El dueño del canal de televisión en que trabajo me pidió que entrevistase en mi programa a una amiga suya que ha publicado un libro de cuentos.Dejé pasar el tiempo. No quise comprometerme. Leí los relatos de su amiga. No me impresionaron. Le dije al dueño que prefería no entrevistar a su amiga. Sospechando que no veía mi programa, le expliqué que hace años dejé de hacer entrevistas. Le dije que cuando llegó la pandemia renuncié a las entrevistas y ahora solo me tentaba hacerlas si se trataba de un gran personaje.Entonces el dueño me hizo saber, a través de uno de sus gerentes, que en adelante solo me pagaría para hacer mi programa los lunes, los martes y los miércoles, pero ya no los jueves. Años atrás, debido a la crisis que azotaba al canal, me pidió que dejara de salir al aire los viernes, pagándome desde entonces veinte por ciento menos. Ahora, en represalia por no entrevistar a su amiga, tampoco me pagaría los jueves, volviendo a rebajar veinte por ciento mis honorarios.Me pareció una buena noticia no presentarme en la televisión los jueves. Sin embargo, no tuve valor para decirle a mi esposa que el dueño me había despedido no solo los viernes, sino ahora también los jueves. Me parecía patético decirle que me iba tan mal en el programa que ahora solo trabajaría los lunes, los martes y los miércoles, ganando cuarenta por ciento menos de lo que me pagaban antes de la pandemia. No tuve coraje para reconocer ante ella el tamaño de mi fracaso. No encontré las palabras para decirle que el dueño me había pedido que me quedara los jueves en casa, pues así repetía uno de mis programas y se exoneraba de pagarme ese día.Decidí entonces que no le diría la verdad a mi esposa y los jueves seguiría saliendo de casa a la hora acostumbrada para, en apariencia, dirigirme al canal. Decidí que le mentiría, fingiendo trabajar los jueves, cuando ya no lo hacía. No sé si lo hice por miedo a ella, o por temor a que me viera como un viejo de sesenta años que ahora solo trabajaba tres días a la semana y seguramente pronto se quedaría sin empleo. Lo cierto es que decidí que los jueves saldría de casa a las seis y media de la tarde, la hora de siempre, y volvería hacia las once de la noche, simulando haber hecho el programa.Jugaba a mi favor que mi esposa no veía el programa. Dejó de verlo hace años. Me dijo que le aburría que yo hablase de política y que las noticias políticas eran un veneno del que prefería prescindir. No lo tomé como un agravio. Me pareció mejor que no me viera. Pensé que si me veía por obligación dejaría de quererme, o si me veía predicando sobre los espesos asuntos políticos dejaría de apreciarme como un escritor.Des pués de ser despedido los jueves, me convertí en un actor, un simulador. Lo mismo que los tres días precedentes, los jueves me daba una ducha, vestía traje y corbata, comía una merienda y salía de casa, como si tuviera prisa, cuando empezaba a oscurecer. Llevaba en mis bolsos de cuero los cuadernos del programa, el estuche de maquillaje y el termo del café, además de latas con comida para los gatos callejeros del canal. Tan pronto como salía de casa los jueves manejando la camioneta negra de ocho cilindros, me dirigía ya no al estudio de televisión situado en los arrabales de la ciudad, bien lejos de la isla donde vivo, sino a un hotel en la playa, a solo diez minutos en auto desde mi casa. Mi madre posee un apartamento en ese hotel. Yo tengo las llaves de esa propiedad. La visito con frecuencia para pagar las cuentas y mantener todo en orden, al día. Al disponer de ese refugio tan conveniente, decidí que allí me escondería todos los jueves desde las seis y media de la tarde hasta las once de la noche, de tal modo que mi esposa pensara que yo estaba en el canal, haciendo el programa, y no me pillara dando vueltas por la isla en que vivimos.Todos los jueves, pasadas las seis y media de la tarde, estacionaba la camioneta en el parqueo subterráneo del hotel, subía discretamente por el ascensor hasta el quinto piso, entraba en la suite de mi madre y me ponía cómodo. No llamaba a nadie, ni