. —En su día ‘Simón’ se anunciaba como «una novela que es una vida». ¿Qué es ‘Orquesta’?—¿Muchas vidas? O cómo ve una vida el resto de vidas. Hay una intención de huir del relato generacional, que es algo que me persigue y que siempre he intentado ensanchar. Uno de los puntos de partida tiene que ver con eso, con el hartazgo de la segregación casi por burbujas generacionales, estéticas o ideológicas. Es una novela que en vez del yo busca un nosotros, pero no un nosotros ‘hippie’, sino uno conflictivo.—¿Nos hemos agotado de la literatura del yo?—Es que en la sociedad en general hay una forma de ver el mundo que tiene que ver más con el yo que con el nosotros. Es como eso que le dijo una vez una alumna a mi mujer: «No me gusta leer, pero me gusta mucho escribir porque salgo yo». Me impactó mucho esa frase. A mí me encanta la literatura del yo, pero aquí el reto era otro. Para mí el conflicto del nosotros es lo que tiene casi de mensaje político, de mitin. También hay cierta reivindicación peligrosa del nosotros que, en vez de con el tejido social o con la ayuda verdadera y genuina, tiene que ver con el elogio de lo normal. —Cambia la voz y el paisaje, se multiplican los narradores, el solista se transforma en una orquesta… ¿Escapaba de algo más que del relato generacional? ¿De usted mismo, quizá?—No lo sé, porque creo que en esta novela estoy yo multiplicado. Tengo cuarenta y pocos años y si miro a la derecha veo que el de ochenta está a los mismos metros de distancia que el bebé de la izquierda. Vas acumulando edades y te sientes como un niño o como un adolescente en determinados momentos, pero también estás a la misma distancia de la vejez y se te empieza a morir gente; te ves en primera línea de trinchera y anticipas cómo se pueden sentir ellos. Así que creo que quiero huir de esa cosa ensimismada y ver cómo un anciano acumula todas las memorias de todas las edades y un niño o un adolescente las puede anticipar. Hay cierto hartazgo de intentar predicar para los tuyos, de intentar entender sólo a los afines. Ahí lo de la orquesta es evidente: el símil no es la banda que toca en el escenario, sino que la orquesta somos nosotros. —Al final, ‘Orquesta’ es una celebración del colectivo; de lo que tiene de imperfecto el colectivo.—Es que la novela no puede acceder a las dinámicas de pensamiento de las mesas de tertulia o de las redes sociales. Es otra cosa, algo que tiene ver con la celebración de la diversidad de la vida, de la comedia humana. Pero no sin atender al problema, sino como una manera de explorar el conflicto. También tiene que ver con el estado cultural actual, que te puede irritar en mayor o menor medida, o con la edad. Yo no quiero ser el escritor que escribe igual con veinte años que con cuarenta. Creo que incluso estéticamente hay una evolución que tiene que ver con cómo ves el mundo: si sólo te dedicas a intentar ver el mundo como cuando tenías veinte años, serás una banda tributo de ti mismo. —«Como está harto de la Ciudad Grande, ahora escribe sobre esto, seguro», dice uno de los personajes de Miguel, ese novelista de cuarenta y dos años que aparece en la novela y que es sospechosamente parecido a quien la firma. ¿Cansado de perseguir esa idea de Gran Novela de Barcelona como animal mitológico?—Sospecho que simplemente me apetecía irme a otro sitio. Es evidente que ‘Rayos’ y ‘Simón’ se leyeron en esa clave, que es una tradición que he amado y que respeto mogollón, pero que esconde todos los temas que ya estaban ahí luchando por salir. Puede sonar pedante o desagradecido, porque es una tradición de la que he mamado, pero no soy un portavoz institucional de mi ciudad. —[…]—Pero tampoco quería hacer una novela que celebrara el retorno a un lugar donde todo es bello, porque es mentira. No es ni una condena ni un elogio absoluto, sino las dos cosas a la vez. Tampoco es una sátira, que me parece un género cada vez más pobre y que me interesa menos. Porque hay toda una serie de cosas muy valiosas que tiene que ver con la transmisión oral y la vivencia de la leyenda que parece muy interesante. —Asegura que, más que mirar las cosas, lo que le gusta es mirar a la gente que mira cosas. En este caso, el escenario y la orquesta. —Y ver cómo la música suaviza o tensa los gestos, les hace recordar. Que la narradora de la novela sea la música no es una maniobra moderna y efectista; necesitaba una voz que se metiera en los personajes, que supiera cada giro de sus emociones pero que fuera como un gas que espiase en todos los grupos y explicase esa misma escena otras veces que sonó en el pasado. También que no pudiese hablar de esos momentos en los que no suena música y que genera puntos ciegos de cierta intriga… —Las canciones de la orquesta, escribe, son «el esperanto musical que trenza generaciones, escenas y vidas a través de las décadas».—En la subcultura siempre se escribe o se piensa desde la diferencia, desde lo especial que soy, y me apetecía todo lo contrario. Crear un lenguaje común, algo muy familiar, para luego reventarlo. Y eso que la para mí la canción más importante de la novela es ‘That Summer Feeling’, de Jonathan Richman. Pero si en ‘Hilo musical’ y ‘Rayos’ las canciones que salían eran de grupos que me chiflan a mí, ahora he aprendido que las novelas no son carpetas de instituto. Si te interesa comprender algo más amplio tienes que jugar con otros materiales. —Le dio libretas a sus padres para que anotaran recuerdos de sus verbenas y fiestas de aldea.—Y no me hicieron mucho caso (ríe). De ahí salió muy poco. Pero sí que he hablado con otras personas del valle que me han explicado cosas. No quería la novela intrusa o satírica del tío que viene de ciudad a hacer su novelita rural, sino algo de verdad, porque para mí es el segundo paisaje de mi vida. Yo fui el primero de mi familia que nació en Barcelona, y durante mucho tiempo todo pasaba en la ciudad o, en cuanto teníamos cinco minutos, en esa aldea gallega.Noticia Relacionada estandar No El último otoño de Nick Drake, el cantante más triste del mundo David Morán El escritor Miguel Ángel Oeste recupera en ‘Perro negro’ la figura del malogrado cantautor y lo convierte en hilo conductor de su nueva novela—En la novela, un personaje fantasea con una colonia que huela a disco de vinilo y otro dice que todo es mejor en el pasado porque no estás ahí. ¿Qué tal se lleva con la nostalgia?—A veces escribes contra lo que luchas, contra la nostalgia casi como enfermedad clínica, que es la que tengo. Es un sentimiento que yo sé que puede ser paralizador o reaccionario, pero que también me permite escribir como escribo. Porque la nostalgia puede ser una gentrificación del pasado, y eso es peligroso a nivel ideológico, a nivel incluso capitalista, pero una mirada al pasado que describe lo que realmente era hermoso no solo es algo bello; también es necesario. —«Escuchar es mucho más productivo que hablar», asegura casi al final el Niño de la Bici Roja.—Es algo muy sencillo de entender, pero que es casi contracultural. Pero la novela tampoco está hecha desde el púlpito, porque yo estoy inmerso en esa cultura: como decía Malcolm X, «os digo esto no porque sea mejor, sino porque soy el peor de vosotros». Estoy dentro y por lo tanto, por eso mismo, veo mi ridículo, lo que me da vergüenza de mí mismo. Pero a mí lo que verdaderamente me interesa es escuchar. Lo que pienso yo ya me lo sé.

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