Cuesta trabajo pensar en un mundo donde la única manera de mover una fábrica sea con ruedas hidráulicas o caballos. Un mundo sin trenes, sin barcos de vapor y sin la cacofonía industrial propia del siglo XIX. Ese mundo existió… hasta que dos hombres, obsesionados con domar el vapor, iniciaron una batalla que mezcló genio, ego y demandas judiciales. Esta es la historia de James Watt y Jonathan Hornblower, dos inventores que se enfrentaron no solo en talleres, sino en los tribunales, por el control de la tecnología que impulsó la Revolución Industrial .El genio escocés busca socio capitalistaJames Watt (1736-1819) no inventó la máquina de vapor. La máquina ya existía desde 1712, cuando Thomas Newcomen creó un monstruo de hierro que bombeaba agua de las minas consumiendo cantidades inconmensurables de carbón. El problema era su eficiencia: solo el 1% de la energía del combustible se convertía en trabajo útil.Todo cambió en 1765, cuando Watt, mientras paseaba por Glasgow, tuvo una epifanía: «Si reparo el condensador del cilindro, evitaré perder calor». Así nació el condensador separado, un invento que redujo el consumo de carbón en un 60%. Con esta mejora, Watt no solo optimizó la máquina de Newcomen, sino que la transformó en algo revolucionario.Pero había un problema: construir prototipos costaba dinero. Aquí entró en juego Matthew Boulton, un empresario astuto que vio el potencial comercial, juntos fundaron una sociedad donde el primero ponía el capital y el segundo, el cerebro.La máquina prohibidaMientras Watt perfeccionaba su invento, un ingeniero inglés, Jonathan Hornblower (1753-1815), estudiaba sus patentes con frustración. Hornblower creía que la máquina de Watt tenía un defecto fundamental: solo usaba vapor a baja presión, desperdiciando energía.En 1781, Hornblower diseñó un motor de doble cilindro, donde el vapor pasaba de un pistón a otro, aprovechando su expansión. Era más eficiente, pero había un detalle que no era baladí: técnicamente, infringía la patente de Watt de 1769, que cubría «cualquier método para economizar vapor».Pero Hornblower no se amedrentó. En 1790, instaló su máquina en una mina de estaño en Cornwall. Los resultados fueron asombrosos: consumía un 30% menos de carbón que las de Boulton & Watt. Los mineros, hartos de pagar royalties a Watt, empezaron a comprar «máquinas piratas». La revuelta del vapor había comenzado.La batalla que paralizó el progresoWatt y Boulton no eran hombres que se rendían fácilmente. En 1793, demandaron a Hornblower por violación de patente. El juicio fue una guerra de titanes y los jueces se dividieron: algunos vieron la innovación de Hornblower pero, otros, una artimaña para saltarse la patente. Finalmente, en 1799, el tribunal falló a favor de Watt. Hornblower tuvo que pagar indemnizaciones y destruir sus máquinas. Pero el daño ya estaba hecho. Durante la década que duró el litigio, Boulton & Watt gastaron más tiempo en pleitos que en innovar. Mientras, Hornblower se convirtió en un mártir para los industriales que odiaban el monopolio de Watt.El precio de la ambiciónLa rivalidad entre Watt y Hornblower encapsula un dilema eterno: ¿las patentes protegen la innovación o la estrangulan? Watt fue un genio cuyo afán de control retrasó avances técnicos. Sin embargo, sin su condensador, la Revolución Industrial hubiera sido imposible. Hornblower fue un visionario castigado por el sistema, pero su terquedad balizó el camino para máquinas más eficientes.MÁS INFORMACIÓN noticia Si Europa, preocupada por las misiones espaciales en el punto de mira de Trump noticia Si Cambio en las medidas: lo que conocemos ahora como un segundo será redefinidoHoy sus nombres comparten un legado incómodo: Watt es aplaudido en billetes y estatuas, mientras tanto, Hornblower es simplemente una nota al pie en los libros de ingeniería. Pero como dijo el historiador HW Dickinson: «sin la presión de Hornblower, Watt jamás habría perfeccionado tanto su invento».

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