Madrid, la urbe del toldo verde: bandera del éxodo rural de los 60

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Madrid, la urbe del toldo verde: bandera del éxodo rural de los 60

Tiene la zona rayana a la estación del Alto de Extremadura una prisa tranquila, valga la contradicción: la prisa o el bullicio de un espacio obrero y urbano que toca a Lucero o es Lucero mismo. Cada cual va a sus asuntos, las jubiladas o las viudas hacen la compra y se toman café en un local cuyo nombre no puede ser más diáfano: Café Bar, así, sin más aditamentos nominales. Se sale del suburbano y una ciudad feliz, humilde, laboriosa, aparece. Y en ella, el ladrillo visto. Y el toldo verde. Sobre estos dos puntales hay un Madrid y una España que viven y sobreviven. La que llegó en aluvión en los 60, a la que el régimen, en su etapa desarrollista, hizo lo que pudo por ubicarla en la gran ciudad, cuando se absorbieron los pueblos del sur de la provincia. Un paisanaje que trajo a Madrid el hambre de prosperidad que acabaron logrando y relatando con llamadas, al mes, al pueblo o a Alemania o a Suiza. Las leyes obligaban a un techado para ser ‘legales’. Sólo después, cuando el franquismo vio el ‘lobo’ del problema, le dio a la maquinaria estatal el encargo de las viviendas de ladrillo visto y toldo verde, que es lo que nos ocupa. Con sus no más de cuatro pisos de altura por lo general y con unos ascensores y un aislamiento que se están añadiendo a estas alturas del milenio por el lógico envejecimiento de sus moradores.Kike Carbajal, fotógrafo, y Pablo Arboleda, arquitecto e investigador del CSIC, que juntan 11 años de trabajo entre ambos, han sacado un libro inclasificable, ‘Toldo verde. Postales de otro patrimonio’, en el que el leitmotiv es contemplar estos núcleos urbanos «sin adjetivos» y proponer una reivindicación de estos enclaves de Madrid donde el concepto «de suburbio o extrarradio» que ronda en el imaginario es para ellos más que discutible. Son el Gran San Blas, el Pozo del Tío Raimundo, Vallecas vibrando con Felines en el campo del Rayo y también, y no hay que olvidar, edificios de buen ver y mucha altura en el paseo de la Castellana.Noticia Relacionada estandar No Un experto en inversión inmobiliaria avisa sobre lo que pasará con el precio de la vivienda en España en los próximos meses Durante una entrevista ha explicado cuál será el comportamiento del mercado y el papel que juegan las regulacionesArboleda y Carbajal pasean en una zona, de tantas, donde esta tipología constructiva creó una forma de socialización, pese a las dificultades de la época. Corrían, sí, los 60. A ambos les mueve la pasión por esta arqueología reciente y en pie, y entre uno y otro juntan más de una década de trabajo que vio la luz. A ambos, y se confiesan, les parece que la escritura a golpes de sugestión de su libro da pie a lo que, en palabras de Pablo Arboleda, fue un viaje. «Intenté un viaje, un viaje a los toldos verdes como Camilo José Cela hizo con su ‘Viaje a la Alcarria’», confiesa. Un paseo con intención sobre la ciudad contabiliza miles de toldos fabricados, en gran parte, en Tomelloso. Ellos no han querido hacer un libro académico, sino poético. Cómo poética es también la contemplación de un toldo verde al resol de julio. La vida pasa en el número 1 de Francisco Brizuela, donde ni siquiera hay noción de un callejero con evocaciones de santos, lugares paradisíacos u hombres y mujeres ignotas. En esta zona hay alegría, un vivir, a lo Simeone, partido a partido. Una señora, bajo un toldo verde, recoge los excrementos del perro con fruición. En una tienda de plátanos en que ofrecen mangos, la viuda hace la compra del día. En puridad, recalcan Arboleda y Carbajal en el paseo por el ladrillo visto, todo es un patrimonio, testimonio de un tiempo y de un país. Como el Toro de Osborne. Ellos no se dejan llevar por opiniones en la charla, sino que vuelven a Cela y saben que la