Las novelas empiezan muchas veces. Por ejemplo, una noche de insomnio tan larga en la que puedes dar la vuelta al mundo en internet, pero sin moverte de tu escritorio, con esa ingravidez mental que solo da el cansancio. O una tarde de pandemia, cuando decides releer aquella historia que abandonaste por miedo o por vergüenza o porque sí y, de pronto, te parece que al fin puedes terminarla dignamente, ahora que te sobra el tiempo y la energía y te has vuelto a obsesionar. O mucho antes. El día que ya no recuerdas, cuando en alguna esquina de tu mente se iluminó la feliz idea de escribir un libro sobre unos astronautas que conviven como compañeros de piso o de Erasmus a cuatrocientos kilómetros de altura, en la Estación Espacial Internacional, una idea rara para cualquiera pero especialmente para ti, que nunca has visto una nave por dentro y nunca habías soñado con subirte a una ni con pisar la luna ni con alejarte demasiado del sitio en que naciste. Que tampoco has escrito nada sobre el espacio ni sobre las estrellas. Que solo fuiste una niña que coleccionaba frases de astronautas y ahora una mujer que escribe sobre esta especie nuestra, que es más rara que cualquier otra cosa.Todo es caprichoso en el origen de ‘Orbital’, la novela con la que Samantha Harvey (Kent, 1975) ha ganado el Booker, el galardón más prestigioso del Reino Unido, que este año se ha convertido en un acontecimiento por lo insólito de la propuesta de este título, que se publica en España en dos semanas en la editorial Anagrama. Al poco de recibir el premio, la autora dijo en una entrevista con ‘The Guardian’ que ella era lo menos parecido que había a una astronauta. «No soy aventurera, ni audaz, ni una persona práctica. Soy cobarde, ansiosa. Sería una astronauta terrible». Luego contó que no tenía teléfono móvil («ni inteligente ni estúpido») y que vivía en una casa del siglo XVI, en un pueblo situado en la frontera de los condados de Wiltshire y Somerset. «Pero aún puedo retirarme más», bromeaba. Cuando le preguntaron en qué gastaría las cincuenta mil libras del galardón dijo: «Necesito una bicicleta nueva». Así que todo es caprichoso en ‘Orbital’, pero de alguna manera todo encaja si miras donde toca y como toca. Veamos.«No soy aventurera, ni audaz, ni una persona práctica. Soy cobarde, ansiosa. Sería una astronauta terrible»Habría que empezar diciendo que ‘ Orbital ‘ es una novela espacial, pero sin trama; que no hay aventuras ni grandes dramas ni meteoritos, sino una rutina extraña y dura: la de cuatro hombres y dos mujeres que tienen que pedalear diariamente para no perder demasiada masa muscular, que duermen en sacos atados, como orugas, que hacen experimentos con ratones o microbios, que tienen la obligación de llevar un reloj encima para no perder la noción del tiempo, que están vigilados y monitorizados las veinticuatro horas del día a pesar de que han sido entrenados para sobrevivir a cualquier imprevisto, a pesar de que ya han imaginado cualquier escenario probable o improbable que pudiera resultar peligroso. Hacen eso y a la vez miran por la ventana la belleza de un planeta que desde esa altura parece una sinfonía, un lujo de dioses, aunque después sufren como el resto de los mortales. La madre de Chie ha muerto, Anton ha dejado de querer a su esposa, Shaun echa de menos a la suya, Pietro se pregunta por qué no pueden decorar la nave en la que vive… «Circula esa idea de una familia flotante, pero para ciertas cosas no son una familia ni por asomo: son a la vez mucho más y mucho menos que eso. (…) Son compañeros, colegas, mentores, doctores, dentistas, peluqueros», escribe Harvey. Y al poco añade: «La humanidad, al quedar reducida a su esencia en este puñado de personas, deja de ser una especie que los desconcierta en su diferencia y distancia para convertirse en algo cercano y comprensible».Esa intuición (la nave como un arca de Noé) se repite a modo de mantra, y nos lleva a uno de los momentos más luminosos del libro: «Quizá la civilización humana pueda compararse a la vida de un individuo. Al crecer abandonamos la realeza de la infancia para alcanzar una suprema normalidad; descubrimos que no tenemos nada de especial y en un arrebato de inocencia nos asalta una alegría absoluta: si no somos especiales, tal vez no estemos solos».Una imagen de la Estación Espacial Internacional de 2021 EFEEn una entrevista con ‘Newstatesman’, Harvey explicaba así su propuesta: «No escribimos sobre el espacio como un entorno habitado. Escribimos sobre él en términos de ciencia ficción, todo es muy dramático, está lleno de conflictos y épica. Y en realidad todo lo que sucede a diario en la Estación Espacial Internacional es lo opuesto a eso. Se trata de intentar minimizar los conflictos y el drama». Por ejemplo: los rusos y los occidentales comparten comida y risas, aunque desde la Tierra les piden que no colaboren en nada. El sentido común, sugiere Harvey, se impone en las alturas. «Yo quería escribir un libro realista».