María Dueñas: ‘Mi viaje a Orán’

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María Dueñas: ‘Mi viaje a Orán’

Mucho antes de pedirme permiso para convertirse en escenario de una novela, al puerto de Orán llegaron gentes dispares: musulmanes andalusíes, judíos de origen mallorquín, turcos en expansión y corsarios a la busca de guarida. Hasta que, a principios del XVI, asomaron las tropas españolas al mando del cardenal Cisneros para establecerse durante casi dos siglos ininterrumpidos.A tiro de piedra de la Península Ibérica, Orán llegó a ser conocida por entonces como la Corte Chica y su impronta quedó en la literatura del Siglo de Oro. Cervantes, tras su cautiverio en la cercana Argel, escribió ‘El gallardo español’, comedia caballeresca sobre la resistencia de la ciudad en 1563. Luis Vélez de Guevara fue autor de ‘La conquista de Orán’, hay constancia asimismo de ‘El cerco de Orán’, obra perdida de Lope de Vega , y Góngora arranca así uno de sus romances: «Servía en Orán al rey / un español con dos lanzas…».Los ingenieros militares levantaron imponentes construcciones defensivas: los fuertes de Santa Cruz, San Felipe, San Andrés, San Gregorio; el castillo de Rosalcázar, y una muralla de ochocientas varas a la que llamaban La Barrera, de la que se conservan amplios tramos y algunas puertas como la del Santón o la de España, con su soberbia fachada renacentista.Durante la Guerra de Sucesión , el bey otomano de Argel se apropió de la plaza en 1708 y la retuvo hasta que Felipe V, en 1732, armó una gran campaña militar para reconquistarla. Pero esta segunda etapa tuvo una vigencia breve: en 1791 Carlos IV estimó que las utilidades tanto de Orán como de su vecina Mazalquivir eran escasas y costosas en exceso, malvendió ambas y ordenó la evacuación definitiva de las guarniciones. Concluían así dos capítulos de presencia española . Presencia oficial, quiero decir, porque en lo referente al flanco humano las cosas serían distintas.Gentes de Alicante, Murcia y Almería, incluso Valencia y Andalucía oriental, emigraron allíCuatro décadas más tarde, a partir de 1830, los españoles empezaron a desembarcar de nuevo en su puerto. Ya no eran militares ni fugitivos cortesanos; ahora solo les movía la apremiante necesidad de trabajar, la desesperanza, el hambre. Arrancaba la etapa de dominio francés y respondían a la llamada para participar en una aventura colonial urgente y ambiciosa.Gentes del sureste, de las provincias de Alicante, Murcia y Almería por su proximidad, incluso de Valencia o la Andalucía oriental, acudieron en un flujo que se prolongaría prácticamente hasta la independencia, un siglo y pico más tarde. Salían de una España rural desoladora ; eran hombres solos o familias enteras, dispuestos a dejarse el pellejo en unas tierras a menudo confiscadas sin miramientos a los argelinos y adjudicadas para su explotación a colonos franceses.El bulevar de Seguin en Orán en una postal antiguaPoco a poco, el árido Oranesado —L’Oranie oficialmente, una de las tres provincias en las que Francia dividió a Argelia— se tornó fértil, con viñedos, olivares, campos de cítricos, plantaciones de tabaco o algodón e inmensos atochales donde crecía bravo el esparto. Nada de eso habría sido posible sin los brazos de esos campesinos españoles flacos, pobres, iletrados casi siempre. Sus mujeres, a la par, echaban hijos al mundo, y el pulso europeo y cristiano iba así cogiendo arraigo. Socialmente, se encontraban a medio camino entre los privilegiados franceses de origen metropolitano y el desprecio que sufría la población musulmana autóctona. Aun así, a pesar de las adversidades, la mayoría se acabó quedando. Ellos dejaron de ser simples jornaleros y se convirtieron a menudo en capataces, a veces en pequeños propietarios; ellas se emplearon en casas burguesas como lavanderas, costureras, amas de cría. Algunos se mudaron a Orán y otros permanecieron en las fincas y los pueblos, en Sidi Bel Abbès, Saint-Denis-du-Sig, Perrégaux, Mascara, Mostaganem, Tlemcen o Río Salado, localidades que adoptaron un nuevo esquema urbano de orden y simetría, con sus ‘mairies’ y sus postes, sus iglesias, prefecturas y jardines públicos donde las bandas de música tocaban ‘La Marsellesa’ mientras las banderas azules, blancas, rojas ondeaban sobre el cielo africano.Movidos por la nostalgia o la simple tozudez —porque ventajas objetivas no había