instantánea, con o sin gente en el plano, es ya una forma de ver el mundo. Los toldos verdes, por mera ley lógica de habitabilidad , ocupan la terraza del domicilio ampliada como salón en muchos casos. Hay toldo verde y ladrillo visto en la almendra central y fuera de ella; quizá por eso la mescolanza de Madrid. En el paseo, breve, aparece el concepto de «neomudéjar popular», que no es más que la adaptación, en el guiso constructivo previo de la historia matritense, de cómo la ciudad, en casas matas, heredaba una identidad del Madrid medieval. En el espacio que nos ocupa, que puede iniciarse en Legazpi y acabar casi en la raya con Toledo, conviven muchas formas de ser. Desde el sonido caño roto, el flamenco puro o el más impuro, o ya más recientemente el trap. O la cumbia y los ritmos latinos. Todos ellos convergen en las diáfanas de ese Madrid contrapuesto «al Madrid de la piscinas». Acaso porque este Madrid al que se refieren estas páginas evoca una urbe «más consolidada y cosmopolita». Carbajal y Arboleda toman un respiro frente al tráfago barrial. En la conversación, mientras a cien metros en una carnicería se despacha casi con delectación un cordero según las normas islámicas, irrumpe la historia. El entorno del Alto de Extremadura, hace como siete décadas, era «una extensión de tierras de cultivo». Una calle, Huertas de Castañeda, evoca el suelo agrícola que es hoy ciudad con todas las de la ley. Eran terrenos del antiguo municipio de Carabanchel que se fueron anexionando. Traen al presente el antiguo tren de Almorox, que traía y llevaba la huerta a la ciudad y, a su vez, el cosmopolitismo al campo.El toldo verde, cuya tonalidad obedecía a la parquedad de la época, fue un elemento que aliviaba la canícula en las clases más humildes de la capital. Una insignia, según su compañero, de saber «que se está en España». Mientras transcurre la conversación, el paseo, los autobuses desfilan en un tráfico que puede ser el mismo que en Nápoles o Singapur, ciudades que, pese a todo, no tienen esa particularidad del toldo verde, del ladrillo cociéndose en el ardoroso verano cuando mayo empieza con sus petardos de fuego en la ciudad. Desde que amanece hasta que la madrugada se asienta.Universo cotidianoEsta tipología constructiva no hay que verla, insisten, como una «alteridad», sino como una inclusión en la que habitan gran parte de los madrileños. «Dentro del toldo verde caben muchos tejidos urbanos», relatan. El ‘horror vacui’ de estas zonas, que los autores eluden conscientemente adjetivar, da como resultado la «cotidianeidad»: tan lejana de la despersonalización de lo que se ha venido en llamar la «España de las piscinas» y que en Madrid, ciudad dual, también tiene su espacio. Es, el de las piscinas, un mundo mucho «más ensimismado, joven», que el que camina por Tetuán aquí en Madrid, o por La Chana en Granada.Hay que converger, paseando un mínimo fragmento de ese Madrid que combate los calores estivales como puede, con los autores. Es esta una ciudad en la que el metacrilato de los bares hace que no resulten «espacios anodinos», sino que cada metro cuadrado tiene una identidad propia, un universo cotidiano, inasible, que puede abarcar de la misma cafetería a los ultramarinos.En suma, el toldo verde, el paseo, el libro, sus fotografías y los modelos vienen a desembocar en una realidad: el toldo verde y su «fijación en el imaginario común». Aunque para ello haya que echar mano del ya mentado Cela o de Luis García Berlanga con el respeto ante paisaje y paisanaje del que observa, camina, fotografía, construye y escribe. En el fondo, la frase que motiva su desvelo, entresacada de los escritos de Ángel Ganivet, les da la razón: «En las ciudades meridionales las casas se acercan hasta besarse sus tejados. Sobra luz(…), pero por fortuna existe un recurso (…): el toldo. Ensanchémonos, pues, y entoldémonos».

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