Hoy nadie recuerda que, antes de que se produjera el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera , entre el 13 y el 15 de septiembre de 1923, se puso en marcha otra conspiración que pudo haber erigido como dictador de España no al famoso general, sino al desconocido Francisco Aguilera (Ciudad Real, 1857 – Madrid, 1931). Un militar «de muy cortas luces», según lo definió el historiador Javier Tusell en las páginas de ‘La Aventura de la Historia’ en 1998, que presidía el Consejo de Justicia Militar y que, jaleado por elementos de izquierda, pretendía aparecer como la persona destinada a exigir las máximas responsabilidades a los políticos por el desastre de Annual.Aquella derrota sufrida en suelo marroquí había producido en el seno del Ejército una sensación de agresión por parte del Gobierno, al que Aguilera siempre reprochó que le pidieran a sus tropas misiones prácticamente imposibles, como someter a unos indígenas belicosos sin los medios adecuados y en condiciones deplorables. No le faltaba razón en sus quejas, puesto que el 22 de julio de 1921 fue una jornada negra para la historia de España, después de que el líder rifeño Abd el-Krim atacara con sus tribus el campamento de Annual y provocara entre 10.000 y 13.000 muertos españoles.Lo acontecido fue tan grave que, en las jornadas siguientes, el Gobierno de la Restauración impidió a los medios de comunicación hacer referencia al desastre, para evitar que cundiera el pánico entre la población. «El lector advertirá hoy una ausencia total de información sobre África. Se ha establecido la censura previa», aseguraba ABC. Sin embargo, cuando la tragedia comenzó a filtrarse, provocó una doble reacción en todo el país. Por un lado, conmocionó a los españoles, que estaban todavía traumatizados por la pérdida de las últimas colonias en 1898. Por otro, sublevó lo suficiente a la sociedad, como para que exigiera responsabilidades y pidiera que se investigaran las causas que habían provocado la masacre.Noticia Relacionada La pesadilla de la posguerra estandar Si Morir de hambre en el Matadero de Madrid Israel Viana Casi nadie lo sabe, pero en 1941, las autoridades franquistas encerraron a miles de personas sin hogar y en condiciones inhumanas en el antiguo Mercado Municipal de Ganados de MadridFue ese momento en el que entró en juego nuestro protagonista, que pretendía erigirse como el militar que iba a obligar a los políticos a asumir sus responsabilidades en la que había sido, según muchos historiadores, la mayor derrota militar de España en el siglo XX. De esta forma, «Mulolini» (sic) —como llamaba todo el mundo al general Aguilera, en referencia al dictador italiano que acababa de instaurar en Italia el primer régimen fascista de la historia—, se preparó para dar un golpe sobre la mesa.Primo de Rivera, cuestionadoMiguel Primo de Rivera, nombrado capitán general de Barcelona hacía poco tiempo, estaba más lejos que el propio Aguilera de ser considerado el caudillo de un gran movimiento militar y lo sabía. No es porque le faltara osadía o interés en los asuntos políticos, ni porque no contara con los suficientes apoyos, sino porque su figura fue discutida durante un tiempo. Nuestro protagonista, por el contrario, gozaba de más prestigio dentro el Ejército, por lo menos de momento, hasta el punto de que se barajó su nombre para encabezar un directorio militar en los meses previos al golpe de Estado de septiembre de 1923.Sin embargo, cuando Primo de Rivera puso en marcha su «Cuadrilátero», como se conoce al núcleo formado por los cuatro generales madrileños que, desde principios de 1923, le ayudaron a preparar su asonada (José Cavalcanti, Federico Berenguer, Leopoldo Saro y Antonio Dabán), siempre tuvo claro que debía atraer a Aguilera hacia su causa. En junio de ese año, aprovechando que se encontraba retenido en Madrid por el Gobierno, consciente este de que en Barcelona había acumulado demasiado poder,, no dudó en reunirse con él.«Su permanencia en Madrid era bien expresiva del peligro que el Gobierno veía en él, pero también de su falta de decisión para relevarlo: cuando volvió a Barcelona fue recibido con gritos de entusiasmo e insultos al gobierno ‘farsante’. Aunque la estancia de Primo de Rivera en la capital no tuvo efectos inmediatos contra el orden constitucional vigente, sí que le sirvió para anudar unos contactos que tendrían efectos directos sobre los sucesos de septiembre de 1923. En primer lugar, estableció contacto personal (antes lo había tenido por escrito) con el general Aguilera, que atraía en esos momentos el interés de la izquierda, hasta el punto de que el embajador británico atribuyó al golpe que se preparaba cierto carácter ‘socialista’ por él», puede leerse en ‘La conspiración y el golpe de Estados de Primo de Rivera’ (UNED, 1991), también de Tusell.La agresiónAguilera, por su parte, no había dejado de mostrarse crítico con el Gobierno, hasta despectivo, llevando sus continuas faltas de respeto a bordear una condena por conspiración sin tan siquiera haberla puesto en marcha. Aún creía que estaba en la terna para dirigir los designios del país. Primo de Rivera, sin embargo, se decepcionó con él, en parte por su falta de decisión, pero también porque su punto de partida respecto al sistema político de la Restauración era muy distinto al suyo. Nuestro protagonista le reprochaba, por ejemplo, un exceso de identificación con los patronos en los conflictos laborales de Barcelona, lo que reflejaba una visión muy distinta a la del futuro dictador.El plan de Primo de Rivera y su «Cuadrilátero» seguía siendo desplazar del Gobierno a los profesionales de la política y sustituirlos por un equipo de prestigiosos técnicos civiles sin adscripción a ningún partido. Querían ejecutarlo de inmediato, pero pronto se darían cuenta de que no iba a ser tan fácil. En primer lugar, porque Cavalcanti fue procesado por el Consejo Supremo de Justicia Militar por su actuación en Marruecos y dificultó su disponibilidad para entrar en acción. En segundo, por un sonado incidente protagonizado por Aguilera, debido a una carta dirigida a Joaquín Sánchez de Toca, del Partido Conservador, en la que condenaba a toda la clase política por los males del país. Una ofensa que trascendió rápidamente y por la que el presidente del Consejo de Ministros, José Sánchez Guerra, abofeteó al militar en público.Esta ofensa dejó en evidencia a Francisco Aguilera y, sobre todo, demostró su radical carencia de habilidad política al dedicarse a agredir verbalmente a los políticos de manera frontal y no presionar a los cuarteles, que era donde tendría que haber fraguado su golpe de estado si estaba dispuesto a darlo. Aquello le descartó finalmente como dictador, aunque era significativo el tipo de apoyos que había logrado entre los intelectuales ateneístas de izquierda, incluido el mismo Unamuno, y algunos mandos militares de tendencia liberal.«Mulolini» quedó desechado como protagonista de cualquier acción política y en los mentideros madrileños empezó a comentarse que, aunque había muchos generales conspirando en las tertulias de los cafés, lo más probable era que ninguno fuera un verdadero peligro para el régimen. Creían que la bofetada había demostrado que una actuación decidida por parte del Gobierno podía cortar cualquier conato de pronunciamiento, pero se equivocaban. La situación empeoró a finales de agosto y Primo de Rivera se impacientó en sus ambiciones, ahora que se había quitado a Aguilera de en medio.

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