En un restaurante de comida china en Miraflores, Lima , quiso el destino que yo conociese a Vargas Llosa . Acababa de leer, deslumbrado, ‘La guerra del fin del mundo’. Tenía dieciocho años y era columnista del diario ‘La Prensa’ de Lima. Mario dijo que le había gustado una columna mía contra los intelectuales de izquierdas que, oportunistas, acomodaticios, se daban la gran vida, disfrutando de las bondades del capitalismo como profesores universitarios en Estados Unidos. Yo había escrito que Vargas Llosa era nuestro Malraux. No se sintió halagado. No quería ser ministro de cultura, como Malraux, quería ser presidente de la república. Era nuestro Víctor Hugo. Al año siguiente lo entrevisté en un programa de televisión, ‘Conexiones’, que hacía en el canal 5 de Lima, el mismo canal en que Vargas Llosa había presentado, tres años antes, el programa ‘La torre de Babel’, los domingos a las diez de la noche, entrevistando a personajes tan disímiles como Borges y Corín Tellado. Aunque yo quería hablarle de la tía Julia, su exesposa, a quien había entrevistado para «La Prensa» en el café Haití de Miraflores, conversamos meramente de política. El presidente Belaunde quería que Mario fuese su primer ministro. Pero él no quería ser ministro, quería ser presidente. Neruda no lo había conseguido; García Márquez, que ya era Nobel, no quería intentarlo y esquivaba el bulto; Paz y Fuentes conspiraban políticamente, pero, sagaces, calculadores, no daban el salto a la política profesional. Le pregunté cuál era su deseo político más recóndito. Por desgracia, cuando quise decir la palabra «recóndito» no me salió, me enredé y fue un bochorno.Nos encontramos en San Juan, Puerto Rico, donde Mario era profesor universitario. Recién había cumplido cincuenta años. Estaba con su esposa Patricia y dos de sus hijos. Habló con el cónsul español, Juan Ignacio Tena, Juanchín, y le pidió que me alojara en la mansión del consulado. Juanchín, gran anfitrión, me recibió entre abrazos y viajó a Madrid. Me quedé una semana como vicecónsul en la sombra, experto en hierbas risueñas. Todos los días me encontraba con el rastafari Gonzalo, hijo de Mario, y nos íbamos al mar, a fumar marihuana y escuchar a Marley. A la noche íbamos al cine con Mario y Patricia. Vimos ‘El viaje a ninguna parte’, con José Sacristán. Juanchín murió años después, cenando con Alfredo Bryce.Siempre atento, Vargas Llosa me invitó a una cena en su casa en Barranco, Lima, en honor a Katharine Graham, dueña de ‘The Washington Post’. Me la presentó. Le dijo que yo era una promesa del periodismo y la literatura. Yo le dije que el Perú era un país de promesas incumplidas. Mario leyó un discurso en inglés y brindó por la señora Kay. En ese momento comprendí que no era Malraux, no era Víctor Hugo. Era John Updike, el Conejo, gran novelista que hizo famoso a Vargas Llosa en los Estados Unidos, elogiándolo en sus críticas literarias en la revista ‘The New Yorker’.En el dormitorio de su casa en Barranco, decorado con pinturas eróticas, Vargas Llosa me pidió que preparase un discurso y me inaugurase como político. Mario tenía cincuenta y un años; yo veintidós; él había resuelto entrar en política y liderar la oposición al gobierno de turno. Honrado, acepté el encargo, preparé el discurso y lo ensayé obsesivamente. En vísperas del mitin, Vargas Llosa me llevó a su biblioteca y me pidió que no hablase en el acto público. Me han dicho que te han expulsado de la universidad por fumar marihuana y sacar malas notas, me dijo. Es verdad, reconocí. Es mejor que no hables, me dijo. Comprendo, me resigné. Sin embargo, estuve en la plaza y lo aplaudí.Cuando ya Vargas Llosa era candidato presidencial, su asesor Frederick Cooper me citó a un café y me dijo que Mario deseaba que yo fuese uno de sus asesores. Encantado, le dije. ¿Cobrarías o sería un trabajo honorario?, me preguntó. Cobraría, le dije, con deplorable codicia. Tendría que dejar mi programa de televisión, añadí. Cooper no volvió a llamarme. Decidí que apoyaría a Vargas Llosa no como asesor, sino como periodista de televisión. En alguna entrevista durante la campaña, le pregunté a Mario si escribiría un libro inspirado en aquella aventura política. No le gustó la pregunta. Respondió no, a secas. Tiempo después, lo contó todo en ‘El pez en el agua’.Como no ganó la