Hace una semana les contábamos la historia, desconocida durante décadas, de medio centenar de marinos republicanos españoles que, a pesar de colaborar con las autoridades soviéticas durante la Guerra Civil, fueron detenidos ilegalmente en la URSS e internados en algunos de los peores campos de trabajo de Siberia durante más de 15 años. José Vicente García Santamaría recordaba en ABC a su abuelo Vicente, uno de aquellos reclusos, que fue repatriado a La Coruña desde Siberia, en 1954, y que siempre tuvo una maleta preparada debajo de su cama por si venían a arrestarlo «para llevárselo de nuevo a un campo de concentración». Cuando empezó a investigar para su ensayo, ‘Marinos republicanos en los campos de concentración soviéticos’ , publicado recientemente en la editorial Catarata junto al historiador Juan Carlos Sánchez Illán, descubrió que aquel trauma no era exclusivo de su abuelo. Todos los compañeros de este que habían sobrevivido y logrado regresar a España tenían su propia maleta con sus propios enseres básicos por si acaso. Lo más sangrante es que los culpables de aquella tortura fueron los que, supuestamente, eran sus aliados en la lucha contra el fascismo en España o, incluso, en la Segunda Guerra Mundial. A pesar de ello, la mitad de los marinos perdió la vida en alguno de los treinta campos de concentración y trabajo por los que pasaron en aquellas casi dos décadas de cautiverio. Un tiempo muy largo en el que, además, no pudieron comunicarse con sus familias en España hasta poco antes del final. Pasaron por Siberia, el círculo polar ártico y el actual Kazajistán, en una condiciones infrahumanas que llevaron a la muerte a millones de reclusos. Sin embargo, todos los que consiguieron sobrevivir o los que dejaron por escrito su experiencia en diversos diarios personales coincidían en que el peor de todos fue el de Norillag, en Norilsk.Noticia Relacionada Hasta 1954 estandar Si Héroes en la República, esclavos en la URSS Israel VianaSegún explican García Santamaría y Sánchez Illán en su ensayo, la razón es que Norilsk era –y sigue siendo– uno de los lugares más inhóspitos del planeta, siempre azotado por los fuertes vientos del extremo norte. Actualmente dispone de una población de 100.000 habitantes y es una de las ciudades más septentrionales y contaminadas del mundo. Está situada en el norte de Siberia, por encima del círculo polar ártico. Durante 250 días al año se encuentra cubierta de nieve y su temperatura media en enero y febrero es de 52 grados bajo cero, lo que no impedía que en aquellos años previos a la muerte de Stalin los reclusos siguieran trabajando.Los muertosPor si no fuera suficiente, durante dos meses al año no se pone el sol y la luz natural lo iluminaba todo, lo que provocaba en aquel periodo de terror estalinista que las jornadas de trabajo forzado se alargaran. Hoy, al igual que ayer, las minas de níquel, carbón y oro que antaño fueron explotadas por los prisioneros de guerra y otras miles de personas inocentes que fueron recluidas allí, siguen operando a cielo abierto las 24 horas del día, incluso cuando la temperatura alcanza los 50 grados bajo cero.La diferencia es que los trabajadores actuales cuentan con un sueldo astronómico por realizar los mismos trabajos y con la preparación y los uniformes más avanzados para luchar contra el frío, así como tres meses de vacaciones al año y el derecho a jubilarse a los 45 para compensar el desgaste que sufren. Antes y después de la Segunda Guerra Mundial , cuando las condiciones meteorológicas eran todavía más extremas, no había nada de eso. Se calcula que más de medio millón de personas murieron en Norillag durante los veinte años en los que este campo de trabajo estuvo operativo. Fue abierto el 25 de junio de 1935, mucho antes de que los marinos republicanos pasaran por allí, y fue cerrado el 22 de agosto de 1956, tres años después de la muerte de Stalin , cuando se empezó a desmantelar todo el sistema del gulag. Los expertos aseguran que fue, con diferencia, el peor campo de concentración de la historia de la URSS. A la extrema dureza del clima, solo apta para experimentados obreros acostumbrados a trabajar en esas latitudes, se sumaba la pésima dieta de no más de 1.000 calorías al día que recibían los prisioneros. Si a eso le sumamos la carencia de calefacción en los barracones y unos servicios médicos inexistentes, nos da una idea de lo que supuso vivir aquel infierno. 