La audacia de salir al mundo

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La audacia de salir al mundo

La figura del Papa , por la naturaleza de su vocación, es siempre un misterio. Por eso es bastante inútil intentar una especie de escáner y una analítica del pontificado de Francisco que acaba de terminar. Prefiero identificar una serie de puntos luminosos que, unidos, nos permiten acercarnos a la vida y al ministerio del primer sucesor del apóstol Pedro llegado de la América hispana.Cuando hablaba de sí mismo, Francisco se reconocía como aquel publicano al que Jesús llamó para dejar la recaudación y seguirle en un camino desconocido pero marcado por una promesa infinita. Creo que su propia biografía, sus éxitos y fracasos, ha llevado a Jorge Bergoglio a identificarse con aquel pecador llamado gratuitamente por Jesús, que experimenta una alegría indecible y lo deja todo para ir tras Él. «Alegría» fue la palabra elegida por Francisco para iniciar su magisterio con la carta Evangelii gaudium, y en uno de sus últimos discursos a la Curia romana dijo que la verdadera diferencia no se da entre progresistas y conservadores, sino entre quienes siguen «enamorados» y quienes «se han acostumbrado». Y este «acostumbrarse» incluye también la reducción ideológica de la fe en una u otra dirección, contra la que ha batallado sin descanso. Francisco conocía bien sus debilidades y no las escondía bajo ningún artificio. Se sabía objeto de la inconcebible misericordia de Dios y estaba convencido de que el testimonio de esa misericordia es la fuerza más poderosa para deshacer las resistencias del mundo actual, tantas veces extraviado, frente al anuncio del Evangelio. Por supuesto, sabía polemizar con la cultura actual, pero para él, la forma más adecuada de afrontar la secularización no es el lamento por las posiciones perdidas ni la condena de los males de este momento, sino suscitar nuevas formas de presencia cristiana que sólo pueden nacer del asombro ante la fe y de la alegría de pertenecer a la Iglesia. De nuevo, la alegría y el asombro, dos cosas que le unían muy profundamente a su predecesor, Benedicto XVI, de quien era tan distinto en cuanto a temperamento y bagaje histórico. Ha impulsado una «Iglesia en salida» no como estrategia para mejorar los números de la institución sino como el dinamismo que el Resucitado quiso imprimir desde el principio a los suyos. Porque si hemos encontrado el amor de Cristo que nos devuelve el sentido de nuestra vida, ¿cómo podríamos contener el deseo de comunicarlo a otros? Sólo desde ahí se entiende su lucha contra lo que llamó «auto referencialidad». A veces, su manera de fustigar los vicios y mezquindades del cuerpo eclesial han podido hacer perder de vista su amor tierno y a la vez contundente hacia la madre Iglesia: «recibir la gracia de morir en el seno de la Iglesia, en el seno del Pueblo de Dios… ¡ésta es una gran gracia!, ¡esto no se compra!… ¡siempre dentro!… la Iglesia es hasta tal punto madre que nos quiere también así, tantas veces sucios, pero la Iglesia nos limpia, ¡es madre!». Todas las reformas que Francisco ha emprendido (en la economía, en la comunicación, en la gobernación del Vaticano, en la pastoral familiar…) han tenido como clave el ímpetu de la misión. Ha preferido correr riesgos, e incluso equivocarse, antes que permanecer inmóvil ante las dificultades de este momento histórico y ante la sed de Cristo de tantos contemporáneos, con los que ha querido que la Iglesia recorra su camino. Ha sido un buen obrero en la viña, un pastor que no ha buscado su renta, un hijo agradecido de la madre Iglesia que, ahora, prosigue su camino.

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