En un gesto de gran fuerza expresiva, ante una ciudad de Roma completamente en silencio, el anciano Papa ha llamado con cinco aldabonazos a la puerta santa de la basílica de San Pedro, con la idea simbólica de que se abra de par en par un camino hacia una nueva etapa para el mundo, que deberá estar marcada por «la esperanza». El anciano pontífice se ha detenido en silencio ante esta puerta que sólo se abre en los jubileos y la ha atravesado ilusionado en silla de ruedas ante la mirada de sus cardenales y de la primera ministra italiana Giorgia Meloni. Así ha inaugurado un nuevo Jubileo, evento que la Iglesia católica celebra cada 25 años. El que acaba de comenzar es el número veinticinco de la historia y está dedicado a la esperanza. Francisco no quiere que sea un Jubileo «pasivo» y lo primero que ha pedido a los católicos es que lo dediquen a «llevar esperanza allí donde se ha perdido; allí donde la vida está herida, en las expectativas traicionadas, en los sueños rotos, en los fracasos que destrozan el corazón, en el cansancio de quien no puede más, en la soledad amarga de quien se siente derrotado, en el sufrimiento que devasta el alma, en los días largos y vacíos de los presos, en las habitaciones estrechas y frías de los pobres, en los lugares profanados por la guerra y la violencia».«Que se abra la vía de la esperanza que no decepciona ante cada hombre y cada mujer», ha implorado el Pontífice antes de atravesar su umbral. Francisco, de 88 años y apenas recuperado de una gripe, miraba con devoción esta «puerta santa». Es un regalo de los católicos de Lugano y Basilea, un exvoto para agradecer que Suiza se librase de la II Guerra Mundial. Después de Francisco, los primeros que la han atravesado no han sido los cardenales sino familias con hijos en brazos o tomados de la mano, personas de todas las razas y continentes, vestidos con trajes tradicionales, en representación de los millones de peregrinos que pasarán por este mismo lugar en los próximos doce meses, meta del «Jubileo de la esperanza». Muchos tenían empañados los ojos y besaban sus portones y se santiguaban. La apertura de la puerta santa ha precedido la misa de Navidad que Francisco ha celebrado en la basílica de San Pedro. Con la mirada puesta en la escena del portal de Belén y pensando en el Jubileo, el Papa ha recordado en su homilía que «la esperanza cristiana no es un final feliz que hay que esperar pasivamente» sino «la promesa del Señor que hemos de acoger aquí y ahora, en esta tierra que sufre y que gime». Ser cristiano, según Francisco, consiste entre otras cosas en «dejarse inquietar por el sueño de Dios; el sueño de un mundo nuevo, donde reinan la paz y la justicia». Por eso mismo «la esperanza que nace en esta noche no tolera la indolencia del sedentario ni la pereza de quien se acomoda en su propio bienestar; no admite la falsa prudencia de quien no se arriesga por miedo a comprometerse, ni el cálculo de quien sólo piensa en sí mismo; es incompatible con la vida tranquila de quien no alza la voz contra el mal ni contra las injusticias que se cometen sobre la piel de los más pobres. Al contrario, exige de nosotros la audacia de anticipar hoy esta promesa, a través de nuestra responsabilidad y nuestra compasión».La Iglesia católica celebra jubileos desde el año 1300, pero la tradición de abrir una puerta santa en San Pedro para inaugurarlo se remonta al 1500. Diseñó la ceremonia un pontífice español, el valenciano Alejandro VI. En el pasado el gesto era aún más fuerte porque el Pontífice usaba un martillo para derribar los últimos ladrillos que cubrían el muro. Los jubileos son una tradición bíblica que se remonta al antiguo Israel. El libro del Levítico explica que cada siete años sabáticos, o sea, cada 49 años, todo debía ponerse de nuevo en las manos de Dios. Así, los antiguos propietarios recuperaban sus tierras, se perdonaban las deudas y se dejaba en libertad a los esclavos y a los prisioneros. La tradición católica ha asumido esas propuestas -por ejemplo, el Papa Francisco ha solicitado la condonación de la deuda a los países pobres, que sean conmutadas las penas de muerte, y amnistías a prisioneros por parte de los Estados-, y las traduce espiritualmente como «indulgencias», o sea, el perdón del castigo que merecen los pecados ya juzgados o condenados. Viendo esta Nochebuena al Papa atravesar el umbral de la puerta santa en silla de ruedas, ha venido a la memoria el paso tambaleante de Benedicto XVI, quien el 8 de diciembre de 2015, cuando se abrió para el Año Santo de la Misericordia, la atravesó justo detrás de él ayudado por un bastón. Entonces era imposible saberlo, pero fue la última ceremonia religiosa pública en la que participó el Papa emérito. El último gran Jubileo fue el del año 2000, y entonces la propuesta de Juan Pablo II a los cristianos fue reflexionar sobre la historia de la Salvación. Por eso, quería viajar nada más inaugurarlo a la tierra originaria del patriarca Abrahán, Ur de los Caldeos, en Irak. Cuando EE.UU. y el Reino Unido dieron su autorización, puso pegas Saddam Hussein y el viaje no fue posible. Su peregrinación comenzó entonces a finales de febrero en el Monte Sinaí de Egipto, desde donde Moisés contempló la Tierra Prometida.
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