En la catedral de Valladolid se ha inaugurado ‘Gregorio Fernández y Martínez Montañés. El arte nuevo de hacer imágenes’. Se trata de la exposición más impactante que he visto en mucho tiempo, no solo por la calidad de lo expuesto –una sucesión de obras maestras, suspiros y corazones encogidos– sino también por la museografía y puesta en escena, de una teatralidad bellísima y radicalmente contemporánea. Pero, más allá de lo artístico, llama la atención el punto de partida de la iniciativa, su fin último, que no parece ser otro que presentar el barroco andaluz al barroco castellano, Fernández a Martínez Montañés y Valladolid a Sevilla. Podría parecer que, en lugar de confrontar a los dos grandes maestros, el comisario quisiera ponerlos a hablar para provocar, cuatro siglos después, el encuentro físico que probablemente no se llegara a dar en el XVII.De modo simultáneo, el Museo del Prado presenta ‘Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro’, que no sé si sigue la estela de la exposición de Valladolid o se la marca. En cualquier caso, si en la primera han puesto a conversar a las dos cumbres de la escultura barroca española, en la segunda han sentado a hablar al Barroco consigo mismo, en este caso la escultura con la pintura, es decir, la segunda dimensión con la tercera. La exposición de El Prado resulta otro prodigio que no solo completa un inesperado revival barroco sino también un imprevisto revival de conversaciones.Todo parece haber sucedido para dar la razón a Rubén Amón , que oportunamente publica ‘Tenemos que hablar. La conversación en los tiempos de la censura, la soledad y la tecnología’ (Espasa), donde defiende el arte de la conversación y su importancia decisiva en este momento. Podríamos hablar mucho de este libro, pero me interesa sobre todo la autoterapia que subyace en un Amón que se abre la chaquetilla delante de todos. Si a principios del siglo XVI Carlos V detuvo la conquista de un continente para preguntarse si tenía derecho a hacerlo, Amón parece detener hoy su actividad como conversador público –y privado– para preguntarse si lo está haciendo bien, si todo esto tiene algún sentido y qué es lo que estamos provocando. El ejercicio de honestidad que deja entrever este punto de partida puede parecer suicida, pero resulta torero: ‘patalante’, suerte cargada y que sea lo que Dios quiera. Pero, aún resultando interesante, me interesa todavía más la fragilidad y vulnerabilidad que sugiere y cuyo reconocimiento tácito inaugura categoría para todo un gremio, el nuestro, poco dado a auto cuestionarse la propia obra y el sentido último de trayectoria.Lo más valioso en las exposiciones de Valladolid y de El Prado es l a reflexión, la conversación que surge en el espacio que se abre entre el espectador y la obra . Precisamente por la conversación, Amón va al encuentro del otro como si de una obra de arte se tratara. Así entendido, una conversación no sería ya una sucesión de intervenciones sino de silencios consecutivos. Y cuando eso sucede, el otro deja de ser alguien a quien ganar o el colaborador necesario para brillar sino una obra de arte a la que admirar. Honestamente, no se me ocurre mayor humanismo que ese respeto ni mayor humildad que ese punto de partida. Si la escultura da la tercera dimensión a la pintura, la conversación le da la cuarta, porque incluye el tiempo, convirtiendo lo estático en dinámico y la madera muerta en carne viva. Decía Nietzsche que «lo grande sólo actúa en lo grande: así el correo de antorchas de Agamenón únicamente salta de cumbre en cumbre». Cuando eso surge ya no se trata de presentar autores, disciplinas o dimensiones, sino de dar las ventajas al otro y limitarse a servirle un vino. Esa será la piedra sobre la que se construirá una nueva Ilustración. Que falta va haciendo.
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