ninguna— algunos se empeñaron en mantener la nacionalidad española. La mayoría, sin embargo, adoptó la francesa y sus hijos pasaron a llamarse Pierre, Marguerite, Antoine o Françoise, por delante de los apellidos Hernández, García, Pérez, Martínez que ahora ya se pronunciaban sacando las erres desde la garganta. Aunque los padres a veces solo supieran firmar con el dedo. Aunque las madres siguieran guisando arroces y pucheros, tortillas y gazpachos.Movidos por la nostalgia o la simple tozudez, algunos se empeñaron en mantener la nacionalidad españolaEl viejo Orán, en paralelo, crecía para convertirse una ciudad a la europea, moderna, hermosa, bajo andamiaje administrativo francés pero con un contingente español rotundo, mezclado con porciones menores de árabes e inmigrantes malteses e italianos. Se concentraban mayoritariamente en los barrios de La Marina y La Escalera, arracimados en viviendas angostas , en ruidosos patios de vecinos con ropa tendida y olor a pescado frito donde las voces sonaban en un revoltijo de francés con español y trazas de valenciano. De aquella primacía dejó testimonio temprano el doctor Bernard en su libro ‘La Argelia’ (1891) : «Pero si esta ciudad ya no es árabe, tampoco se puede decir que es francesa. Por todas partes se ven hombres en mangas de camisa, con alpargatas de esparto, polainas desabrochadas, faja negra a la cintura y ancho sombrero de fieltro (…) Son españoles. Dueños de Orán en dos ocasiones, parece que lo son todavía».Sistema educativo francésPara principios del XX la población urbana sobrepasaba los 100.000 habitantes. En 1921 eran casi 140.000, con muchos menos argelinos que europeos y una nutrida comunidad judía. A lo largo de las décadas se levantaron multitud de magníficos edificios según las sucesivas tendencias en arquitectura de la Tercera República. Se creó la nueva place d’Armes con su grandioso ‘hôtel de ville’ custodiado por dos leones gigantescos —el nombre Orán deriva de león en lengua bereber—. Se construyó la ópera y surgieron cines, tiendas, bancos y oficinas, hoteles y ‘brasseries’, hospitales, empresas. Los tranvías recorrían la ciudad de punta a punta, en el puerto bullía el trasiego de buques cargados de mercaderías y pasajeros. La nueva ‘cathédrale du Sacré-Cœur’ sustituyó a la vieja de Saint-Louis que anteriormente fue un convento de los españoles; se alzó también la Gran Sinagoga, y las nuevas zonas urbanas fueron trazadas con anchas plazas y bulevares flanqueados por ficus y palmeras.Tras el parón migratorio durante la Primera Gran Guerra, las llegadas desde España se reactivaron y en la periferia surgieron barrios humildes para darles cobijo —Gambetta, Carteaux, Saint Eugéne, Eckmül, Delmonte—. La mayoría se incorporó a la pequeña industria y a la construcción, el comercio o los servicios; muchas mujeres trabajaban por centenares en las tabaqueras Bastos o Jorro, fundadas asimismo por españoles. Otros abrieron nuevos negocios: desde célebres destilerías como Galiana, la fábrica heladera y turronera de Morant, y montones de modestas ‘boulangeries’, ‘épiceries’, cafés y bares a los que acudían en tropel para tomar el popular anisette y la kemia —el aperitivo—: aceitunas aliñadas, garbanzos tostados, boquerones, altramuces.Gracias al admirable sistema educativo francés, los hijos y las hijas de aquellas familias fueron progresando, subiéndose a un ascensor social que los alejaría de la España de sus mayores y los iría acercando cada vez más a la órbita francesa. Acompañaban a sus padres en las romerías al monte de Santa Cruz para comer la mona de pascua, encendían hogueras en la noche de San Juan y oían cantar coplas a las abuelas, pero en la escuela aprendían aquello de ‘Nos ancêtres, les gaulois’… y Víctor Hugo y Baudelarie les eran mucho más cercanos que los desconocidos Galdós o Bécquer. Albert Camus , descendiente por línea materna de menorquines asentados en Argel, la capital, relata de forma conmovedora en ‘El primer hombre’ (Tusquets, 1994) cómo fue su paso por la escuela y el liceo, posibilitando gracias a un maestro el acceso a un mundo inesperado de un niño pobre salido de un barrio casi marginal y familia analfabeta, una historia similar en gran manera a tantos casos de la realidad oranesa.Con el estallido de nuestra Guerra Civil, la colonia dividió sus posiciones entre los dos bandos . Orán recibió a miles de exiliados