escribía correos, ni pedía comida. Hacía lo que suelo hacer durante el día, dondequiera que me encuentre: leía un número de periódicos en inglés y en español y me informaba obsesivamente de las cosas de la política y del poder que tanto me han apasionado desde niño. Luego, a las nueve en punto de la noche, hora en que solía comenzar el programa, me sentaba a la mesa del comedor y empezaba a hablar a solas, como si estuviera en la televisión. Curiosamente, el cuerpo me pedía que hablase de política, tal como lo hubiera hecho en el estudio, frente a una cámara robótica, sin un camarógrafo guiándola. De ese modo tal vez sentía que no me habían echado los jueves. No hablaba frente a una cámara, pero discurseaba sobre política, y el monólogo se extendía durante largos minutos, y tenía la ventaja de que no debía interrumpirlo para las pausas comerciales. Entonces descubrí que, aun si no me pagaban los jueves, aun si no era bienvenido esa noche en el canal, yo necesitaba seguir hablando de política, como había sermoneado los miércoles, los martes y los lunes en la televisora. Estoy perdido, pensé. Soy un autómata programado para hablar de política, me dije. No hablo porque otros estén prestándome atención: hablo porque, al hacerlo, me siento vivo y me encuentro a mí mismo. Entonces los jueves hacía el programa ya no en el canal, sino en la suite del hotel, y ya no para un público imaginario, sino para mí mismo.Hasta que ocurrió un accidente completamente inesperado. El jueves pasado, a las once de la noche, salí del apartamento de mi madre y pulsé el botón del ascensor del hotel para descender a la cochera subterránea donde había estacionado la camioneta. Entré al ascensor. Me encontraba a solas. De pronto, mientras bajaba, el ascensor se detuvo en el segundo piso. Las puertas se abrieron y vi súbitamente a mi esposa y a su profesor de italiano, disponiéndose a entrar al elevador, mirándome incrédulos, paralizados. Yo conocía al profesor de italiano porque a veces venía a la casa a darle clases a mi esposa. Pasen, pasen, voy bajando, les dije, tratando de actuar normalmente, como un hombre de bien. Mi esposa no me preguntó qué diablos hacía yo solo en ese ascensor. Yo tampoco le pregunté qué hacía ella a las once de la noche en ese hotel con su profesor de italiano. Se instaló un silencio terrible, el silencio que anuncia la tormenta, el silencio que presagia la catástrofe. El ascensor se detuvo en la recepción. Mi esposa y su profesor de italiano bajaron. Mi camioneta está en el parqueo, le dije a mi esposa. Nos vemos en la casa, añadí. Ella me miraba abochornada, avergonzada, pillada en falta. Yo la miraba abochornado, avergonzado, pillado en falta.Llegando a la casa, mi esposa y yo les dimos de comer al perro y a los gatos, sentados en el piso de la cocina. Luego le confesé que me habían despedido del programa los jueves y por eso me escondía en la suite de mi madre esas noches, porque me daba vergüenza decirle que ya no trabajaba los viernes y tampoco los jueves. Ella se sorprendió de que no hubiera tenido la franqueza de contarle la verdad. Le dije que la verdad me humillaba y por eso le había mentido. Me preguntó si me encontraba con alguien en la suite de mi madre. Le dije que no, que me quedaba solo y hablaba de política como en la televisión.Luego ella me confesó que todos los jueves iba al hotel de la isla con su profesor de italiano porque eran amantes. Por lo visto, el conocimiento de la lengua italiana le había despertado la curiosidad de conocer también la lengua de su profesor de italiano. Permanecí en silencio. No grité, no la insulté, no hice una escena. Comprendo, le dije, estas cosas pasan. Después de todo, llevamos quince años juntos, es normal que tengas ganas de estar con alguien más. Me preguntó si la dejaría. Le dije que no. Me preguntó si nos divorciaríamos. Le dije que no. Me preguntó si todavía la amaba. Le dije que sí. Pero esa noche traté de hacer el amor con ella y no pude porque veía todo el tiempo al profesor de italiano.
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