presidencia en la primera vuelta, ni obtuvo mayoría en el Congreso, Vargas Llosa quedó muy decepcionado y pensó en renunciar a la segunda vuelta. Me convocó a su casa en Barranco. Citó a sus mejores amigos. Preguntó si debía renunciar o seguir en carrera. Patricia le dijo que debía seguir. Todos le dijimos que debía pelear hasta el final. Pero Álvaro, su hijo, le aconsejó que se retirase. Mario no le hizo caso. Después de perder en el balotaje, me invitó a su casa, a un almuerzo de despedida, junto con Hildebrandt, gran periodista. Era un hombre herido y, a la vez, uno que había recuperado su libertad. Parecía aliviado. Gracias a que perdió la presidencia del Perú, ganó el Nobel de Literatura. Si lo elegían presidente, no habría sido Nobel.En el hotel Palace de Madrid me presentó a Octavio Paz y me animó a escribir. En Washington, donde yo vivía, pasaba a buscar a Mario y Patricia en un Mercedes negro de mi cuñada Liza e íbamos al cine. Vimos ‘Reality Bites’», con Ben Stiller. Mario y Patricia amaban el cine. Yo disfruto de las buenas películas y hasta de las malas, decía él. Después me llamó desde Princeton, donde daba clases, y me dijo que debía publicar la novela ‘No se lo digas a nadie’. Sin que yo se lo pidiera, llamó a los jefes editoriales de Tusquets y Seix Barral, recomendándoles la novela. El poeta Gimferrer, de Seix Barral, decidió publicarla y le pidió a Mario un párrafo para la propaganda. Vargas Llosa escribió que era «una excelente novela». Exageró grandemente. Quiso devolverme el favor por haber apoyado su candidatura. Gracias a él, comencé una carrera como escritor. Nos encontrábamos en Madrid y en Miami, ciudad en la que prefería el hotel Biltmore, y a menudo íbamos al cine y salíamos a cenar. Hizo que Carmen Balcells me fichara en su agencia literaria. Decía que Fujimori era un dictador y la gran mayoría de peruanos, que apoyaban al autócrata, lo llamaban traidor a la patria. Se alegró cuando le dije que me había hecho ciudadano de Estados Unidos porque no quería volver al Perú mafioso de Fujimori, el país de «la contenta barbarie», según Álvaro. Visitó, con el gran escritor Montaner, mi apartamento en la calle 35 de Georgetown y mi casa en la calle Hampton de Key Biscayne. Probablemente se alegró al ver que tenía sus libros.Esos fueron los años en que fuimos amigos. Después nos volvimos enemigos.A finales de los noventa le hice una entrevista a Fujimori en mi programa. La entrevista fue amigable, complaciente. Vargas Llosa no me perdonó esa debilidad. Cuando nos encontramos en la feria del libro de Santo Domingo, no quiso saludarme, me ignoró, aunque Patricia me saludó luego. Después nos vimos en una galería de arte en Miami y tampoco quiso darme la mano, lo que me obligó a retirarme, consternado.Luego peleamos públicamente en la prensa peruana porque él apoyó la candidatura presidencial de Toledo y yo la combatí desde la televisión. Dije que Toledo era un canalla, un embustero. Álvaro Vargas Llosa vino a mi programa y rompió con Toledo antes de la segunda vuelta. Su padre me culpó injustamente de aquella decisión, llamándome «chismoso, manipulador e intrigante». Toledo ganó la presidencia. Ahora está preso por ladrón.Años después, nos encontramos en Guadalajara, México. Me saludó con cariño. Fui al teatro a verlo actuar. Me impresionó su memoria elefantiásica. Cenamos juntos. Nos habíamos reconciliado. Me felicitó porque había quedado segundo en el premio Planeta.Luego volvimos a pelear en la prensa peruana porque él apoyó la candidatura presidencial de Humala y yo la combatí desde la televisión. Me llamó «payaso, esnob, bufón». Tontamente, le dije rencoroso, como si yo mismo no lo fuera. Humala ganó la presidencia. Ahora está preso por ladrón.Dos años antes de que Vargas Llosa muriese, publiqué la novela ‘Los genios’, tratando de recrear, desde la ficción, el puñetazo que Mario le dio a García Márquez. Entrevistado en ‘El País’ de España, Vargas Llosa dijo que mi novela era seguramente «un montón de mentiras». Yo le respondí algo que aprendí leyendo sus obras maestras: las buenas novelas son aquellas en las que las mentiras urdidas maliciosamente por el narrador consiguen persuadir al lector de que son verdades indudables. Nunca supe si leyó ‘Los genios’.
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