republicanos; algunos llegaron al inicio, otros cruzaron desde Francia, y varios miles desembarcaron de los mercantes británicos que zarparon desde el puerto de Alicante en marzo del 39: el African Trader, el Ronwyn, el Stanbrook…La recepción por parte de las autoridades francesas fue agria; miles de hombres acabarían en durísimos campos de internamiento . Entre ellos estuvo Max Aub , y los sufrimientos que allí vivió quedaron reflejados en el poemario ‘Diario de Djelfa’ que publicaría durante su posterior exilio en México. Les invito a recorrer, junto a Cecilia Belmonte, protagonista de mi novela, muchos de estos avatares Conozcan sus huidas, sus desgarros, su coraje, sus amores… La memoria de estos campos continúa hoy siendo objeto de estudio; recientemente ha habido una exposición en Casa Árabe de Madrid, se han celebrado jornadas en la Universidad de Alicante, y son un buen puñado los investigadores como Eliane Ortega Bernabéu que trabajan con ahínco para desenterrar aquellos tristes episodios .La historia, entretanto, siguió abriéndose paso precipitada. El estallido de la Segunda Gran Guerra y la subsiguiente rendición de Francia alteraron notablemente la vida en la Argelia francesa. Tras el establecimiento del régimen de Vichy, un Franco africanista y victorioso tuvo la ocurrencia de intentar la recuperación del Oranesado, argumentando derechos históricos. Con ese fin se diseñó la Operación Cisneros, un empeño disparatado que no llegó a ningún sitio pero trastocó el ánimo de muchos cuando la Falange hizo un imperioso llamamiento a los españoles de Orán, alentándoles a que se rebelasen contra Francia para así justificar una potencial intervención franquista. En mucho ruido y pocas nueces acabó aquello; el porvenir tenía previstas otras alternativas para los años venideros. En el otoño de 1942, como parte de la Operación Torch, las tropas norteamericanas desembarcaron en las playas próximas a Orán, y con ello arrancó una nueva etapa para la ciudad y se trastocó el rumbo de la contienda.El fin de la guerra mundial prometía un horizonte sosegado, un tiempo de recomposición y estabilidad, mejoras laborales, verbenas y corridas de toros en las Arenes d’Oran, la nueva plaza. Pero las tornas volvieron a cambiar en 1954, cuando empezó la guerra de la independencia: un conflicto sangriento entre el Frente de Liberación Nacional y el estado francés, al que en último término se sumaría la OAS, Organisation de l’Armée Secrète. Demasiado extenso, complejo y trágico para resumirlo en unas líneas, sugiero a los interesados que vean la película de Gillo Pontecorvo ‘ La batalla de Argel’ (1966), o —en una versión más romántica y liviana— lean ‘Lo que el día debe a la noche’, de Yasmina Khadra (Destino, 2009) y disfruten la adaptación que hizo Alexandre Arcady de esa misma novela. O acompáñenme en mi nuevo libro, ‘Por si un día volvemos’. Recorran junto a Cecilia Belmonte, su protagonista, muchos de los momentos y avatares que acabo de narrarles. Conozcan sus huidas, sus desgarros, su coraje. Sus amores, desvelos y progresos desde la joven miserable que brota en el capítulo uno, hasta la empresaria solvente a la que despedimos quinientas páginas después. Será al principio del verano de 1962 en la cubierta del Virgen de África, uno de los barcos de la Trasmediterránea que Franco —esta vez sin desatino— envió al rescate de los miles de españoles que permanecían muertos de sed, calor y miedo en el puerto de Orán, sin ninguna otra opción de salida en aquellos turbulentos días previos a la ratificación de la independencia.Toda una vida’Pieds-noirs’, pies negros: así llamaron en Francia a aquellos compatriotas que llegaban desolados desde la orilla africana dejando atrás sus casas, sus muebles, trabajos, negocios; sus olores y sabores, los esfuerzos y recuerdos de toda una vida. Lo que ustedes quizá no sepan es que algunos de ellos —muchas Cecilias y Cecilios reales, como me apunta el investigador Juan Ramón Roca—, en vez de llegar a Marsella, Niza o Port-Vendres, a las costas del sur de Francia, acabaron desembarcando en puertos del sureste español. Y algunos de ellos, como Jo Torroja o Laurent Gnocchi, compartieron conmigo aquellas últimas travesías. Y sobre un trasfondo de documentación, conversaciones y reflexiones, yo he creado la ficción que conforma mi novela.

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