La elección de José Mario Bergoglio como Vicario de Cristo, sucesor de Pedro y Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, fue un acontecimiento histórico por ser el primer americano y el primer jesuita en acceder al papado. Sin embargo, el pontificado de Francisco, nombre que eligió como declaración de principios de cuanto iba a suceder a partir de aquel 13 de marzo de 2013, no se entendería correctamente, al menos como eslabón en la milenaria historia de la Iglesia Católica, sin atender a otro hito determinante del curso de esta institución: la renuncia voluntaria de su predecesor, Benedicto XVI, Joseph Ratzinger. Esta decisión de quien fue probablemente el gran teólogo católico del siglo XX y uno de los más destacados pensadores europeos, unió al mandato divino del pontificado una condición de oficio humano inédita a ojos de los católicos, más aún tras la agonía pública de Juan Pablo II. Francisco interiorizó el gesto de Benedicto XVI y anunció que dejaba escrita una carta de renuncia si su estado de salud le impedía ejercer sus responsabilidades al frente de la Iglesia. La convivencia entre ambos Papas fue, además, un ejemplo de lealtad de Benedicto XVI hacia Francisco, superando los temores de unos y las insidias de otros por la influencia que Ratzinger podría haber ejercido entre sombras. Francisco siempre admiró públicamente la figura de Benedicto XVI, fallecido el 31 de diciembre de 2022.Tras la muerte súbita, pero no sorpresiva, de Francisco se reabren las incógnitas sobre quién ocupará la Sede petrina y cuál será la senda por la que su sucesor hará caminar a la Iglesia Católica. Sin duda, el colegio cardenalicio responsable de elegir al nuevo Papa tendrá que hacer un balance del pontificado de Francisco y discernir sobre los múltiples debates que han quedado abiertos y, en algunos de ellos, con notorias divisiones en el seno de la Iglesia Católica. En ese balance del pontificado de Francisco destaca el cambio de mensajes, formas y contenidos que impuso a la proyección del Papado sobre el mundo, no solo sobre los fieles católicos. Su elección puso fin al eurocentrismo pontifical, pero también al rigor formal de las enseñanzas de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, si bien el profesor Ratzinger sorprendió a no pocos con un magisterio humanista, sensible y humilde, heredero de San Agustín, muy lejos del prejuicio inquisitorial que se tenía de él.Francisco fue un Papa que, ante todo, quería hacerse entender por el mundo actual y entender al mundo actual. Su lenguaje siempre estuvo despojado de cargas teológicas o fórmulas acusatorias, para que la Iglesia Católica fuera ese «hospital de campaña» que curara las heridas de los hombres y las mujeres, sin preguntar ni juzgar; esa Iglesia formada por obispos con «olor a oveja», en la que cupieran «todos, todos, todos», eslogan que hizo repetir a decenas de miles de jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Lisboa. Sus catequesis, sus encíclicas y sus documentos muestran su preocupación por animar a los católicos a ser «los santos de la puerta de al lado», a ser los esposos que nunca terminaran el día sin decirse «perdón y gracias», a ser los ciudadanos preocupados por la Creación, por los pobres, los inmigrantes, los ancianos y los niños. Denunció sin cesar la «doctrina del descarte», esa que expulsa a los que no son productivos o molestan o requieren cuidados y atenciones especiales. Fue tajante con la defensa de los nasciturus, condenando el aborto con la misma dureza que empleó cuando era Arzobispo de Buenos Aires. Los abusos a menores en el seno de la Iglesia Católica fueron un problema que Francisco abordó de frente, en continuidad con las drásticas medidas que ya implantaron sus predecesores, exigiendo de las Conferencias Episcopales nacionales procedimientos concretos de prevención, auditorías internas y, sobre todo, reconocimiento de culpas por las acciones y omisiones que facilitaron actos crueles e incompatibles con el servicio a Cristo y a la Iglesia. Su relación con los medios de comunicación era directa, sin filtros, tan auténtica como su personalidad, aunque en ocasiones, y con determinados formatos periodísticos, le habría sido conveniente una mayor profesionalización en la selección de las formas y una mayor conciencia de su función en la expresión de ciertos mensajes. Este sentido de la renovación que Francisco quería imprimir a su pontificado le pasó factura en ocasiones, tanto por sectores ultraconservadores, como por sectores progresistas. Aquellos, porque consideraban que se estaba apartando del magisterio de la Iglesia, con críticas que llegaron a adoptar la forma de «dubia». Y estos, porque se sumían en la perplejidad por el hecho de que un Papa tan rupturista siguiera calificando el aborto como un asesinato.En todo caso, Francisco reactivó a la Iglesia Católica en su vida sinodal, impulsando debates que aún siguen abiertos y controvertidos (bendición de parejas homosexuales, el papel de la mujer y de los laicos, la reforma de la Curia, la defensa de la vida, etc.) y que habrán de ser asumidos por el nuevo sucesor de Pedro. Con la intercesión iluminadora del Espíritu Santo, según enseña la Iglesia Católica.

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