¿Qué es un día?Antes de ‘Orbital’, la escritora ya había sido finalista del Booker con su debut, ‘The Wilderness’, una novela sobre un hombre con alzhéimer. Tiene otras tres novelas, pero ninguna se parece a esta. Según ella, ‘Orbital’ solo se asemeja a su anterior libro, el ensayo ‘Un malestar indefinido’ (Anagrama), donde contaba cómo después de mudarse de casa estuvo un año sin dormir por causas inciertas. La distorsión del tiempo del insomne, aventura ella, no es tan distinta de la que sufren los astronautas, que en veinticuatro horas a bordo de la Estación Espacial Internacional observan dieciséis amanaceres y 16 atardeceres en la Tierra. «Sienten que el espacio trata de arrebatarles la idea de los días. Les dice: ¿Qué es un día? Ellos insisten en que un día son veinticuatro horas y los equipos de tierra no dejan de recordárselo, pero el espacio les arrebata sus veinticuatro horas (…) La mente se halla en una zona excéntrica, sin días, y surca el horizonte lanzado, vertiginoso, de la Tierra. Están en el día y, de pronto, la noche se les echa encima como la sombra de una nube que avanza rauda sobre un trigal», escribe al principio de la novela.Harvey sufrió insmonio durante un año, y fue entonces cuando entendió la distorsión del tiempo de los astronautasHarvey ha contado, además, que el insomnio cambió su prosa, trastocó la manera en la que se enfrentaba a los textos, cambió su espíritu. Tanto este libro como aquel están escritos a ráfagas, como si cada párrafo fuera urgente, necesario, inevitable. Y hay otra similitud entre esos dos proyectos tan aparentemente distantes: igual que la mente divaga en la cama, así divaga en el espacio, hasta llegar a lo trascendental. En su obra se intuye algo de sed divina, aunque Harvey no es creyente. Sin embargo, el libro que cambió su forma de ver la realidad fue ‘Los milagros’, de C. S. Lewis. «Como alguien no cristiana y sin una fe formal, me encanta cómo sus escritos me transmiten, a mí y al mundo que percibo, un estremecedor sentido de lo divino. Su fe es seductora y eléctrica», contaba en una entrevista publicada en la página web del premio Booker. No es raro, por tanto, leer: «A veces Nell querría preguntarle a Shaun cómo es posible que siendo astronauta crea en Dios, es decir, en un Dios creacionista, pero sabe muy bien qué le respondería. Él le preguntaría cómo puede ser astronauta y no creer en Dios. No llegarían a ninguna conclusión».En la misma entrevista, por cierto, dice que la novela a la que más a menudo vuelve es ‘La señora Dalloway’, de Virginia Woolf. «Recurro a ella a menudo cuando preparo mis clases, porque su prosa salta de la página y es tan fresca y reveladora como debió haberlo sido hace noventa y nueve años, cuando se publicó por primera vez». Quizás por eso la crítica la haya comparado con la autora de ‘Las olas’… James Wood, de ‘The New Yorker’, arriesgó más y la definió como «una especie de Melville de los cielos». Pero eso es por las constantes alusiones al mar en la novela.¿La gran novela del confinamiento?Harvey ha recordado varias veces que escribió la mayor parte de ‘Orbital’ durante la pandemia. Entonces tenía su escritorio repleto de imágenes de la Estación Espacial Internacional, que fueron para ella una suerte de consuelo. Y donde uno vería tecnología, ella veía seres humanos, nostalgias, miedos, ansiedades, delirios, pensamientos. Ahora insiste en que tal vez haya una resonancia entre la vida de estos astronautas encerrados en una nave durante seis meses y «nuestra experiencia del confinamiento, de no poder escapar unos de otros y también de no poder llegar a otras personas». «Aquí se medita mucho sobre cómo es posible que, yendo tan rápido, no se llegue a ninguna parte. Es raro, se lo parece a ella. Todos tus sueños de aventuras y libertad y descubrimientos culminan en la aspiración de ser astronauta, y entonces resulta que te despiertas aquí y te ves atrapada, dedicando los días a empaquetar y desempaquetar cosas, y a trastear en un laboratorio con brotes de guisantes y raíces de algodón, dando vueltas y más vueltas sin ir a ningún lado, perseguida por los mismos pensamientos de siempre, que dan vueltas a tu alrededor». ¿Y si la gran novela del confinamiento, al final, fuera una novela espacial?
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