50 grados bajo ceroLos escasos marinos españoles que sobrevivieron, contaron a su regreso que durante el tiempo que estuvieron en Norillag fueron obligados a trabajar con temperaturas por debajo de los 40 y 50 grados bajo cero. Al igual que los otros reclusos, los usaron para construir carreteras, poner el tendido del ferrocarril, realizar trabajos de limpieza y extraer níquel, carbón y oro de las minas. La jornada empezaba al amanecer con una caminata de casi dos horas por la nieve y no terminaba hasta las nueve de la noche, cuando emprendían el camino de regreso al campo hasta la medianoche. El toque de diana al día siguiente era a las cinco de la madrugada, y así una jornada tras otra, sin descanso.Según relataba Pitusa Sánchez-Ferragut, hija de uno de los marinos gaditanos de aquel grupo de marinos, «los días iban pasando y la gente moría en cualquier sitio: en el trabajo, en las letrinas, en las colas de la comida. En la gran hilera que se formaba delante de la ventanilla donde daban la sopa, algún cuerpo se quedó rígido y, al empujarlo el siguiente para que adelantara un puesto, veía como caía ya cadáver». Su padre, comentaba en una entrevista en ABC hace una década, «era muy reservado y tampoco habló de esa etapa de su vida». No obstante, cuando murió, encontró unas notas suyas con nuevos datos, como que apenas contaban con ropa de abrigo ni calzado adecuado. Tenía que recurrir a periódicos y cartones que se ponían en el pecho y trapos que se enrollaban en los pies, lo que no impedía la congelación de sus miembros. Y los vendajes de las heridas que se hacían, no se los podían cambiar hasta pasados diez o quince días, con mucha suerte. García Santamaría y Sánchez Illán recogen también la historia de la escritora polaca Esther Hautzig, que hace años publicó un duro relato de sus años de deportada junto a los prisioneros alemanes que, a los pocos días de estar en Norillag, perdieron toda la arrogancia con la que solían desfilar. «Ahora formaban una masa desaliñada, hambrienta y enferma. La disentería, el cólera y Dios sabe qué otras enfermedades los diezmaban como moscas», recordaba en su libro de memorias. Los zaresEn realidad fueron los zares quienes comenzaron a convertir Siberia en la colonia penitenciaria más temible del planeta. Aquel lugar alejado y en principio inhabitable les pareció el ideal. Sus tierras eran propicias para desterrar a todo tipo de criminales y disidentes políticos. No hay que olvidar que, como afirma Sophy Roberts en ‘Los últimos pianos de Siberia’ (Seix Barral, 2021), la distancia de esta vasta región, desde los Urales hasta el último trozo de tierra de la península de Chukotka, en el Ártico ruso, es mayor que la de Australia y supone la undécima parte de de la superficie continental de la Tierra. Fue en aquella gigantesca región donde se construyó hace no tanto la ciudad de Norilsk en la que años después se ubicaría este campo de trabajo. Lo cierto es que no tenía mucha historia, pues fue fundada en 1920. ¿Y cómo se construyó? En gran medida, gracias al trabajo esclavo de los primeros reclusos que fueron a esa región durante los primeros años del régimen soviético. De ella se ocupó Aleksandr Solzhenitsyn en su célebre ‘Archipiélago gulag’, donde habló del trauma que todavía hoy permanece en el ADN de la ciudad y sus 100.000 vecinos. «Norilsk es una ciudad especial; surgió gracias al uso de la fuerza. Es como una sobreviviente», declaraba en 2017 Alexander Kharitonov, dueño de una imprenta en la ciudad, a ‘The New York Times’ .

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